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Entrevista Paul Urkijo Alijo (versión ampliada de Caimán CdC nº 175)
Irati aborda un género tan poco transitado en el cine español como es el de espada y brujería… Este es un género que me encanta. Para mí el fantástico es uno de los géneros más poderosos que existen, porque tiene la capacidad de generar situaciones absolutamente surrealistas y diferentes. Te da una enorme libertad creativa. De hecho, las primeras películas que se hicieron (Méliès, Segundo de Chomón…) eran pura fantasía. Los relatos más antiguos están llenos de criaturas mitológicas, de magia… y siguen vigentes hoy en día, y son tan poderosos porque precisamente toda esa iconografía, ese simbolismo, representa los sueños, los temores y los deseos de los seres humanos. Yo crecí con el género de espada y brujería. Recuerdo películas como Conan el bárbaro (John Milius, 1982), o Excalibur de John Boorman (1981). Aquí también tenemos un compendio de mitos y de historias, de leyendas muy poderosas, y esas son las que siempre he querido contar. De alguna manera, tanto en Errementari como en Irati básicamente he hecho lo que me gusta, sin pensar demasiado en referentes.
¿Cuáles fueron los principales retos al adaptar El ciclo de Irati a la pantalla? El cómic original tiene un tono juvenil que recuerda a álbumes franceses como Perceván o La búsqueda del pájaro del tiempo. Son cómics de aventuras juveniles, con monstruos, donde la mitología está presente. El ciclo de Irati bebía de una fuente original que es la mitología vasca del siglo VIII. Siempre he querido retratar esa época; hacer una película sobre mitología hablando de ese panteón, de esas deidades que van desapareciendo cuando llegan otras religiones hegemónicas que van aplastando todo. Al plantearme la adaptación, me di cuenta de que lo que me interesaba en realidad era esa fuente original de la que bebe el cómic. Así que utilicé a sus personajes principales (Eneko, ese caudillo del valle, que se dice que fue el rey de Pamplona; e Irati, una mujer pagana de la zona vinculada a ese mundo arcano de la mitología), y con ellos acudí a esa fuente original. Uno de los elementos más hermosos de la mitología vasca es Mari, la diosa suprema de ese panteón. Aquí no hay un Zeus, la diosa suprema es la madre tierra. Para mí este elemento era lo más importante de todo, y por eso al final modifiqué tanto. Luego añadí cosas históricas que no salen en el cómic, como la batalla de Roncesvalles, los vínculos con las familias medievales musulmanas que había por la zona de Tudela… Al final el cómic ha sido un vehículo para adaptar esas leyendas de la mitología.
La película se cierra con una frase que aparece al comienzo del cómic: “Todo lo que tiene nombre existe”. Esto remite a una idea muy presente en la fantasía anglosajona de autores como Ursula K. Le Guin o Neil Gaiman, que es la reivindicación del poder de la palabra… En las tradiciones rurales siempre se ha dicho que la palabra tiene poder: cuando maldices a alguien lo tienes que decir. El hechizo implica verbalizar, estructurar esa magia… Es algo común en todas las leyendas vascas. Barandiarán era un sacerdote antropólogo que a principios del siglo veinte se dedicó a ir de pueblo en pueblo para recoger las leyendas orales. A día de hoy permanecen catalogadas en unos volúmenes que contienen todas esas historias. Él mismo se dio cuenta de que las diferentes historias que había en toda la zona del País Vasco se habían mantenido a través del euskera y tenían conexiones por todas partes. Era como una especie de panteón que siempre ha estado en esos cuentos, que aunque nunca se habían aunado, coincidían. Aunque los nombres se deformaban un poco, estaban ahí, había una red. La frase, entonces, hace referencia a que todas esas deidades siguen existiendo si las nombramos. Las preservamos, a pesar de que lleguen religiones hegemónicas que van absorbiendo, sincretizando, engullendo y transformando todo lo demás. Podemos hacer el símil con las corporaciones actuales y cómo van absorbiendo todo y, en especial, la naturaleza. Si le damos nombre a la propia naturaleza le damos identidad y la respetamos como un ser. Y la película habla de esa preservación de la naturaleza, de las costumbres, de las tradiciones y de esas deidades mitológicas.
Esas ideas ecologistas están expresadas en elementos como el fuego, la lluvia… ¿Considera que esta es una película simbólica? Por supuesto, la película está llena de símbolos visuales, cierto realismo mágico… Las deidades mitológicas están representadas en todos esos fenómenos naturales. En aquel entonces eran formas de entender y de expresar esos fenómenos naturales. Para mí era muy importante que esas diferentes formas de representación estuvieran en la película.
