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Otra ronda (Thomas Vinterberg)
Por su planteamiento argumental, Otra ronda puede parecer la historia de cuatro profesores que se encuentran en una crisis vital que les arrastra hacia el precipicio del alcoholismo. Pero solo es así en parte, porque lo que interesa al cineasta danés Thomas Vinterberg no es retratar sus días de vino y rosas hasta que caen en el abismo de la adicción, sino constatar cómo el alcohol entra en sus vidas para cambiarlas (¿sin perspectivas de que eso acabe bien?) y convertirse en el elemento propulsor a través del que tratan de recuperar su entusiasmo (¿de una manera ilusoria…?) para disfrutar de su vida familiar y de su vocación.
El film arranca con una cita de Søren Kierkegaard: “¿Qué es la juventud? Un sueño. ¿Qué es el amor? El contenido del sueño”. Y estas palabras del filósofo, que reflexionó sobre la libertad y adelantó el existencialismo, ya generan dudas a propósito del resultado del experimento que plantean los protagonistas del film. Aferrándose a la teoría de un psiquiatra noruego, tratan de comprobar si es verdad que el ser humano nace con un déficit de alcohol y compensarlo de una manera moderada propicia que el cuerpo y la mente se estabilicen y encuentren un punto de equilibrio perfecto entre la sobriedad y la embriaguez. Se convierten en cobayas de su propia investigación, exponiendo sus vidas y sus sentimientos al efecto de la ingesta del alcohol en el momento en que deciden aumentar la cantidad diaria hasta llegar a un punto de ‘ignición’. Vinterberg no filma el proceso como un acto de autodestrucción grupal, sino que lo encapsula en un film que arranca instalado en un tono ligero (incluso con toques de comedia), pero que va trasladando su eje de rotación de una manera progresiva y sutil hacia el drama. Siempre evitando juzgar el comportamiento de sus protagonistas, porque se limita a acompañarlos en su viaje hacia una utópica y posmoderna nueva felicidad.
Con una carrera errática desde que se reveló con la deslumbrante Celebración (1998), una de las piedras fundacionales del revolucionario Dogma 95, Vinterberg mantiene unas constantes temáticas en su filmografía, entre las que suelen aparecer la exploración de diversos modelos de sociedades, de distintas formas y tamaños, y el sentimiento de pertenencia a un colectivo. Y en este sentido, Otra ronda forma un tríptico heterodoxo junto con la notable La caza (2012) y La comuna (2016), en las que también se encuentran la amistad y la educación como temas centrales.
La mirada del director se librera en esta ocasión de cierto cinismo y de la sordidez que a veces acompaña a su narrativa, para dejar que la cámara (con un excelente trabajo del director de fotografía Sturla Brandth Grøvlen) meza al espectador entre la realidad y el sueño etílico, en un viaje teñido de un sugerente –y extraño– humanismo, alimentado por el excelente trabajo de sus cuatro protagonistas, que escapan del estereotipo del alcoholismo cinematográfico para encauzar un auténtico torrente de matices. Se puede acusar a Vinterberg de obviar los efectos nocivos del alcohol, la cruel manera en la que quiebra vidas, pero con su deslumbrante final vuelve a quedar claro que este no era el motivo de su estimulante experimento cinematográfico.
La Gomera (Corneliu Porumboiu)
La Gomera es una película mucho menos excéntrica de lo que parece. ¿Cine negro situado en las Islas Canarias? Sí, pero también en Bucarest, de manera que el sol y la luz se oponen constantemente a la lluvia y las sombras. ¿Una intriga en la que el silbo, el idioma a base de silbidos inventado por los guanches, adquiere una importancia fundamental? Por supuesto, y sin embargo hay igualmente un policía desencantado y una femme fatale, una trama endiablada y algún que otro tiroteo. Frente a esta intriga que imita y tritura muchas otras, y que al final es lo menos importante, se plantea una distancia, la conciencia de que ese tipo de cine ya no es posible. Corneliu Porumboiu, el más imprevisible de los nuevos cineastas rumanos, continúa así el discurso metafílmico de Politist, adjectif o Metabolism. Y los fragmentos incluidos de Centauros del desierto o Un comisar acuzã, un oscuro thriller rumano de los setenta, no hacen más que contribuir a prolongar indefinidamente esa mise en abyme que empieza en España y termina en el Caribe, un viaje vertiginoso cuyos temas no son ni la traición ni el deseo, sino el tiempo y el lenguaje.
