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El inicio de A Metamorfose Dos Pássaros parece tomar inspiración del Tren de sombras de José Luis Guerin: planos fijos que registran las paredes del interior de una casa, deteniéndose exhaustivamente en sus cuadros y fotografías, en las cortinas que se agitan levemente y el destello de una luz exterior que avanza por la habitación. Aquí las sombras no tienen el mismo peso que en la cinta de Guerin, ni tampoco hay una reflexión (intencionada) del poder evocador del cine, y sin embargo existe una misma vocación: utilizar los mecanismos de la ficción para reconstruir a partir de lo material (de las huellas físicas que produce el ser humano) la historia de una familia.

Catalina Vasconcelos traslada a la pantalla su voz poética para escribir un relato sobre la pérdida pero también sobre el encuentro. La película aborda por un lado la forma en que ella y su padre (cada uno en tiempos distintos) afrontan la muerte de la madre, a la vez que explora el vínculo que padre e hija comparten por la ausencia que tan rápida y repentinamente les marcó. Vasconcelos organiza su memoria (y la de su progenitor, la otra voz narrativa del relato) en sucesivas estampas que funcionan como catálogo de la nostalgia, imágenes en formato cuadrado que sin orden aparente relacionan lo orgánico y lo natural, y se convierten en bodegones que la artista diseña ante la cámara. Hay una excesiva planificación en la composición de los encuadres, en la estructura y montaje de las secuencias que, aunque se organizan de manera cronológica, parecen responder realmente a la impulsividad de una memoria donde la muerte está presente incluso en sus más vivas manifestaciones. Quizá toda la obra pueda entenderse como un gran paralelismo entre dos seres vivos: entre dos personas (padre e hija), y entre dos especies: el hombre y el pájaro, migrantes que están de paso por los lugares que habitan.