El trabajo con la fotografía es esencial en su cine. Y tiene una importancia especial en lo que respecta al acercamiento al género, al componer una iluminación estilizada para adentrarse en un mundo con componentes fantásticos. ¿Cómo abordó el aspecto lumínico de la película? Desde mis primeros cortometrajes trabajo con Gorka Gómez, con quien me entiendo muy bien. Aquí teníamos muy claro que queríamos que el golpe visual fuera muy naturalista, porque la naturaleza tenía que tener ese protagonismo. Hemos ido a rodar a sitios naturales con iluminaciones que son el reflejo de esas deidades mitológicas: Basajaun es el bosque, Mari vive en las cuevas, las lamias en los ríos… Queríamos ese aspecto naturalista, pero a la vez con un punto expresionista, a contraluz, muy pictórico. También muy romántico, con esa bruma… Rodamos con luz natural prácticamente el ochenta por ciento de la película. Planificamos siempre en base a la dirección del sol. Hay planos que imagino como cuadros, e intento rescatar esas imágenes arquetípicas del imaginario colectivo: una lamia con un caballero en el río, Mari en la cueva, un cíclope en la oscuridad… Me alimento de estas imágenes icónicas y a la vez les rindo homenaje. En Irati he intentado ser lo más orgánico posible a la hora de planificar, que sea la propia naturaleza la que me diga hacia dónde filmar el plano.
Como ocurría en Errementari, un elemento central de la cinta tiene que ver con la religión, en este caso el conflicto entre el cristianismo y las religiones paganas. Algo así como el eterno conflicto entre tradición y modernidad… Más bien son diferentes formas de ver el mundo. La modernidad no quiere decir que se deba olvidar la tradición. El problema de ciertos movimientos modernistas es su visión antropocentrista, donde los seres humanos somos lo más importante y todo lo demás tiene que estar a nuestra merced. Por poner un ejemplo: los héroes de ciertas religiones lo que necesitan es estar por encima de todo y esa es la visión del capitalismo hoy en día. Hoy el Olimpo es Wall Street, grandes cosas verticales que se elevan al cielo. Si estás en la planta de arriba eres el más importante. Lo contrario a eso sería algo comunitario donde todo el mundo fuera igual. Para mí, más que tradición y modernidad la película habla de ese tipo de dualidades: entre lo vertical y lo horizontal, lo racional y lo visceral, lo patriarcal y lo matriarcal, lo telúrico y lo apolíneo, lo apolíneo y lo dionisíaco.
Hay una cuestión que está siempre presente en su cine, ya desde sus cortometrajes: los verdaderos monstruos no son seres fantásticos, sino que vienen del mundo humano. Eso está también en Irati… A mí me gusta hacer cine de monstruos precisamente porque me gusta hablar sobre el prejuicio que tenemos hacia lo que pensamos que es extraño, lo diferente. Los monstruos nos parecen feos y les adjudicamos el mal. Y no es así. Siempre trato de dignificar a las criaturas extrañas, y sí que es verdad que en todo lo contrario, en lo estructural, en lo que se supone normal es donde yo veo los monstruos de verdad.
Cristina Aparicio
Entrevista realizada el 16 de enero de 2023, en el
Gran Hotel Conde Duque, Madrid.
Nagisa (Takeshi Kogahara). San Sebastián 2022 – Nuevos Directores
En Nagisa la ruptura del estatismo, uno de los elementos en los que se fundamenta su puesta en escena, se produce de forma abrupta. Un accidente, un golpe o una suerte de impacto durante un trayecto en coche provoca que uno de los pasajeros termine fuera del vehículo. La escena, que se desarrolla inmersa en el contraste de luz y sombra que producen los faros del túnel por el que pasan los personajes, resulta tan ambigua como inquietante. Es a partir de este momento cuando aparecen los primeros flashbacks, que serán una constante dentro de la narración. Pero también es cuando se producirá ese cambio formal: la cámara se libera de su quietud siguiendo los pasos de ese joven caído que comienza a deambular por el túnel.
Para Takeshi Kogahara esta es la entrada en el purgatorio. El cineasta planifica este incidente desde el desconcierto y desde la posibilidad de estar ante un fallecimiento. Por eso, cuando el joven se levanta y comienza a caminar, lo hace de manera ortopédica, casi quebrado e iluminado únicamente por una intensa luz roja (única referencia visual dentro del túnel). Hay en este lugar una fuerza gravitatoria, un anclaje al que vuelven los personajes una y otra vez. Figuras fantasmagóricas que caminan medio vivas, medio muertas en busca de expiación, a modo de penitencia. Nagisa resulta ser un galimatías temporal de imágenes crípticas que ofrece pocos asideros, una historia de culpas que navega la realidad a tientas. Porque las verdades terribles suelen esconderse en lo más oscuro, en los agujeros negros que se crean dentro del plano, en las zonas a las que no llegan ni siquiera los destellos de las luces rojas.