En efecto, La Gomera acaba desactivando cualquier tipo de suspense en beneficio de una acumulación de capas y sustratos, como si todo proviniera de un origen al que ya no se puede volver. El silbo y los paisajes agrestes de la isla son, en el fondo, como el pasado turbio de un país, Rumanía, aún enfangado en la corrupción y el fraude que supuso la era comunista. También como el cine, que guarda misterios que ya resultan indescifrables. De ahí que la película se estructure en pequeños fragmentos (titulados como los nombres de los personajes) que van adelante y atrás en el tiempo, que acaban conformando un puzle inextricable en el que nada es lo que parece. El policía está en los dos lados, en el de la ley y en el de los mafiosos, y el juego de máscaras resultante, subrayado por una selva insondable de cámaras y micrófonos, de monitores y grabaciones, gravita hacia una cuestión que también se sitúa en el exterior de la película, que la contempla desde fuera como si se tratara de un artefacto cuyo funcionamiento hay que descifrar: ¿cómo espiar a una máscara, de qué manera sacar a la luz la personalidad de quienes siempre están fingiendo? Y eso, también, aplicado al cine: ¿cómo mirar, observar al film noir clásico cuando se presenta como aquí, bajo múltiples disfraces, cuando ya es solo un desfile de revenants?
Se trata, entonces, de descifrar lenguajes, desde el silbo hasta los códigos del cine negro. Con ello, es cierto, los personajes pierden en espesor y complejidad, y la intriga queda reducida a su esqueleto, una especie de escenario múltiple en el que se mueven arquetipos que quieren humanizarse a toda costa pero casi nunca lo consiguen. ¿Importa eso? Más bien no, desde el momento en que ni La Gomera ni Porumboiu intentan regresar al pasado, articular un thriller que siga cumpliendo todas las promesas del género tal como fue concebido. Al contrario, su deconstrucción puede parecer fría y en ocasiones demasiado teórica, pero a su vez nos procura otro tipo de emoción, la que se desprende de ver e interpretar… Pues ahora, claro está, el cine tiene otros objetivos, y una pregunta resplandece al final de la función: ¿qué lenguaje necesitamos conocer en este momento, qué nuevo silbo, para disfrutar plenamente de películas como esta?
Entrevista con el director en Caimán CdC nº 102 (153), marzo de 2021
Noticias del gran mundo (Paul Greengrass)
Hay un gran personaje en Noticias del gran mundo: el de Jefferson Kyle Kidd (Tom Hanks), excapitán sudista de la derrotada Confederación, que se gana la vida viajando de pueblo en pueblo para leer a los lugareños las noticias de los periódicos. Este lector trashumante que cambia las armas por el empeño civil de transmitir el conocimiento del mundo leyendo en voz alta la prensa cuando todavía no existían los quioscos, es –si la memoria no traiciona a este crítico– una novedad absoluta para la historia del western y, en cualquier caso, un pretexto magnífico para aproximarse a la compleja y violenta realidad de un estado sudista como Texas, retratado aquí en 1870, cuando las cicatrices de la Guerra Civil y el sometimiento del estado al ejército de la Union todavía sangran en carne viva y están lejos de curarse.
Sin embargo, la película de Paul Greengrass (adaptación de la novela homónima de Paulette Jiles, 2016) no trata de esto. Su historia se centra en el itinerario que recorre Kyle Kidd, acompañado de Johanna (una niña blanca secuestrada por los kiowas y educada con ellos), para devolverla a sus tíos, puesto que sus padres fueron asesinados por los indios. Y sí, claro, ese camino es exactamente el inverso del que recorría el violento y xenófobo Ethan Edwards (John Wayne) en Centauros del desierto (1956; no por azar evocada de forma explícita en un plano del film), obsesionado allí por la búsqueda de su sobrina, igualmente secuestrada por los indios tras la masacre de su familia.
