Posts Tagged ‘Ángel Quintana’

Showing Up (Kelly Reichardt). Cannes 2022 – Sección Oficial (A concurso)

Dice Kelly Reichardt que ha vivido toda su filmografía como una outsider y que ese estatus le parece “muy confortable”. Sin duda porque esa dimensión ‘pequeña’ en lo industrial de prácticamente todas sus películas es lo que le confiere la libertad creativa de la que disfruta y a la que, por fortuna, no parece estar dispuesta a renunciar. Esa misma libertad que ahora le ha permitido hacer recuento de algunas experiencias autobiográficas como creadora, como amiga de artistas y galeristas, como fotógrafa y también como enseñante interesada por el modelo pedagógico del Black Mountain College, en las montañas de Carolina del Norte (el prestigioso centro alternativo de enseñanzas artísticas según el modelo propulsado por John Dewey, y por el que han pasado figuras del calibre de Merce Cunningham, John Cage o Elaine de Kooning, entre muchos otros). Con todo ello compone un pequeño y primoroso destilado narrativo que, lejos de ofrecerse como una tesis o como un mero biopic, lo que hace es quintaesenciar todas esas vivencias y transformarlas en una ficción que se alimenta –y está conformada por– las sensaciones y la memoria vital que la propia Reichardt ha retenido, en términos emocionales, de las diferentes experiencias artísticas y creativas a las que ella misma se ha aproximado.

Por eso su retrato de Lizzy, una joven ceramista que trabaja dentro de una residencia artística y que prepara una exposición de sus obras (espléndida Michelle Williams, presencia emblemática en el cine de la directora: Wendy and Lucy, Meek’s Cutoff, Certain Women), se aleja deliberadamente del modelo tradicional (‘retrato de una vida artística’), tantas veces deudor de una colección de tópicos sobre la ‘inspiración del genio’, y se ocupa de las pequeñas cosas: de un único momento concreto y acotado en el tiempo (los días anteriores a la exposición), de la vida cotidiana, del agua caliente que no funciona y que la impide ducharse, de los amigos gorrones que parasitan la vida de su padre, del hermano extraviado y quizás mentalmente enfermo, de los ‘cuidados’ fraternales y parentales, de la paloma herida por su gato, de la figura cerámica que el horno eléctrico ha quemado demasiado por uno de sus lados, de las rencillas no confesadas entre creadoras que además son vecinas… En estos territorios, solo aparentemente anecdóticos, es en los que realmente se juega el secreto de un film vitalmente luminoso sin caer por ello en ningún tipo de retórica discursiva y sin engolar la voz ni una sola vez.

Como todo el cine de Reichardt, Showing Up es un film de diapasón narrativo seco y antisentimental, pero de una calidez interior no exhibicionista. Su cámara sigue a la protagonista sin voluntad alguna de mostrar el tormento interior de Lizzy, ni sus angustias creativas, ni sus fuentes de inspiración. A la cineasta le interesan más sus cuitas cotidianas, sus idas y venidas por el barrio, sus ingobernables relaciones con su familia, su propia inseguridad cuando contempla sus pequeñas esculturas, sus nervios mal disimulados ante la inmediata inauguración de la exposición, y hasta su preocupación por si se acaba el queso del catering…, pero también sus propias contradicciones personales y emocionales, coaguladas en el cuidado de la paloma herida a la que ella misma había arrojado violentamente a la calle en un primer momento. Quizás la intervención final del hermano en relación con la paloma ofrece, si acaso, una metáfora demasiado evidente dentro de una película que es, toda ella, pura contención y sobriedad en su admirable depuración y en su compleja, engañosa sencillez. Un verdadero tesoro.

