Uno de los cambios más notables que se producen durante Simon Chama, el primer largometraje de Marta Sousa, tiene que ver con el paso del tiempo. Simon es un adolescente que de manera evidente crece en pantalla. Aunque pueda parecer que la operación busca replicar la proeza lograda por Richard Linklater en Boyhood (capturar el tiempo, hacer visible la trascendencia del momento), lo cierto es que Sousa se sirve de la realidad y lo que ella le ofrece: en este caso una inevitable transformación física que, aunque no estuviera en la génesis del proyecto, configura el resultado e incluso el discurso de toda su película. Porque no hay nada inmutable, y eso se manifiesta de forma contundente en esta enérgica y novedosa película que explora el crecimiento en distintas épocas.

La cineasta es tremendamente coherente con la realidad que retrata, esto es, cambiante, voluble y del todo adaptativa. Todos ellos aspectos que determinan una serie de decisiones formales (de un enorme valor estético así como narrativo) entre las que destaca la elección de los dos formatos que utiliza, ambos muy cerrados, comprimiendo el espacio en el que se encuentra Simon y reduciendo al máximo el resto de elementos que le rodean para fortalecer su punto de vista: esta reducción se acentúa especialmente en las imágenes del pasado, que tienen la textura de viejas cintas de vídeo casero. La cámara funciona como un observador que participa de forma activa en la escena, registrando una experiencia muy íntima con la que reconstruir los huecos que van quedando abiertos dentro del relato.

La introducción de la música (punzante, atronadora, y algo excesiva) como parte fundamental del contexto, la naturalidad de sus protagonistas (sobre todo el joven Simon Langlois) y la traslación orgánica entre tiempos y formatos son algunos de los valores de esta ópera prima con fuertes, atractivas y personales señas de identidad.