Johanna y Kyle Kid, una chica blanca convertida en india y un sudista transformado en sereno y pacífico humanista, son las dos caras de un mismo y convulso país. Los dos arrastran consigo la herida de una pérdida trágica, los dos han perdido sus raíces y los dos parecen vagar como almas desoladas en medio de un paisaje arrasado por la violencia.
Palpita en las imágenes del film el eco de un trasfondo histórico feroz (incluido el racismo de los emigrantes de origen alemán que empiezan a poblar el territorio), pero la tensión dramática nunca alcanza la densidad y la complejidad que encierra la situación, pues tanto el guion como la puesta en escena acaban por ceder –de manera complaciente– a un desenlace consolador (frente a la amargura doliente y pesimista del final de Centauros…) y a un sentimentalismo que asoma, incluso, cuando Kyle Kidd (cuyo semblante apacible oculta el dolor callado de una herida emocional, y ahí reside lo más interno y sugerente de su retrato) se queda a solas frente a la tumba de su esposa: un momento en el que el llanto de Tom Hanks (¡qué gran error…, del actor y del director a la vez!) nos devuelve –nuevamente– a la añorada memoria de John Ford y a sus memorables monólogos con las tumbas, cuyo estoico diapasón era ajeno a semejante concesión sentimental.
Con todo, Noticias del gran mundo consigue narrar de forma aseada y con ciertos aromas clásicos un viaje bajo el que resuenan también ecos de Valor de ley (Hathaway / Coen) y de Budd Boetticher (la secuencia del tiroteo en el paisaje pedregoso de montaña), pero al que le sobran –por completamente innecesarios– los planos aéreos tomados con drones (verdadero cáncer del cine actual), convertidos en un mero adorno en busca de ingenua espectacularidad.
¿Y que pinta, entonces, el trabajo de Kyle Kidd leyendo periódicos…? Pues poco, o prácticamente nada, pues esa actividad nunca se cruza ni se relaciona con la tensión dramática del viaje, salvo para insertar de vez en cuando algún breve paréntesis. Se desaprovecha así, ¡maldita sea!, el gran hallazgo de la historia, lo que no quita para que, pese a todo, estemos ante un western que consigue trazar un retrato vibrante, poliédrico y complejo del estado de Texas en un momento histórico crucial.
Fanny Lye Deliver’d (Thomas Clay). SEFF 2020 – Sección Oficial
Debería haberles comentado Fanny Lye Deliver’d en el segundo día de este festival que ya termina, pero las restricciones pandémicas me obligaron a cambiar mi orden de visionado. Ahora por fin la abordo, en la última crítica que voy a escribir desde Sevilla, y debo decirles que no hay mal que por bien no venga: no es una de las mejores películas de una sección oficial memorable, pero sí dice mucho tanto acerca del estilo de programación del certamen como sobre algunas de las cosas que están ocurriendo en el cine de ahora. Muchos pueden preguntarse qué sentido tiene hacer coincidir en una misma franja del festival películas, por un lado, como Dau. Natasha y Malmkrog, y otras, por ejemplo, como Borrar el historial y la propia Fanny Lye Deliver’d. Las primeras pertenecen a una tradición que tiene que ver con el cine de la modernidad, con la herencia de la cultura humanista (por llamarla de algún modo), y representan la culminación extrema de un cierto “arte y ensayo” que procede, por lo menos, de los años 60. Las segundas no se toman en serio ese legado y prefieren regresar al género, incluso a su lado más popular y desprestigiado. Al mismo tiempo, es innegable que hay festivales que nunca mezclarían esos dos estilos, y también que su presencia simultánea, por ejemplo, en Sevilla, acaba provocando desconcierto en determinado público y cierta crítica, lo cual a estas alturas no acabo de entender muy bien.