Carlos F. Heredero

Hay una pregunta que no cesa de atravesar la novena película de Kelly Reichardt: ¿qué es hoy una artista? Para la cineasta independiente, una artista no es ninguna figura romántica, ni ninguna prisionera de la religión del arte, sino casi una artesana que vive en su pequeño mundo, atenta a las pequeñas cosas y pendiente de que el azar acabe dando forma a su propia obra. Showing Up nos muestra una ceramista –Michelle Williams– que trabaja los días antes de la inauguración de una exposición que puede ser interesante para su carrera. Ella está rodeada de otras y otros artistas, pero lo que le preocupa es la pequeña supervivencia en el caos de su cotidianidad, que funcione la caldera del agua caliente o que se acaben los quesos que se han comprado para l inauguración. En medio de esta situación, Reichardt construye una pequeña metáfora cuando la artista encuentra una paloma herida e intenta curarla. La pregunta fundamental reside en saber dónde esta realmente el espacio de la obra, si en la cerámica que cuece en su horno o en el vendaje con el que cura el ala del ave herida. Reichardt rueda una pequeña película minimalista, absolutamente fiel a su obra y a su estilo, sin ninguna ambición y con el deseo de construir algo al margen de todo. En cierto modo, Showing Up es una metáfora sobre una cineasta que debe presentar una película en Cannes y que antes de mostrar su obra en el gran escaparate del cine internacional, prefiere saborear los pequeños instantes de la vida y preguntarse desde la humildad: ¿qué hago yo en un sitio como este? Quizás en el fondo lo que muestra y lo que no muestra la película es una lección moral.

Àngel Quintana

 

Un Petit frère (Léonor Serraille). Cannes 2022 – Sección Oficial (A concurso)

Crónica de la vida de una familia emigrante (las madre y sus dos hijos varones), procedentes de Costa de Marfil, en diversas ciudades francesas (París, Rouen, Normandía, de nuevo París…) entre los años ochenta y la actualidad. Los desafíos, las dificultades, las cambiantes relaciones familiares, el choque cultural, la dialéctica entre los dos hermanos, las sucesivas parejas de la madre, el trabajo subalterno, la reivindicación de la independencia afectiva de la mujer, el racismo de la policía, el aprendizaje amoroso en la adolescencia, las diferencias de clase… todo ello forma un crisol organizado aquí por Léonor Serraille (Cámara de Oro en Cannes 2017 por su ópera prima: Jeune Femme) mediante un mecano narrativo que cuenta las diferentes fases de la historia, sucesivamente, desde la perspectiva de cada uno de los tres personajes: primero la madre, luego el hermano mayor y después el pequeño, al que alude el título del film y el que cierra la película. La construcción del andamio estructural se hace muy visible en el desarrollo de un film que habla de los temas citados poniendo el acento no tanto en el contexto social, sino en la vivencia individual de cada uno de los protagonistas. El resultado es una obra solvente, honesta, de mirada franca y no paternalista, pero cinematográficamente menor y sin ninguna novedad especial. Quizá demasiado pequeña para ser proyectada la última del programa y el último día de la sección oficial, cuando ya todo el mundo está pensando en otros títulos para ocupar el imprevisible palmarés.

Carlos F. Heredero

Siempre he considerado que la mejor novela cinematográfica de la Historia del cine es Rocco y sus hermanos. No parte de ninguna novela pero su estructura demuestra que el cine puede alcanzar esa forma narrativa que surge de la gran novela del siglo XIX. En Un Petit frère hay algún detalle remotamente inspirado en la película de Luchino Visconti. Una familia de la Costa de Marfil emigra hacia el norte y se instala en la gran ciudad. En la familia hay una madre y dos hijos. Léonor Serraille divide la película en tres capítulos que llevan el nombre de cada miembro de la familia y como en Rocco y sus hermanos, un personaje caerá en los infiernos del mal, otro se convertirá en una persona de provecho, mientras que la madre vivirá múltiples crisis sentimentales para buscar una estabilidad que le resulta imposible. Es verdad que evocar Rocco y sus hermanos para hablar de Un Petit frère es casi un pecado (venial), porque ya no estamos hablando de ese tiempo en el que el cine soñaba con cómo encontrar una dimensión narrativa que diese cuenta del mundo entendido como globalidad. Hoy, en cambio, películas como Un Petit frère no hacen más que reflejar que un nuevo fantasma atraviesa el cine: los laboratorios de guion. Los sistemas de producción contemporáneo encierran a ciertas y ciertos cineastas en el laboratorio y de ese mundo acaban saliendo películas probeta como esta, que no ofenden, son efectivas y buscan cómo encontrar una entrada para satisfacer un gusto medio. El cine desangelado empezó con los pitchings para el documental, y ahora ya está en los laboratorios de ficción. Bye, bye Cannes.

