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Enésima adaptación literaria de este festival, la nueva película de la realizadora húngara Ildiko Enyedi toma como punto de partida una novela del escritor magiar Milan Füst (publicada en 1942) para contar, siempre desde el punto de vista del capitán Jacob, el misterio inasible que tiene para él su mujer (interpretada por Léa Seydoux). Marino acostumbrado al control de las situaciones más difíciles y convencido de que puede hacer lo mismo en las relaciones amorosas (y por eso le propone matrimonio nada más verla y sin conocerla de nada), el personaje conduce en todo momento un relato que le confronta con dudas, celos, suposiciones y zonas de sombra que se escapan por completo a su concepto de la existencia. Y ahí reside, precisamente, la razón de ser del ejercicio narrativo que nos propone la cineasta: una radiografía de las inseguridades y desconciertos de un hombre que no puede controlar –ni llegar a entender— a su objeto de deseo. Organizada en siete capítulos (correspondientes a otras tantas fases de esa compleja y tortuosa relación amorosa, vista siempre desde el punto de vista de la figura masculina, sin tomarse absolutamente ninguna libertad en ese parti pris), la película alcanza, en su media hora final, momentos intermitentes de una dolorosa intensidad que hacen pensar en ciertos registros de Las dos inglesas y el continente (Françoise Truffaut, 1971), aunque a lo largo de su prolongado metraje (169 minutos) atraviesa algunos pasajes más decorativos y esteticistas. Hay algo de delicatessen formalista en la puesta en escena de Enyedi, pero poco a poco esta se va haciendo más orgánica a medida que la narración camina hacia su desenlace, por el que pasea el fantasma de un personaje (el de la mujer) que permanece toda la película sumida en la niebla y en el misterio que nunca consigue penetrar el protagonista.

Carlos F. Heredero

En los últimos años, algunos espectadores hemos tenido la corazonada de que el europudding, aquel invento de cine de prestigio de los años ochenta, había desaparecido para refugiarse en las series de televisión. No obstante, cuando estamos a punto de celebrarlo, aparece alguna película que nos advierte que el europudding es inmortal y que de vez en cuando también acecha en los grandes festivales. Un europudding con certificado de autenticidad debe partir de una obra literaria de prestigio, debe estar dirigido por una figura con notoriedad internacional, debe mezclar actores de diferentes nacionalidades y debe tener una puesta escena en la que, el trabajo de los ayudantes de dirección junto al equipo de figuración, debe hacerse notar. The Story of my wife cumple todas estas condiciones. Parte de una novela húngara de Milan Füst, publicada en 1942 y ha sido adaptada al inglés y dirigida por una directora húngara ganadora del Oso de oro. El casting está formado por un extraño pudin en el que Lea Seydoux y Louis Garrel son el contraplano del actor y barítono austriaco Joseph Hader. Todos estos elementos son el certificado de autenticidad de una película que habla de un capitán de barco fracasado, que se casa de forma prematura con una mujer que quiere ser libre y se encuentra atormentado por los celos, las incertidumbres y sus prejuicios. Durante casi tres horas asistimos a una historia que quiere ser marcadamente romántica, que quiere que estallen las pasiones, pero que está realizada mediante un ejercicio de puesta en escena absolutamente desangelado. La película podría tener un cierto aire proustiano, incluso podríamos admitir que las tribulaciones mentales del protagonista son cercanas a las del narrador de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust respecto al personaje de Albertine. Pero todo se queda en buenas intenciones. Si durante unos instantes el espectador abandona a los protagonistas de la historia y se centra en los figurantes, fácilmente puede vislumbrar que fuera de campo hay alguien que prepara a un grupo de gente disfrazada para que paseen y ambienten de forma artificiosa un mundo que la puesta en escena es incapaz de revelar.  Porque todo auténtico europudding es también un ejercicio del peor academicismo estéril.

Àngel Quintana