En el caso de la última película de Thomas Clay, autor también del guión y de la música, está muy claro que sus ascendentes se sitúan más del lado de Sergio Leone que en la estela de Carl T. Dreyer, por mucho que el argumento haga pensar en este último. Pues la historia de la Fanny del título (la esposa de un puritano inglés del siglo XVII obligada a enfrentarse a la tentación y el pecado representados por una pareja de fugitivos que acaban recalando en su granja) no transita nunca senderos que tengan que ver con los dilemas morales o religiosos, sino que prefiere el trazo grueso, la sangre e incluso a veces el gran guiñol. Hay primerísimos planos de rostros casi deformados por la excesiva proximidad del encuadre, e igualmente hay situaciones llevadas al límite, cuyo sentido del ritmo tiene que ver más con la brocha gorda que con el matiz. Es ahí donde Clay patina, pues incluso el exceso necesita siempre un equilibrio, algo que la película pierde en una segunda parte demasiado precipitada y efectista. Pero es ahí también donde Fanny Lye Deliver’d (que en el fondo muy bien podría haberse titulado Fanny Games, si es que quería jugar a fondo la carta de la caricatura) se muestra claramente como lo que es: un alocado pastiche, no solo de referencias, sino también de decisiones de puesta en escena, capaz de mezclar el western claustrofóbico y el historicismo británico, la parábola feminista y la fábula morbosa, la tradición y el revisionismo. Incluso la voz en off que cuenta la historia se sitúa en un futuro indefinido, como si a la película también le interesara interrogarse a sí misma sobre temporalidades narrativas que, por otra parte, esta sección oficial ha explorado igualmente en esas películas mencionadas que nada tienen que ver con esta, por lo menos en apariencia. ¿O es que ese tipo de divisiones ya no tiene ningún sentido? La respuesta, quizá, el año que viene. Si nos dejan y permiten.
Quo Vadis, Aida? (Jasmila Zbanic). SEFF 2020 – Sección Oficial
Con Quo Vadis, Aida?, Jasmila Zbanic continúa su particular exploración de la guerra de la ex Yugoslavia y sus consecuencias a través de una película sobria y escueta, pero también, en ocasiones, un tanto desorientada. Estamos en Srebrenica, en 1995, cuando las tropas serbias del general Mlàdic toman la ciudad y confinan a miles de personas con la promesa de evacuarlas. Todo el mundo sabe cómo terminó esta historia, por lo que no insistiré en ello. Prefiero decir que Zbanic contempla la situación desde dos puntos de vista: por un lado, intenta reconstruir los hechos con fidelidad no exenta de suspense, es decir, aunando realismo y cine bélico-político sin que le tiemble demasiado el pulso; por otro, sigue el rastro de su heroína, una traductora de la ONU empeñada en salvar a su familia contra viento y marea, en lo que quiere ser un retrato femenino lleno de matices y aristas.
El primero de esos puntos de vista es el más acertado, convierte la película en un relato hábil y a veces apasionante, siempre pudoroso y resistente a cualquier tipo de sensacionalismo, pero tiene el inconveniente de acudir en ocasiones a un cierto maniqueísmo. En cuanto a la protagonista, su lado oscuro y la culpa consiguiente apenas salen a la superficie, en beneficio de una concepción del personaje quizá demasiado monolítica, que la muestra siempre inmersa en un movimiento a veces excesivo, reforzado a su vez por la nerviosa performance de la actriz Jasna Djuricic. Se trata seguramente de un problema de tono, algo que persigue a Zbanic ya desde Grbavica (2006), que se alzó con el Oso de Oro en Berlín. Pero sobre todo estamos ante un juego a dos bandas muy típico de cierto cine de festival, que no quiere renunciar al rigor y el cuidado de la puesta en escena aunque a la vez se muestre decidido a buscar un público más amplio. Pues bien, no duden que, en este sentido, Quo Vadis, Aida? deja ver este debate en sus propias carnes con inusual crudeza.
Nueve Sevillas (Gonzalo García Pelayo). SEFF 2020 – Nuevas Olas No Ficción
La última película de Gonzalo García Pelayo, firmada al alimón con el inagotable investigador Pedro G. Romero, podría verse como una actualización filmográfica de la seminal Vivir en Sevilla (1978). En tanto versión extendida de aquella, Nueve Sevillas (2020) es un filme imbuido de un espíritu flâneur en el que figuras de la música como Javiera de la Fuente, Bobote, Rudolph Rostas, el poeta David Pielfort, la abogada Pastora Filigrana, la torera Vanesa Montoya, la actriz Rocío Montero y el propio García Pelayo ejercen como heterodoxos guías de viaje por una Sevilla infinita.