Àngel Quintana

 

Close (Lukas Dhont). Cannes 2022 – Sección Oficial (A concurso)

Tras ganar la Cámara de Oro y el premio de la FIPRESCI en Cannes 2018 por su ópera prima (Girl), el cineasta flamenco Lukas Dhont vuelve a mostrar aquí la misma mirada limpia, abierta, conductista y respetuosa que ya delataba en aquel film a un realizador con una definida personalidad, pero esta vez aplicada a la historia de dos niños (Léo y Rémi) de once años cuya intensa amistad preadolescente, en el inicio de un tránsito siempre difícil, genera los previsibles equívocos entre sus compañeros del colegio. Los códigos de la masculinidad tradicional se cruzan entre medias, cuando los niños no tienen todavía las defensas intelectuales ni la madurez necesaria para tomar distancia o para construir su propia identidad. En medio de tan problemática coyuntura, la tragedia puede estar a la vuelta de la esquina, sin que ninguno de los dos niños pueda controlar la dinámica que la provoca.

La cámara de Lukas Dhont sigue entonces a Léo, el protagonista principal, con la misma distancia y con el mismo respeto con el que observaba a Lara, el chico trans que quiere operarse para poder vivir su feminidad y practicar ballet clásico en su film anterior. Es la mirada personal (cuestión de distancia, de diapasón, de elipsis oportunas, de pudor y de mesura) de un cineasta que filma imágenes muy limpias, siempre cercanas y, sin embargo, siempre distantes, situadas en esa difícil perspectiva que le permite acercarse a vivencias decisivas y dolorosas con calidez, sin sensacionalismo, sin cargar las tintas, sin concesiones melodramáticas, cuando estas últimas, sobre todo, eran tan difíciles de esquivar como en este caso. Le sobra quizás a la película la demasiado obvia metáfora final del brazo roto y de la escayola, pero todo lo demás acaba por componer una obra de notable envergadura, capaz de encontrar una sensible verdad interior sin enfatizar el gesto, sin subrayados, sin retórica discursiva, con humildad y con modestia. Un film al que será necesario volver con más detenimiento y tranquilidad en el momento de su estreno.

Carlos F. Heredero

En un momento de Close, Léo, un joven de trece años, está en la pista de hielo entrenando con su equipo de hockey y cae, intenta levantarse y vuelve a caer. La imagen pone en evidencia una cierta idea de lo que Close nos ofrece: el relato de una caída marcada por el despertar de la sexualidad, el peso de la masculinidad en los juegos adolescentes y, sobre todo, la crónica de lo que ocurre después de la desgracia, una descripción de cómo son las etapas de un duelo interior. Lukas Dhont demostró en su película anterior, Girl, centrada en las vivencias de un chico transexual que quería triunfar en el mundo del ballet, un alto grado de rigor en la puesta en escena. Close es una película que asume este rigor y que tiene una primera parte brillante. Léo y Rémi son amigos, juegan juntos, van a la escuela, pero hacen actividades diferentes. Rémi toca el oboe en una orquesta y Léo hace deporte. Sus lazos de amistad son muy intensos, muchas noches duermen en la misma casa y son inseparables. Hay algo en su amistad que les puede perturbar y este hecho genera una separación acompañada del dolor y la tragedia. Lukas Dhont atrapa las tensiones de la adolescencia y explora la complicada línea que separa la intensa amistad adolescente de la homosexualidad.

En la segunda parte, una vez se ha concretado la tragedia, Dhont nos describe todo el proceso del duelo. En una primera instancia es necesario asumir la pérdida, después es preciso reconciliarse con el entorno abandonado y, de forma progresiva, llevar a cabo una catarsis que permita despojarse de la culpa. Todo funciona con una fuerte intensidad emocional, con unas imágenes que a veces pretenden ser demasiado bellas para transmitir el dolor. Al final, reaparece la metáfora. Léo tiene el brazo roto y cubierto de escayola. El médico le corta el yeso y le dice que mueva el brazo para demostrar que ha desaparecido el dolor. ¿Es una imagen demasiado obvia o es una imagen naif? Las alegorías acaban rompiendo el valor de una película valiente, la clásica obra que reconcilia a diferentes públicos de un festival, hasta el punto de que el consenso puede llegar a ser garantía de recompensa en el palmarés.