Cristina Aparicio
Garbura (Josip Žuvan). San Sebastián 2022 – Nuevos Directores
Poco puede argumentarse a favor de ser cruel con un niño, y mucho menos si esta crueldad es motivada por cuestiones de adultos. En la ópera prima de Josip Žuvan, los niños se presentan como las víctimas cruzadas del odio de los mayores. Este relato podría introducirse como ya lo hiciera Shakespeare en una de sus más famosas obras, aludiendo a los viejos odios de dos familias enfrentadas. Garbura es una de esas historias donde los conflictos se heredan, hasta el punto de condicionar las relaciones entre dos familias vecinas cuyas casas están separadas por una carretera sin asfaltar. Tres generaciones conviven en los dos hogares en los que, a pesar de sentirse tan diferentes los unos de los otros, parecen regir unas dinámicas familiares muy similares.
Desde la perspectiva de los niños, Žuvan compone una fábula, con moraleja incluida, sobre la forma en que el odio se filtra en el organismo. Tóxico, solo perceptible con el paso del tiempo, el odio va conquistando los territorios reservados para la inocencia. El moho que va apareciendo en una de las casas, y que tanto preocupa a la madre de Nikola, es la metáfora idónea de ese proceso sutil en el que esos niños están inmersos. La violencia (de los videojuegos, del lenguaje empleado para referirse a ellos, en la brusquedad de las formas con que se relacionan padres e hijos) es una constante en el entorno, y tiene su mayor exponente en la figura de los más ancianos, los que arrastran más rencores y tienen menos capacidad de diálogo. Pero el símbolo por excelencia sobre el que se edifica Garbura es el carburo que da título al film, el mineral que utilizan los niños como explosivo. Aunque para ellos es solo un juego que graban en vídeo (los móviles están presentes durante todo el metraje, muchas veces como elemento disruptivo de los momentos familiares), a un nivel más abstracto es también la prueba irrefutable de que aquello susceptible de implosionar (el carácter, las mentiras, la inocencia), en realidad, potencialmente siempre está haciéndolo.
Cristina Aparicio
On Either Sides of the Pond (Parth Saurabh). San Sebastián 2022 – Nuevos Directores
En On Either Sides of the Pond, los personajes ocupan la parte inferior del plano, la zona que queda debajo de una invisible línea horizontal que parte en dos la imagen. El encuadre se convierte así en un acto político, en una acción de resistencia al situar en él a aquellos que parecen estar siendo expulsados de su propia realidad, y que se aferran a reivindicar su espacio, a seguir siendo visibles, a seguir formando parte de su propio contexto. El espacio es fundamental en la ópera prima de Parth Saurabh, un tratado sobre la relación entre el ser humano y su entorno, sobre la huella, el indicio de que la vida ha sucedido. Los edificios, habitados y fantasmales a la vez, manifiestan un claro signo de deterioro (de inundación, de incendio, de abandono, de silencio), ruinas que se mantienen en pie para albergar un presente en construcción. Y en este contexto, una joven pareja. Su presencia en pantalla siempre será lo que prevalezca: el fondo, desenfocado la mayor parte del tiempo, brinda un marco con el que retratar a estos jóvenes, una cuestión que formalmente el cineasta resuelve con la arquitectura (los perfiles de las ventanas o los dinteles de las puertas), pero también con los objetos.
Pausada, contemplativa y serena, On Either Sides of the Pond inhala y exhala lentamente, avanzando con cada plano hacia su propia extinción. Porque esta es también la historia de una ruptura. Una forma de desligarse de aquello que aprisiona el espíritu y somete voluntades. Una película sobre el espacio, que encajona dentro del plano, donde el formato cuadrado favorece esa asfixia que a veces es difícil de identificar. Saurabh maneja los tiempos con mucha precisión, sin caer en la tentación de acelerar en la resolución o sobreexplicar nada. Todo en la película señala hacia una misma dirección: los encuadres y el estatismo de las imágenes; el juego de verticales y horizontales que ostenta cada miembro de la pareja dentro de la composición… En definitiva, una cinta elocuente en lo visual cuyas imágenes respiran cine continuamente.