Sin embargo, esa concepción hedonista que del cine tiene el director de Manuela (1976) se reorganiza de una manera académica, como si el afán por categorizar, propio de quien, como Romero, se dedica al estudio, quisiera imponer cierto orden entre tanta dispersión. Habrá quien vea una colisión entre dos maneras de afrontar el ingente material recopilado y concluya que ese choque le resta brío al conjunto. Puede que no les falte razón, aunque quizá Nueve Sevillas demande una mirada menos tradicional o, como mínimo, menos preocupada por esa estructura capitular que los intertítulos quieren fijar. Sobre todo, porque estamos ante un filme rabiosamente imperfecto, que no solo descubre su propio artificio, sino que se siente orgulloso de mostrar sus errores como quien enseña una cicatriz de guerra (la toma falsa de la grabación del concierto de Rosalía, por ejemplo). Es pues, una película construida sobre la mecánica del ensayo-error, basada en la mezcla de materiales y de texturas, de archivo y de entrevista, de reflexiones profundas y actuaciones fugaces… ¿Que es una película inarmónica? Seguramente, como distintas son las sabidurías y las experiencias de la bailaora Yinka Esi y de Kiko Veneno (la gracia, el ardid, está en ver cómo a través del estudio y la indagación histórica unos y otros acaban conectando, flamenco mediante). La de García Pelayo y Pedro G. Romero es una Sevilla de una complejidad casi indescifrable que necesita de película-callejero por la que serpentean libremente el tratado musicológico, el ensayo humanista, el ejercicio metalingüístico, el alegato político y el verso libre, para hacerse mínima y placenteramente comprensible.
If It Were Love (Patric Chiha). SEFF 2020 – Nuevas Olas No Ficción
Los ensayos previos a la representación de la obra ‘Crowd’ de Gisèle Vienne constituyen el esqueleto dramático de esta endoscopia fílmica sobre el mundo de las artes escénicas que se alzó con el premio Teddy en la pasada edición de la Berlinale. El realizador austriaco Patric Chiha hace que la cámara se funda con los ritmos de la pieza (que reproduce el encuentro entre quince hombres y mujeres en una rave) y penetra, a través de distintas entrevistas rodadas entre bastidores, en la intimidad de los procesos creativos que directora y actores han de afrontar. La combinación de imágenes procedentes de los ensayos con las de sus declaraciones hacen que la biografía de los intérpretes se confunda, por momentos, con el papel que encarnan hasta borrar la línea que separa realidad y ficción. Del hipnotismo performativo se pasa a la colisión que experimentan los actores que, por ejemplo, han de interpretar a un neonazi que se siente atraído por otro hombre o a una joven cuyo deseo incontenible la hace volcarse sobre otros cuerpos. Chiha trabaja, valga la redundancia, sobre el movimiento corpóreo, pero también sobre como la clac actoral asume roles que se suponen alejados de su personalidad con los que, sin embargo, se acaban fusionando del mismo modo en que lo hacen la obra teatral y la parte testimonial, como si los cuerpos y las ideas fueran (o pudieran llegar a ser) la misma cosa.
Um Fio de Baba Escarlate (Carlos Conceicao). SEFF 2020 – Revoluciones Permanentes
Los defensores de ese puñado de películas que ayudaron a estamparle el sello de la dignidad a un subgénero tradicionalmente maltratado por la crítica como el giallo -sepan disculparme la generalización- insistieron (insistimos) en que el potencial de obras como Seis mujeres para el asesino (Mario Bava, 1964), Rojo oscuro (Dario Argento, 1975), La casa de las ventanas que rien (Puppi Avati, 1976) o Suspiria (Dario Argento, 1977) estaba en su capacidad para generar ideas (y despertar sensaciones) a partir de imágenes; digamos que su poder seductor emanaba de su forma y no de una dramaturgia deslavazada, la mayoría de las veces inconsistente y, sin embargo, irrelevante a la hora de valorar los méritos de aquellas obras. Valga esa introducción para presentar el segundo trabajo de Carlos Conceiçao, una hora de sentido homenaje al giallo que arranca con una cita de Ted Bundy y dos secuencias hermosas y terribles (un suicidio y un asesinato) en las que se nos presenta a un serial killer de irresistible atractivo -un Matthieu Charneau que se da un aire al James Franco de The Deuce– que, casualidades de la vida, se convierte en una estrella gracias a un video en YouTube, inicio de su perdición.