Àngel Quintana

 

Broker (Hirokazu Kore-eda). Cannes 2022 – Sección Oficial (A concurso)

Transposición fiel y coherente del bien reconocible universo personal del japonés Kore-eda a tierras coreanas, Broker regresa con su calidez habitual al territorio de las familias disfuncionales, idea-núcleo fundamental (como diría José Luis Borau) de buena parte de su filmografía, incluyendo en ella una cumbre como Nadie sabe (2004). Y aquí la familia es, si cabe, todavía mucho más disfuncional que ninguna otra de sus anteriores, pues reúne a un bebé abandonado, a su madre (prostituta y homicida), a dos traficantes de bebés (uno de ellos, abandonado también al nacer; el otro, abandonó a su hija) y a un niño de un hospicio en busca de adopción. Familia improbable y sobrevenida, protagonista colectiva de una especie de road movie a lo largo de la cual la convivencia entre los cinco irá trenzando los vínculos afectivos y emocionales propios de cualquier otro modelo de familia. Es cierto, no estamos ante nada nuevo en el cine de Kore-eda (la película padece, incluso, de un exceso claro de argumento y de tramas paralelas), pero una vez más son la empatía con sus criaturas, la negativa a imponerles ningún tipo de prejuicio, la apertura de su mirada y la transparencia del estilo las mejores armas de un film en el que el tema del abandono infantil se conjuga en paralelo al de la adopción, y en el que se le da la vuelta por completo –en términos entrañables y divertidos, pues hay también un componente no disimulado de comedia– a un asunto tan grave como es el tráfico de bebés. Entre otras cosas, porque aquí estamos ante dos traficantes desvalidos, tiernos, entrañables, humanos y hasta ‘comprensibles’. ¿Difícil de imaginar…? Sí, claro, pero ese es el milagro que puede obrar la ficción cuando se desvela curativa de prejuicios y de dogmas estériles.

Carlos F. Heredero

A veces el descubrimiento de una fórmula de éxito seduce a algunos cineastas que solo dan rodeos y establecen pequeñas variaciones para no perder el hipotético público fiel que los ha consagrado. En el cine de Hirokazu Kore-eda hay muchos niños, pero generalmente todos viven en espacios desestructurados. Su primera película en competición en Cannes se titulaba Nobody Knows y en ella unos niños vivían solos, sin padres, autorregulando su existencia. A partir de esta película las variantes han sido múltiples y hemos asistido a historias de niños que son confundidos en la clínica después del parto, a relatos de familias disfuncionales y a relatos de estafadores que crean sus propios sistemas de convivencia. Broker podría considerarse un resumen amanerado de muchas de estas películas con algunas variantes significativas. La primera variante es que la película está rodada en Corea y hablada en coreano, como si después del fracaso de La Vérité (2019) necesitara vagar por otros países antes de aterrizar en Japón. La segunda variante es que los protagonistas centrales son una banda que se dedica a traficar con niños abandonados para venderlos y que son observados por dos policías que siguen sus pasos. En la trama también hay un asesinato y una huida; quizás Broker tendría algo cercano al thriller, aunque como todo el cine de Kore-eda desemboca en el melodrama más sentimental. Broker no solo juega con los ladrones de niños, sino también con la posibilidad de crear una familia disfuncional o con el tema, presente en otras películas, del debate entre paternidad biológica y paternidad social. Como en las últimas películas de Kore-eda todo resulta excesivamente explícito y su mundo pretende llevar a cabo un cierto desvío hacia diferentes capas emocionales que acaban siendo excesivamente forzadas. En tiempos de Ryûsuke Hamaguchi, el cine del autoexilio de Kore-eda tiene algo de anacrónico.

Àngel Quintana

 

1976 (Manuela Martelli). Cannes 2022 – Quincena de los Realizadores

1976 tiene la apariencia de un thriller político, pero parte de lo íntimo para narrar el progresivo proceso de toma de conciencia de una mujer de la alta burguesía en el Chile de Pinochet (exactamente en el año 1976 del título). El debut en el largo de Martelli revela así lo político, a través de lo personal, como una red de conexiones indisolubles. Una manera de entender el cine que la conecta, precisamente, con toda una nueva generación de cineastas chilenas que, como Dominga Sotomayor (productora precisamente de este film), busca ir más allá de lo puramente político para dar cuenta de todo lo que aún queda por contar. 1976 busca poner en imágenes lo que hasta ahora no hemos visto: el lugar de las mujeres (dedicadas a las ‘tareas del hogar’ la mayor parte de ellas) en todo aquel periodo histórico esencial para el país. La cineasta parte, de hecho, de su propia abuela, a la que no conoció pero sobre la que intuye una inquietud vital que se transfiere en el film al personaje protagonista de Carmen (Aline Küppenheim), un ama de casa encerrada en un universo del que no se siente parte. Casi a modo de declaración de intenciones, una secuencia del inicio del film muestra a Carmen con su nieta a la que no le gusta el vestido que le han puesto. Cuando Carmen le dice que parece una princesa, la nieta responde que preferiría parecer un animal salvaje.