Cristina Aparicio
A los libros y a las mujeres canto (María Elorza). San Sebastián 2022 – Nuevos Directores
Decía Agnès Varda que ser cineasta es ser espigador, es recoger pequeños pedazos de lo real que, tras pasar por cámara y montaje, están listos para ofrecer un nuevo sentido. Así podría entenderse el cine de María Elorza, como el resultado de un proceso de recolección donde la materia prima es el entorno de la propia realizadora. Y las historias. Porque Elorza es recolectora de historias. Uno de los rasgos principales de su cine es su capacidad de escucha: sus películas son el relato cinematográfico, documental y personal de mujeres que comparten las anécdotas de su vida. En Ancora Lucciole (2018), a partir de los recuerdos de su abuela, quien rememora la casi desaparecida figura de las luciérnagas, permitía componer un relato poético donde las hermosas imágenes se impregnaban de la nostalgia de las palabras. En Gure Hormek (2016), Elorza y Maider Fernández recorren las grietas, marcas y demás signos de vida de las paredes de los hogares de sus madres, acompañados del relato oral de sus progenitoras.
En A los libros y a las mujeres canto, Elorza continúa ejerciendo esa labor de espigadora. Detrás de cada libro, de cada estantería y biblioteca hay una historia y cada una de ellas contiene un trocito de realidad. La cinta, que adopta una estructura episódica en tres capítulos, tiene como protagonistas a otras tantas mujeres que comparten ante la cámara su relación con los libros: relatos que se alejan en mayor o menor medida de estos objetos al centrar sus recuerdos en todo aquello que, de alguna manera, se relaciona con ellos indirectamente. De sus palabras surgen reflexiones audaces, advertencias o alegatos en defensa de la cultura, a la vez que cobra forma un hermoso ejercicio de reconstrucción fílmica con las imágenes de archivo que la cineasta va entretejiendo. El cine es para Elorza la manera de recolectar vida, de cristalizar identidades. Es la forma de hacer excepcional lo cotidiano, y donde el pasado, el de cada uno, se hace presente.
Cristina Aparicio
Somos la cultura que nos alimenta. Estamos hechos tanto de las películas que vemos como de la música que nos duele y, por supuesto, de los libros que conforman nuestra biblioteca personal. El primer largometraje de María Elorza equivale a la imagen mental de un sentir. De estilo documental y ánimo de ensayo casi psicológico, A los libros y a las mujeres canto es a veces la representación abstracta de esa idea de que también, artísticamente hablando, somos lo que comemos.
Diferentes testimonios de mujeres, de enorme personalidad bajo los ojos de Elorza, van contando a cámara cuestiones y anécdotas relacionadas sobre todo con sus libros. En una oda a la bibliofilia Elorza filma estanterías, papeles, legajos, libros de bolsillo, volúmenes enormes y otros minúsculos que se abrazan en la estantería de la particular Biblioteca de Alejandría de cada propietaria. Todas esas imágenes se mezclan con fotos y objetos personales de las entrevistadas, fragmentos de algunas películas, carteles, imágenes de cuadros o cualquier otra cosa que tenga que ver con la narración en voz en off que conduce todo el conjunto. Un conjunto que por el desarrollo de la cinta pareciera surgirle a Elorza de una paradójica anécdota convertida en sonriente pregunta con la que arrancar su metraje. Esta es: ¿podríamos morir sepultados por nuestra propia biblioteca? De ser así quizás cerrarías los ojos casi con felicidad, parece decir Elorza, que inicia su cinta justo con este guiño en forma de natural y descontracturada entrevista casera a una madre y una hija.
¿Qué importa entender o no una película? Con su exposición Elorza habla de que el cine no hay que descodificarlo o tratarlo como si fuera una fórmula matemática preocupada por una narrativa lineal de formas fáciles. El cine simplemente hay que verlo o sentirlo. A los libros y a las mujeres canto es algo más de sesenta minutos de mirada íntima con la única pretensión de mostrar lo que para Elorza significa el cine: el traslado de una vibración a la pantalla.
Raquel Loredo
Carbon (Ion Borș). San Sebastián 2022 – Nuevos Directores
Mientras en Moldavia todos se preparan para la transición, dos hombres intentan dar sepultura a un cadáver calcinado que han encontrado en mitad del campo. Tan absurdo como entrañable, este noble gesto es el eje central de Carbon, la opera prima de Ion Borș, una sátira política donde rigen los parámetros del absurdo. Pero, ¿a qué bando pertenece este muerto? ¿Quién debe reclamar este cuerpo y dar descanso a su alma? Aclarar la identidad del fallecido es situarlo a uno u otro lado de la línea que divide el país, una misión imposible en la que terminan involucrados los estratos más locales de la iglesia, la seguridad, la política, el ejército y la ciudadanía.
