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Amparo, la madre que intenta recuperar a su hijo, en manos del ejército. Elías, el hijo de Amparo. Medellín, Colombia, años noventa. Temporada de reclutamiento de críos para la guerra y de violaciones de madres solteras. El primer largometraje de Simón Mesa Soto compone un retrato del terror de la realidad social de Colombia, donde hay que pagar, y no precisamente con moneda de curso legal, por la vida de un hijo. La cámara sigue a Amparo, interpretada por Sandra Melissa Torres, y apenas abandona su espacio para visitar el de su hijo mientras se encuentran separados. Con un rostro impenetrable que apenas muestra un par de emociones a lo largo de la película, arrastra la resignación de una mujer que no vale nada y sabe que al final del camino solo hay una solución: la de las pobres que habitan un mundo de hombres sin escrúpulos. Y que el único control que tiene es elegir al verdugo. Amparo habla de maternidad, de la corrupción del ejército, de la situación de inseguridad en la que viven las mujeres pobres y de los tres grandes delitos de la mujer: estar sola, haberse divorciado y tener hijos de padres diferentes. El director colombiano se vale de la ausencia del juego del plano–contraplano para evidenciar la separación entre el mundo de los hombres (el del todo vale) y el de las mujeres (el del nada vale) y aumentar la claustrofobia y la percepción de la soledad en la que se encuentra la madre. Una puesta en escena fría y desnuda, sin melodramas, solo una lágrima que cae lentamente. Siempre.