La película de Martelli va descubriendo el pasado de esta mujer a través de detalles del día a día. Una conversación nos descubre, por ejemplo, que había deseado ser médica pero tuvo que casarse. Y una gota de pintura rosa sobre su zapato, como arranque del film, nos avanza en tono simbólico el inicio de todo ese proceso de reflexión y revolución vital silenciosa de esta mujer que, mientras su marido y sus amigos reivindican la dictadura en un paseo en barco, no puede evitar vomitar por la borda. En paralelo y en secreto, Carmen cuida las heridas de Elías, miembro de la lucha clandestina contra Pinochet, con el que le ha puesto en contacto el padre Sánchez, un cura de la zona. Los cuidados serán, precisamente, la vía de entrada de Carmen hacia una nueva manera de entender el mundo y su posición en él. Una transición que supone la fragmentación de su mundo y el inicio de una nueva mirada que Martelli hace acompañar por una banda sonora que toma un peso específico para relacionar, de alguna manera, toda esta época de la Historia de Chile con el horror y el miedo. 1976 es una película sólida.

Jara Yáñez

Estamos en 1976 en Chile. Una mujer de la burguesía viaja hasta un lugar de la costa para supervisar la construcción de su casa de la playa. Un cura le pide que aloje a un joven que está herido y que se encuentra escondido en secreto. Carmen, la mujer burguesa, intentará cuidar al joven y esconderlo, al margen de su familia, buscar el modo de curarle la herida de bala que afecta a su pierna. Todo se desarrolla en la estricta clandestinidad, tanto a nivel familiar como a nivel político, pero las redes de la dictadura se expanden, sus ojos vigilan en la obscuridad y como dijo Jean Renoir hace unos cuantos años, la moral de la burguesía pasa siempre por privilegiar las reglas del juego. Manuela Martelli rueda una película misteriosa, en la que se muestra una imagen externa del entorno de una mujer casada con un médico que parecen vivir al margen de la política y otro universo clandestino en el que surgen las heridas de la dictadura chilena, los miedos de ciertas clases y los silencios cómplices de otras. Llevada con buen pulso narrativo, la película habla de quienes, cuando no pueden practican la política del avestruz, hacen lo que sea para disimular su cobardía.

Àngel Quintana

 

As bestas (Rodrigo Sorogoyen). Cannes 2022 – Cannes Première

En la mayoría de las ocasiones cuando se habla de neorruralismo se utiliza la idea de que mirar el campo implica hablar de una pérdida y del abandono de un modo de vida. En esta mirada surge una poética que acaba asociando la vida en el campo con un mundo idílico o con cierto sistema de vida equilibrado, con otra temporalidad que desafía al mundo urbano. As bestas de Rodrigo Sorogoyen confronta dos mundos rurales. El primer mundo es el de los que siempre han estado allí, como los hermanos Anta. Son los ganaderos que han nacido junto a sus vacas, que han perdido la razón intentando domesticar a los caballos salvajes y que viven del miedo a la alteridad. Son los que han convertido su pequeño mundo en el único mundo posible y que, desde su propia miseria moral y humana, se sienten atrapados en un campo sin horizonte. En el otro lado están los neorrurales, aquellos que creen en la utopía de que en el campo residen los únicos vestigios posibles del paraíso terrenal y que dimiten de la vida para encontrar entre las coles, los grelos y las lechugas de su propia plantación el anhelo de una nueva vida. En las paredes de sus casas hay libros, en el garaje una furgoneta para cargar las hortalizas que venderán en el mercado. El viejo mundo odia el nuevo mundo porque lo considera un intruso, mientras el nuevo mundo busca unas alianzas imposibles bajo una mirada paternalista y un tanto ingenua. En una de las mejores escenas de As bestas, los hermanos Anta recuerdan a Antoine que ellos siempre han sido unos miserables y que han sido tan miserables que siempre han olido a mierda, por lo que incluso las mujeres del prostíbulo los detestaban.