Desde los primeros instantes del film, se instala una especie de extrañamiento que parte de la música: a las imágenes del noticiero, de la población recuperando su rutina y del ejército separatista en pleno rearme, se superpone una banda sonora más propia de un film de acción, ligero, desenfadado y algo rocambolesco. Surge así la primera de las disonancias y una de las claves de una película que sabe hacer del humor una de sus mayores virtudes. El movimiento de los personajes dentro del plano o la ironía que conlleva el cambio de gobierno (de banderas, de cargos, de funcionarios) son la esencia de unos gags visuales que frenan la narración, en el mejor de los sentidos, cuando esta adquiere un ritmo frenético en su último tramo. Pero cuando la película muta de género y se transforma en una cinta de gánsteres, su punto álgido se sitúa en el anticlímax que precede al final. Se trata del momento en el que prevalece lo humano por encima de lo heroico.
Cristina Aparicio
Carbon es una lúcida comedia berlanguiana que critica el sinsentido de las guerras y carga contra la sangrante corrupción de todo estamento cercano a cualquier forma de poder. Un hilarante argumento, desarrollado en un guion de fina ironía sienta las bases del gran acierto de la ácida ópera prima del moldavo Ion Borș. Pero antes de hablar de la cinta hay que entrar en antecedentes: a principios de los noventa, tras la inmediata descomposición de la Unión Soviética y del bloque socialista, Moldavia tiene claro que comenzará su independencia y con ello una nueva etapa histórica. La película de Borș se ambienta en este momento y justo en la zona de Transnistria, clave fronteriza desde tiempos del Imperio Ruso y Otomano, constituida siempre como terreno a disputar por todos sus vecinos colindantes. Dicho esto, vayamos ya al argumento, muy importante como hilo conductor de la crítica de Borș: la historia comienza con un tractorista que inicia un viaje, de repentino patriotismo y urgencia, para alistarse en el ejército (el nuevo gobierno ha prometido conceder pisos a los soldados). Este tractorista pronto se une a un veterano de la guerra de Afganistán. Y enseguida y por azar, ambos se topan con el elemento que da título al film: los restos del torso carbonizado de un cadáver imposible de reconocer y al que el veterano de guerra se niega a abandonar. A partir de ahí el periplo consiste en conseguir dar digna sepultura al fallecido. Pero para ello tendrán que pedir colaboración al cura que colabora con delincuentes, al alcalde que esta organizando su fiesta de la independencia (con el problema de no saber ya ni qué canciones son las patrióticas ahora) y al policía del pueblo, preocupado únicamente porque en dos días tiene que ir a una boda.
Desarrollando a través del humor una feroz crítica al sistema y a lo poco que importan (y para qué se usan) los muertos en los conflictos, Borș muestra cómo unos y otros se pasan la pelota o no y transforman la versión de quién era en realidad el carbonizado en función de sus intereses. La película sigue al tractorista y al veterano que, al igual que los personajes de Uderzo y Goscinny cuando entran en la ‘casa que enloquece’ de Las doce pruebas de Astérix (1976), van de un lugar a otro en crítica de la burocracia y enrevesando cada vez más la situación.
Con el mismo espíritu que aquel monólogo de Gila en el que preguntaba por el enemigo (en la cinta hay un momento casi idéntico, teléfono incluido), el cineasta debutante construye un monumento al soldado desconocido que es reflejo de la vieja historia de opresión al pueblo llano, exprimido siempre por los de arriba.
Raquel Loredo
Something You Said Last Night (Luis De Filippis). San Sebastian 2022 – Nuevos Directores
Renata se ha recluido en un mundo aparte. En un espacio reservado, íntimo, sincero. A veces da la sensación de que la rodea una membrana transparente que la separa de los demás, de su familia. En Something You Said Last Night existen dos dimensiones que ocupan siempre el mismo espacio: aquella en la que se esconde la protagonista, por un lado, y en la que se encuentran sus padres y su hermana, por otro. A pesar de la dificultad que pueda suponer esta improbable maniobra visual de carácter espaciotemporal, Luis De Filippis lo simplifica a partir de la puesta en escena: al fondo, desenfocados o directamente fuera de campo, quedan los familiares de Renata mientras que la cámara se ancla a ella y la sigue en su continuo deambular en busca de lo más aislado. Las discusiones o las risas se cuelan en el plano, la vida sucede pero Renata no forma parte de ella. O al menos no de forma activa. Ahí están ellos, siempre. Se cuelan por todas partes. Pero la cámara no pierde de vista a esta joven que necesita ser vista, que necesita más que las miradas que le devuelven los múltiples espejos en los que se mira.