Como Cattet y Forzani o como Peter Strickland, el realizador luso se nos aparece, contra todo pronóstico después de Serpentário (2019), como un profundo conocedor de la tradición cuyo talento presta para: a) mantener el interés sin dejar de sorprendernos durante 60 minutos y sin utilizar un solo diálogo; b) construir una atmósfera irreal a partir de una marcadísima estetización que nos invita a dejarnos atrapar por sus imágenes; c) convertir una historia criminal en una (falsa) fábula redentora cargada de irreverencias -hacer de Ted Bundy un Jesucristo- y poniendo en evidencia unos cuantos tabús.
Como ya sucedía con El prófugo (Natalia Meta, 2020), nos encontramos ante una película subyugadora, en la que ni el guion ni los gozosos homenajes (desde los autores trasalpinos citados al Hitchcock de La ventana indiscreta, pasando por el Raoul Walsh de Los violentos años 20) importan tanto como la sibilina transgresión en la que nos involucra Carlos Conceiçao.
Pa’tras ni pa’tomar impulso (Lupe Pérez García). SEFF 2020 – Nuevas Olas
Existe el peligro de intentar clasificar, infructuosamente, el nuevo trabajo de Lupe Pérez García, tras su largometraje Antígona desaparecida. Una cinta cuya máxima cualidad es, tanto su honestidad y transparencia (esta última solo en apariencia) como el desconcierto que provoca adentrarse y encorsetar y encuadrar un trabajo que se mueve entre la fina línea que define lo que es recreación y lo que es una representación directa y sin ambajes de lo filmado. Pa’tras ni pa’tomar impulso es de nuevo un relato en femenino, de pérdidas y esperanzas, de empoderamiento personal que oscila entre el kitsch bañado en imágenes religiosas y el folklore entre dos tierras y dos culturas tan aparentemente diferentes como extrañamente complementarias. La particular mirada de Lupe Pérez García -sustentada en la intensa presencia de la bailadora cordobesa Carmen Mesa en su periplo argentino y andino- es transmitido a partir de unas imágenes tan aparentemente sustraídas de capas, cuyo vaciado aporta las claves para su resignificación. Todo a partir de un particular road trip, tanto interno como externo, donde las vivencias personales, sentimentales y familiares de Carmen Mesa, que fusionan realidad y ficción y cuyos límites se difuminan entre los planos.
Todo ello construido a partir de la fusión y el ensamblaje de formatos, dispositivos, tonos y estilos que parecen contrarrestarse los unos con los otros. Así, la obra se mueve entre el documento testimonial filmado desde la mirada más objetiva y corporativa, pasando por insertos del pasado reciente de la protagonista -reconstruidos con una propensión hacia la nostalgia fou contagiada por el tamiz de los recuerdos de lo perdido- o la sublimación estilizada y magnificada del relato emocional y sentimental. Diferentes capas de realidad y representación que se superponen y yuoxtaponen unas encima de otras, fusionándose finalmente sin aristas aparentes, gracias a una protagonista que al igual que el objetivo y la mirada de Pérez García, actúa como el vórtice que permite que la obra oscile y se tambalee, sin caerse, entre el documental y lo ficcional.