As bestas no pretende ser una crónica sociológica de las dos formas de mirar el campo, ni una exploración en la vida oscura que se esconde tras las granjas, sino un peculiar thriller lleno de violencia verbal y física. En su primera parte, en la que la tensión entre los lugareños y los franceses que se han instalado en el pueblo, no cesa de ir en aumento, puede parecer que nos hallamos ante una revisión de Perros de paja de Sam Peckinpah. La intolerancia frente a la alteridad provoca que el espectador sienta cómo la tensión aumenta y cómo algo verdaderamente insoportable puede ocurrir en cualquier momento. Sorogoyen sube los decibelios y en un momento determinado los abandona. Mientras en la primera parte estamos ante una película tremendamente viril en la que los hombres y sus cuerpos son los protagonistas, en la segunda parte todo cambia. As bestas acaba siendo una película en la que una mujer y su hija intentan preguntarse muchas cosas sobre las bestias humanas y al hacerlo no solo cuestionan la placidez del campo, sino que también ponen en evidencia las miserias de un mundo en el que la única mujer es la matriarca que lo ha visto todo pero nunca ha hablado, porque el silencio ha sido su estrategia. Sorogoyen nos proporciona muchas pistas sobre los caminos que puede seguir la historia, pero afortunadamente rompe con muchas expectativas y convierte su película en una obra sólida, en una experiencia incómoda pero altamente emocionante. As bestas atrapa y no deja escapar a nadie.

Àngel Quintana

 

Pacifiction (Albert Serra). Cannes 2022 – Sección Oficial (A concurso)

En un momento clave de Pacifiction, De Roller –Benoît Magimel– Alto Comisionado del Estado francés en la isla de Tahití afirma, cargado de resonancias etílicas y con un aire de derrotado pero no vencido, que “la política es una discoteca”. A partir de aquí empieza un largo e intenso monólogo en el que reconoce la impotencia de los que mandan, asume que las falsas quimeras no son más que parte de una representación en la que los humanos desean controlarlo todo sin darse cuenta de que todo se escapa, de que hay otras fuerzas que son las que realmente controlan el mundo. Pacifiction es la crónica de la impotencia política y humana, una reflexión sobre la incapacidad de poder erradicar la maldad del mundo. Algo terriblemente y siniestro aflora a la superficie, algo extraño nos conduce hacia una especie de apocalipsis en el que la anunciada decadencia de occidente no hace más que concretarse. El mal ha penetrado en un espacio que años antes algunos consideraban el paraíso y que se erigía como un posible último refugio. Estamos en el corazón de la Polinesia, pero el paraíso se ha reducido a un miserable club nocturno en el que se emborrachan una serie de personajes que parecen almas en pena condenadas a vagar por la noche más oscura. En la isla no hay turistas, solo algunos parásitos que esperan que llegue el crepúsculo para penetrar en el corazón de su infierno particular.

En ese lugar situado en los confines del mundo, los nativos del lugar se disfrazan para perpetuar unos rituales que se han convertido en simple simulacro, la naturaleza continua brillando pero no es observada en su esplendor sino como algo misterioso. De Roller ha llegado a la isla para arreglar algunas cosas, para hacer pequeñas chapuzas que justifiquen su acción política. A lo largo de la película asistimos a algunas visitas protocolarias del delegado del Estado, como las pruebas de surf ante las grandes olas o un viaje en avioneta a una isla vecina para poder contemplar todos los colores y matices del azul. De Roller afirma que estamos en un espacio en el que el exceso de emoción puede traicionar y eclipsar el mundo de la razón. El representante del Estado no tarda en mostrarse como un cínico, sobre todo cuando se reúne con una asociación de nativos del lugar que le piden que interceda para que no vuelvan a tener lugar más explosiones atómicas que puedan destruir la isla. De Roller no puede ofrecer ninguna solución, ni ningún pacto, solo puede usar su cinismo como arma. Pacifiction puede parecer, en una primera instancia, una película más narrativa, una crónica de la impotencia política para curar el mal del mundo, pero a medida que avanza sus aires tenebrosos se apoderan de la pantalla. Los numerosos zombis que pululan por la noche del Pacífico ya son cada vez más espectrales, los sonidos resuenan anunciando alguna cosa extraña, las conspiraciones no cesan, en el horizonte se divisa algún submarino y del puerto zarpa una barca con chicas para prostituirse con los marineros.

Serra reelabora muchos temas que han atravesado todo su cine, como la pulsión de la muerte –Historia de mi muerte–, la libido enfermiza que se apodera de las tinieblas –Liberté– o todo el universo conspiratorio en torno a la avaricia social que estaba presente en la instalación Singularity, quizás el esbozo de muchas ideas de Pacifiction. La película está rodada con auténtico virtuosismo, con imágenes espectaculares en las que deslumbra el uso del paisaje, pero también a partir de un extraordinario control del tiempo para que, de forma efectiva, el camino hacia la oscuridad penetre en la conciencia del espectador. Al final, da la sensación de que cuando el paraíso ha dejado de existir ya solo queda el infierno.