A pesar de esta premisa, Something Said Last Night es un reencuentro, una reconciliación. Las vacaciones se convierten en la oportunidad de sanar, para afrontar (sin exceso de drama) aquello que la rutina va dejando oculto y sin resolver. De Filippis se aleja de las convenciones narrativas al no poner el foco de la historia en la problemática trans (eso forma parte del pasado de Renata), rehuyendo, una y otra vez, cualquier tendencia al paternalismo o la sobreprotección. Al finalizar la película, queda uno de los más hermosos ejercicios de honestidad fílmica, naturalista, desprejuiciado, valiente, lúcido. Una lección sobre la soledad y sus solitarios rincones.
Cristina Aparicio
Roleless (Masahiko, Yutaro, Kentaro). San Sebastián 2022 – Nuevos Directores
Qué distinta sería la vida si se pudiese disponer para su concepción de un equipo artístico y técnico. De un guionista que suprimiese diálogos o escribiera lúcidos discursos, un director que situase las elipsis pertinentes para evitar sufrimientos y un cámara siempre al tanto de esa presencia personal que de repente deja de ser invisible, transformándose en constatación material de su existencia. Porque la vida, seguramente, sería más emocionante si fuese una película. O al menos hay algo de esta tesis en Roleless / Miyamatsu to Yamashita, una obra que plantea interrogantes sobre la propia naturaleza fílmica desde sus primeros instantes.
Existe una voluntad consciente (cómica, inteligente y novedosa) de colocar al espectador en el desconcierto. Tanto es así que resulta imposible no intentar dar respuesta a lo que está sucediendo en pantalla, y que no es otra cosa que la sucesión de escenas de muerte (nada macabras) que experimenta una misma persona, que tras morir se levanta para caminar hasta su siguiente localización. ¿Se trata de algún tipo de actuación? Y si es así, ¿quién está mirando? Pero no estamos en el terreno de Holy Motors de Leos Carax, sino más bien en el del cortometraje de Toni Bestard Background, el romance en perspectiva forzada que abría una ventana al mundo de los figurantes, de aquellos individuos que están al fondo en las películas. Poco a poco, los realizadores van introduciendo más elementos del artificio (dentro del encuadre, con menos elipsis), hasta desvelar la verdadera naturaleza de lo que sucede y con ello, también, la triste historia que encierra el film. Los fragmentos de vida, aquí, son solo papeles vacíos que representar. Interpretar es mantenerse flotando de relato en relato, sin la necesidad de echar raíces. Interpretar es, aquí, un bálsamo para quien no guarda recuerdos y busca refugio en el lugar en el que nacen todas las historias.
Cristina Aparicio
“Una vez me mataron hasta cuatro veces en el mismo día”, confirma Miyamatsu. El protagonista de Roleless muere una y otra vez en pantalla en las más diversas situaciones. Inteligentemente filmada para confundir realidad con ficción, la película japonesa juega a barajar siempre la duda de si lo que está mostrando es algo que le ocurre realmente al protagonista o de si, en cambio, solo se trata de otra de sus escenas de rodaje como extra de cine. Roreless lo hace sin colocar en plano, ni una sola vez, a las cámaras y demás equipos de filmación de la ficción dentro de la ficción. Al mismo tiempo, la cinta lo hace manejándose con un equilibrado toque de ironía aséptica cargada de una sensación de soledad en compañía y de la agria y empática resignación de poso triste de su personaje principal.
Desde una puesta en escena pausada y de profunda melancolía, el primer largometraje de Masahiko Sato, Yutaro Seki y Kentaro Hirase va descubriendo el conflicto de falta de identidad de Miyamatsu: un operario de teleférico de mediana edad que trabaja como actor para huir de su problema de pérdida de memoria. Demostrando la fuerza del conocido recurso de la ausencia puntual de todo sonido, la película se abraza al silencio y con ello sube de nivel. Esto sucede en el momento clave de recuperación de la memoria de Miyamatsu. El personaje fuma de perfil con la mirada baja y perdida mientras el ambiente sonoro desaparece. A continuación, se sucede el flashback sin artificios que da luz al recuerdo que tanto tiempo había conseguido bloquear. Luego, volvemos a la imagen del fumador al que observamos mientras todo cobra sentido en su cabeza. Tan solo una escena antes de este instante crucial, de genuino parecido a la realidad psicológica humana, la película ya había expuesto su sencilla manera de expresar un recuerdo de esta misma forma: como esa imagen silente y fugaz que se entiende como entresacada directamente del cerebro de un personaje.