Honey Cigar (Kamir Aïnouz). SEFF 2020 – Nuevas Olas
Con el trasfondo del avance del islamismo integrista en la Argelia de principios de la década de los 90, el primer trabajo como realizadora de la guionista Kamir Ainouz -autora del libreto de la película LOL- se centra en dos aspectos tan complementarios para el desarrollo de la cinta, como ligeramente desequilibrados en la estructura de la misma. En primer lugar, el despertar sexual de una joven adolescente de 17 años, nacida en Francia pero hija de inmigrantes argelinos. Un matrimonio que se debate entre la aparente occidentalización burguesa en un barrio parisino y la losa de la tradición patriarcal proveniente de su país de origen. Un conflicto que se dirige y salta en mil pedazos cuando Selma, la protagonista, debe confrontar su deseo latente con las restricciones de un entorno autoritario y asfixiante.
Así, bajo la mirada de Kamir Ainouz, Selma se debate entre dos mundos donde no encaja y el objetivo de la cámara y la posición de la protagonista en el encuadre realza dicho sentimiento interior. Situada siempre en un nivel ligeramente inferior que la figura paterna -al igual que su madre- a partir de un suave y sutil contrapicado que potencia lo sugerido y define la jerarquía del pater familias; o la desaparición dentro los planos generales de la propia Selma, ahogada tanto en el interior de una familia y un entorno social familiar que la enjaula y aprisiona, como entre sus compañeros de universidad, donde el machismo de sus miembros masculinos, oculto tras una máscara de libertad políticamente incorrecta, la lleva a desvanecerse dentro del grupo y los planos que comparten. Selma solo es verdaderamente libre cuando se encuentra sola con sus pulsiones y deseos, y así lo refleja Karim Ainouz con primeros planos de su rostro que permiten vislumbrar todos los cambios que ocurren en el interior de la protagonista. Cambios, algunos verdaderamente dramáticos, que Ainouz sabe relatar evitando tremendismos sensacionalistas que permiten la evolución y la madurez de su personaje principal que, al liberarse de la tradición ancestral y consciente de su identidad femenina, reclama su posición predominante y su lugar en el mundo, como atestiguan las imágenes de la secuencia con las que concluye el filme.
An Unusual Summer (Kamal Aljafari). SEFF 2020 – Revoluciones Permanentes
A priori, uno no piensa en una cámara de vigilancia como el dispositivo más idóneo para transmitir retazos de memoria íntima, de recuerdos preñados de emoción. Es, más bien, un notario frío que, impertérrito, registra desde la asepsia del plano general -de un plano general, en este caso, nevado de píxeles y barrido por ventiscas de ruidos visuales- una realidad casi siempre monótona. La humilde cámara que el padre de Kamal Alfjari colocó para supervisar el improvisado aparcamiento habilitado frente a su casa, situada en el gueto palestino de la ciudad israelí de Ramla, para descubrir al vándalo que, cada poco tiempo, le rompía los cristales del coche, es, a la vez, máquina del tiempo, lupa sociológica y álbum de fotos viejas.
El realizador palestino revisa aleatoriamente las cintas que grabaron lo ocurrido a lo largo de aquella semana de julio de 2006 en la que su padre se hartó de que le reventaran su vehículo y ese repaso, que prescinde del orden cronológico y se apoya en intertítulos y en una muy puntual voz en off, describe las rutinas de barrio asolado por la precariedad, con la violencia siempre al acecho, o las relaciones intrafamiliares sin que dejemos de estar viendo un parquin que provocaría severos ataques de ansiedad hasta en el menos exigente de los paisajistas. Aljafari, además, filma sobre esas imágenes cuando quiere romper con la dictadura que le impone el plano fijo de la cámara de vigilancia y tiene interés por seguir a determinado vecino o por destacar elementos que solo aparecen con la reducción de la escala. Ese pasar de la cámara sobre las viejas imágenes adquiere la calidez de una caricia, como si la lente fuera la palma de una mano que intenta rozar un pasado en el que sus seres queridos estaban vivos y aquella higuera enorme que rapiñaba durante los veranos se mantenía incólume y rebosante. An Unusual Summer, con su textura burda, su ¿narración? espasmódica y sus sorprendentes arrebatos musicales consigue que una grabación doméstica alcance, por momentos, las cumbres del melodrama más depurado, que la emoción brote a contrapelo.