Àngel Quintana

Inmersión inesperada de Albert Serra en un cine más narrativo de lo que suele ser habitual en su filmografía, Pacifiction nos sumerge de lleno en el mito del ‘paraíso perdido’, pero en lugar de dedicarse a su deconstrucción o desmitificación, lo asume por completo. Sus imágenes nos acercan a una isla de la Polinesia Francesa, por cuyos paisajes ­­transita sin cesar un alto representante del Estado galo a la vez que mantiene erráticas y prácticamente indescifrables conversaciones con varios habitantes del lugar en torno a lo que podría ser una intriga (nunca desvelada, ni articulada como tal) que parece vincular –en términos variopintos– a todos sus interlocutores, incluida una transexual en la que parece depositar toda su confianza, una secretaria silenciosa, unos militares de amenazante presencia, unos nativos preocupados por la posibilidad de que vuelvan a realizarse pruebas nucleares en el entorno y otros poderes fácticos del enclave. Ni se concreta ni tampoco es objeto del relato qué tipo de intriga o de conspiración política amenaza la existencia de todos ellos. La cámara de Serra acompaña a su protagonista para ir desvelando lo que se supone que es la cara oculta del universo antiguamente paradisíaco de aquellas islas: nativos que se disfrazan a la manera ancestral (mera caricatura para turistas de un tiempo ya ido para siempre), un club nocturno patético y sombrío donde se emborrachan algunas almas perdidas y donde hombres y mujeres buscan los cuerpos desnudos de camareros y ‘acompañantes’, maltrato brutal de mujeres, militares enredados en una oscura trama de negro presagio, etc.

Entre conversación y conversación (filmadas todas ellas de manera convencional y más bien rutinaria o, por lo menos, sin capacidad para que las imágenes puedan añadir algo a lo dispuesto por el guion), la cámara de Albert Serra encuentra en la intermitente exploración de los paisajes y de los rincones solitarios de las islas, el misterio, la densidad y el enigma de los que lamentablemente carece el noventa por ciento de la película, por mucho que los personajes pongan cara de impostada trascendencia, empezando por el artificio y la pose continua que muestra un actor de recursos tan limitados como Benoît Magimel, presente en casi todas las secuencias. Por esas rendijas de extraña y hermosa densidad cromática, de misterio y de amenaza ­–fulgurantes intuiciones de bello y enfermizo romanticismo– se cuelan también productivas resonancias que evocan los ecos de Gauguin y de Murnau, de Tourneur y de Conrad, de leyendas mitológicas y de voces interiores que, por desgracia, se banalizan hasta lo irritante en cuanto la cámara vuelve a ilustrar, con dócil y autocomplaciente suficiencia, las conversaciones del protagonista.

La película se convierte entonces en un inacabable encadenado de secuencias que lo mismo podrían estar montadas en un orden que en otro (porque nada hay en su discurrir que pueda enlazar a las unas con las otras) y, lo que es peor, que carecen de recámara, de densidad y de espesor. Y así hasta llegar al soliloquio en el que este hombre de apariencia libertina y escurridiza, opaco en sus sentimientos y parlanchín vocacional, nos dice que “la política es una discoteca” de fuerzas sin control. Podría ser este un detalle más para dibujar el retrato de un personaje cínico y desabrido, pero el problema es que, a esas alturas, ya no es posible descifrar si esa campanuda consideración (vergonzante de puro simplista), pertenece al personaje o es compartida por un cineasta que, en aquellos momentos, parece querer leernos a todos en voz en alta la tesis de la película.

Se pueden hacer muchas consideraciones temáticas, filosóficas y existenciales sobre una obra tan abierta y tan opaca al mismo tiempo, pero el gran desafío que se le plantea al ejercicio crítico ante un film como este es decirnos de dónde salen esas disquisiciones, qué es lo que hay ­–materialmente– en los planos, en las secuencias, en las imágenes y en el montaje que nos autorice a desplegar nuestra irreprimible capacidad interpretativa en un sentido o en otro, porque de lo contrario corremos el riesgo de perder a nuestros lectores por el camino o, lo que es peor, de obligarles a creernos por ser quienes somos, y no por nuestra capacidad de análisis. Y el firmante de este texto no encuentra en la mayor parte de Pacifiction (salvadas las secuencias ya citadas) otra materia que no sea plana, discursiva, roma y más bien fea, pero de una fealdad no expresionista, sino inexpresiva.