Roleless habla de trauma mientras construye tensión y palpitante ritmo interno sobre todo en sus planos estáticos. Poco tienen que decir los personajes que no se haya entendido ya con una imagen, con una sucesión de muertes fingidas o con una pareja de hermanos que se miran sin hablar.
Raquel Loredo
Chevalier Noir (Emad Aleebrahim Dehkordi). San Sebastián 2022 – Nuevos Directores
En una de las primeras escenas de Chevalier Noir, Iman, uno de los dos hermanos protagonistas, tiene un accidente de moto. Nada más montarse en ella, la cámara pasa a adoptar su punto de vista y subjetiviza el trayecto de este joven que está bajo los efectos de las drogas y el alcohol. Algo impacta contra él, y termina en el suelo. No será hasta que se acerque al pájaro moribundo causante del accidente cuando la cámara vuelva a su posición objetiva, justo a tiempo para mostrar cómo Iman recoge al animal y lo traslada a la cuneta. Hay películas que recurren a ciertos símbolos visuales, elementos que condensan un conflicto, una necesidad o una premonición, y que predisponen, sin revelar demasiado de la trama, lo que está a punto de suceder. Con esta inusual escena (que destaca dentro de una puesta en escena donde prevalece el plano secuencia y la cámara en mano muy próxima al cuerpo de los personajes), Emad Aleebrahim Dehkordi sitúa una marca dentro del relato. Aquí se anticipa un destino fatal, pero también se vislumbra un acto de bondad, de conciencia.
Chevalier Noir es un retrato de la juventud de Teherán, con sus claroscuros y contradicciones. Las panorámicas de la ciudad son el telón de fondo en la noche de Iman, quien de espaldas y en silencio observa sus casas, sus calles. No es casual que esa imagen se repita en varias ocasiones: aquí supura su soledad, su falta de horizonte, su complicada relación con su padre… En definitiva, un lugar en el que, a pesar de ofrecer tanto en contra, también ofrece la posibilidad de cambiar.
Cristina Aparicio
Ruido (Natalia Beristain). San Sebastián 2022 – Horizontes Latinos
“En México desaparecen y asesinan mujeres todos los días”. En el último tramo de Ruido, una mujer pronuncia estas palabras durante un clamoroso discurso en una manifestación. La cita, que remite directamente a un diálogo anterior del film, bien podría sacarse del entrecomillado, pues es uno de los secretos a voces más trascendentes del México actual. Con Ruido, Natalia Beristain aborda este tabú social, político e institucional que sufren tantas familias mexicanas. A partir de la búsqueda que emprende Julia de su hija desaparecida hace nueve meses, Beristain retrata la cultura del feminicidio en la que se encuentra sumida la sociedad del país. Desde la inoperancia policial y la incompetencia burocrática hasta llegar al crimen organizado, la película se dedica a hacer visible la corrupción sistémica a partir del rostro de quienes sufren sus consecuencias. Porque para humanizar un conflicto hace falta personalizarlo, incluso si este tiene un alcance universal.
En Ruido conviven dos emociones: por un lado la rabia, que rechina y aúlla con todas sus fuerzas y que se concreta en la figura de esta madre desesperada en mitad del desierto, imágenes que salpican toda la narración y que, a modo de insertos, rompen la continuidad de la historia. Por otro lado, la esperanza, que tiene su razón de ser en la resistencia. Ya sea desde la colectividad o a título personal, durante esta odisea Julia nunca estará sola, porque otras mujeres (sí, esta es una película sobre la sororidad) comparten su lucha (sí, esta es una película sobre la valentía). Así, Ruido es un film protesta, un ejercicio de reivindicación que utiliza la fuerza de las imágenes para combatir el dolor de las ausencias, del silencio, de la clandestinidad. El cine como luz, como búsqueda y, ante todo, como consuelo.
Cristina Aparicio
Fifi (Jeanne Aslan, Paul Saintillan). San Sebastián 2022 – Nuevos Directores
Hay películas cuyo funcionamiento recuerda al cauce de un río: se van construyendo a medida que avanzan, como si su naturaleza interna fuese la responsable de su evolución. Del mismo modo, podría argumentarse que también existen películas estacionales, encapsuladas en un período temporal concreto al que se circunscriben los acontecimientos. Y no es casual que sea el verano la época en que se ambientan muchas de estas historias, que a su vez se integran en el género conocido como de maduración o coming of age. Fifi encaja en esta clasificación, entre esos relatos que apuntan hacia un crecimiento que se extenderá más allá del metraje, una vez terminadas las vacaciones de verano, cuando se imponga la perspectiva de la distancia y el tiempo.