February (Kamen Kalev). SEFF 2020 – Sección Oficial
Tenía que llegar February, casi al final de este festival sevillano, para plantear de manera explícita una de las cuestiones fundamentales que ha sobrevolado su sección oficial: ¿qué es el tiempo ahora mismo para el cine, el tiempo que vivimos y el que hemos vivido? La respuesta no está clara, ni siquiera a estas alturas, pero la película de Kamen Kalev proporciona algún atisbo: crónica de una vida contada en tres momentos, de la infancia a la vejez, February no cree tanto en la cronología como en la simultaneidad. Y cuando, en su último segmento, una voz en off habla de nuestros ancestros como de un desfile de espectros que cada vez se van haciendo más indistinguibles, con sus rasgos que se confunden y superponen en nuestra memoria, sabemos ya a qué atenernos: no estamos ante una película sobre las distintas etapas de la vida, sino ante un ensayo acerca del tiempo en sí mismo y de nuestra condición de marionetas en sus manos.
La lectura más fácil diría que February es una oda panteísta, el elogio de un personaje que no concibe otra vida que aquella que transcurre junto a la naturaleza. Pero esa no es su decisión, sino su destino. El ritmo calmo de la narración, las elipsis gigantescas, los encuadres inmóviles y contemplativos, no son nada en comparación con una energía en principio invisible, que Kalev nos da a ver no se sabe muy bien de qué modo, como si el pastor protagonista obedeciera a un estoicismo irreversible: esa es la vida que tenía que vivir y ahí termina la historia. Por eso nunca hay explicaciones que valgan, ni siquiera las que pide el inquisitivo oficial que le toca en suerte en el servicio militar. Y por eso lo único que puede servir de consuelo es la libertad narrativa y conceptual de la película, que a medida que avanza va rompiendo con sus posibles referentes (digamos que un cierto cine del vacío y de la observación) para lanzarse a un abismo fascinante, que mezcla voces y tiempos, modos de filmar y de editar (Kalev es también guionista y montador), en lo que finalmente supone un absorbente, embriagador cuaderno de apuntes para un posible cine futuro.
Notturno (Gianfranco Rosi). SEFF 2020 – Sección Oficial
Para algunos uno de los máximos representantes actuales del cine político italiano, para otros un esteta reconvertido en impostado analista de cierta realidad contemporánea, Gianfranco Rosi es uno de los cineastas más controvertidos del momento. Su última película, Notturno, triunfó en el último Festival de Venecia y ahora llega a Sevilla como representante, en la sección oficial, de una determinada “no ficción” que empieza a dar muestras de cansancio. ¿Y qué hace Rosi al respecto? Pues llevar al límite sus métodos, poniéndolos en práctica en filmaciones efectuadas durante tres años en las fronteras entre Irak, Kurdistán, Siria y Líbano. Paradójicamente, su película tiene mucho más interés cuando actúa desde la distancia, cuando Rosi reconoce su papel de observador lejano, que cuando se acerca a ese universo con la intención de escrutarlo de cerca. Pues es en aquellos momentos de pudor cuando Notturno hace honor a su título: una colección de imágenes sobre el desarraigo que terminan componiendo una delicada pieza de inspiración musical, decantada al ritmo del montaje.
Hay una escena decisiva que, por lo menos en el caso de este crítico, supone un punto de no retorno al respecto. Un grupo de niños se enfrentan a una psicóloga y le cuentan sus pavorosas experiencias en contextos bélicos siempre relacionados con el Estado Islámico. La cámara los filma a veces en primer plano, enseña sus dibujos, muestra ese miedo que no los abandona, y el espectador se pregunta si era necesaria tanta intimidad con el horror. En cambio, en otros instantes Rosi sabe observar siluetas que se mueven en la noche, ciudades mal iluminadas, caminos polvorientos, inquietantes puntos fronterizos, que se convierten para él en emblemas de la inquietud y el temor, metáforas de una geografía condenada a un estado de excepción perpetuo. Pues bien, es a través de ese objetivo quizá indiscreto pero también certero cuando Notturno llega a ser lo que debería durante todo su metraje: un universo en sí mismo donde el tiempo se suspende y el espacio se revela la única vara de medir un universo que parece eternamente desestabilizado.