Pero lo que resulta verdaderamente relevante de la cinta dirigida por Jeanne Aslan y Paul Saintillan es su desarraigo, su interesante desligamiento de una corriente del cine francés donde, con frecuencia, el romance sucede demasiado deprisa, sin trabas morales o físicas. En Fifi, por el contrario, se impone la reflexión por encima del deseo, con personajes que colocan al otro por delante de uno mismo. Y, acostumbrados a esos otros relatos en los que el sexo es una primera toma de contacto, se respira aire nuevo en esta historia que prefiere la problemática familiar a la romántica. Aunque los adultos son los grandes ausentes del film, hay una concepción muy madura en la forma en que se relacionan los personajes. Sí, copian conductas (el alcohol o el tabaco) de sus mayores, pero en un gesto que responde más a la necesidad de sentir que han superado una etapa vital. Porque si hay un signo que evidencie la madurez es la capacidad para dejar de pensar en uno mismo para poder cuidar del otro.
Cristina Aparicio
Grand Marin (Dinara Drukarova). San Sebastián 2022 – Nuevos Directores
No es hasta la mitad de Grand Marin que la presencia continua de las gaviotas, con sus ralentíes al vuelo y la difuminación de su contorno, adquiere un sentido. Lili (la protagonista de esta historia, interpretada por la propia realizadora Dinara Drukarova) quiere ser libre. Quiere huir a un lugar alejado e inhóspito, a lo alto de una montaña para saltar desde allí, para volar. Pero su primer movimiento (o al menos así se puede interpretar esa llegada al pueblo pesquero en el Mar del Norte, como el primer destino en una huida hacia delante) al emprender una nueva vida, es buscar trabajo en un barco.
Siendo muy reduccionistas, podría decirse que Grand Marin es la historia (otra más) de una mujer en un mundo de hombres, pero Drukarova se aleja del cliché para adentrarse en el conflicto en el que Lili está sumida. Sin revelar nada de su pasado, evitando así la compasión o la justificación hacia esta mujer, la cineasta delimita el relato a ese punto de inflexión sin idealizar la nueva vida. La pesca (su funcionamiento, su logística) está filmada desde la mecánica, casi a modo de documental de fábrica, sin desviar la mirada del aspecto más sucio y visceral del proceso. En contraposición a esta crudeza, hay cierta belleza en los paisajes, sublimes, deshabitados, inmensos, y también imágenes que tienden a lo onírico (las gaviotas en alta mar, o Lili sobre un suelo de hielo en el que se filtra lo que podría ser sangre). Pero quizá la mayor contradicción de todas se encuentre en ese anhelo por volar y en la libertad que encuentra Lili en medio del mar. Agua y aire, pez y ave. Quizá se trate, entonces, de aprender a ser humano en un mundo libre.
Cristina Aparicio
Jeong-Sun (Jeong Ji-hye). San Sebastián 2022 – Nuevos Directores
La primera parte de Jeong-Sun responde al molde de un relato clásico de amor adolescente. Miradas cruzadas que se buscan entre la multitud, emocionantes citas furtivas en lugares apartados y la implacable sonrisa que se dibuja una y otra vez en los labios de los enamorados. Hay un hábil ingenio en la forma en que Jeong Ji-hye introduce este romance: al utilizar los códigos juveniles para mostrar el amor entre dos personas adultas, la cineasta universaliza el entramado emocional de una vivencia que no es exclusiva de una generación. Es por eso que esta primera mitad resulta, a simple vista, más convencional en sus formas e incluso en su discurso. Pero si algo caracteriza al flechazo juvenil es, ante todo, el tormento.
Abandonada su faceta de soledades encontradas, Jeong-Sun se torna más oscura en su segunda mitad, dejando al descubierto el verdadero conflicto sobre el que se edifica el relato: los desajustes vitales que se producen al envejecer en una sociedad que desacelera. O dicho de otro modo, cómo ser una mujer de más de cincuenta años y afrontar una realidad que fagocita a sus mayores. Así, lo que en un principio es resignación o conformismo se filma desde el estatismo de la cámara, asfixiando a los personajes dentro del plano; pero a medida que esta mujer pierde la estabilidad y se desmorona su mundo, la cámara adquiere un leve movimiento que delata la libertad que, en el fondo, acompaña a esta mala fortuna. Porque, mientras se mantengan los postulados caducos de cierto amor romántico, no será posible empoderarse y superar sus ácidas toxinas.
Cristina Aparicio