Carlos F. Heredero

 

Elvis (Baz Luhrmann). Cannes 2022 – Sección Oficial (Fuera de competición)

En 1968, Elvis Presley debuta en el escenario del Hotel Intercontinental de Las Vegas. Lo hace acompañado de una gran orquesta y después de muchos años de silencio escénico, demuestra que su cuerpo posee una inusitada energía, que es un gran estrella de la escena. En 1968 habían asesinado a Martin Luther King y a Bobby Kennedy, América estaba ardiendo y en el Altamont Speedway Free Festival fallecieron cuatro personas durante un concierto de los Rolling Stones. Elvis aparecía con sus trajes de brillantina y sus capas, pero el rey del rock and roll había perdido toda la batalla de la música rock. El rey estaba encerrado en una jaula de oro. El responsable de la jaula se hacía llamar Coronel Parker. Nunca había sido ni coronel, ni militar, ni siquiera era de origen americano. Era un ser de identidad difusa. El Coronel Parker –interpretado por Tom Hanks como si fuera una caricatura viviente– es quien crea y da forma al mito de Elvis y se constituye en narrador de la película de Baz Luhrmann. El detalle no es menor, porque esta figura mefistofélica encerrada entre las bambalinas del espectáculo que se autopresenta como maestro de ferias, es quien acaba destruyendo, despolitizando y convirtiendo a Elvis en un monarca anacrónico, que falleció cuando había perdido el pulso de su tiempo.

Elvis de Bazz Lurhmann es una película terriblemente política y amarga. Habla sobre el control de los destinos del sueño americano y sobre cómo la política del exceso debe resituarse para mantener un orden que funciona a contracorriente. Elvis nació para transformar la música de su tiempo, para fundir el country y la música negra, para crear el rock and roll. En sus primeros conciertos demostró que el rock podía ser una forma de energía, pero también un modo de evidenciar la energía para dar forma al deseo. En la década de los sesenta se convirtió en poco más que una imagen que salía en películas de Hollywood de segunda fila y que la televisión acabó moldeando a su gusto. Nunca realizó ninguna gira más allá de América y acabó cargado de barbitúricos hasta morir en Las Vegas. El Coronel Parker concibió a Elvis como una prolongación de Las Vegas, un ser agónico atrapado en su propio kitsch. Baz Luhrmann es el director ideal para contar el relato de cómo el kitsch se convierte en un modo de controlar el sueño americano. Con Moulin Rouge demostró que el kitsch podía transformar el musical, transformar las leyes del espectáculo y las bases del género. En plena posmodernidad, Moulin Rouge nos recordaba que todo acaba siendo un pastiche. Elvis retoma muchas cosas de Moulin Rouge, desde el gusto por los elementos de la gran feria que es el mundo del espectáculo hasta el barroquismo escénico y el ritmo aceleradísimo que convierte la imagen en una especie de túnel frenético. El resultado es una película memorable, muy brillante, con algunos momentos antológicos. Es difícil olvidar la escena de Elvis cantando Suspicious Minds ante un público de nuevos ricos decadentes en Las Vegas, entregándolo todo consciente de que su triunfo es el inicio del fracaso.

Àngel Quintana

 

Stars at Noon (Claire Denis). Cannes 2022 – Sección Oficial (A concurso)

En medio de la gran feria de las vanidades de un festival de cine suelen producirse extraños horizontes de expectativas. Es absurdo buscar en la última película de Claire Denis una obra de acción política en Nicaragua, como si la directora fuera capaz de rodar una nueva versión de Bajo el fuego de Roger Spottiswoode o de una historia intensa de amor y revolución. No hay nada más alejado de una película de acción que el cine de Claire Denis, una cineasta que siempre se ha sentido atraída por los huecos narrativos que perforan toda posibilidad narrativa clásica. Denis prefiere explorar la figuración y los caminos hacia cierta abstracción, que quedarse en la esfera de la comodidad del relato o de la adaptación. Stars at Noon, adaptación de una novela de Denis Johnson, es una obra sobre la espera, sobre la intensidad amorosa y sobre el deseo figurativo de capturar los cuerpos. Estamos ante una película rodada haciendo frente a numerosos problemas, con cambios de cast en el último momento y tensiones durante el rodaje por culpa de la pandemia, que enlaza con el mejor y más radical cine que Claire Denis ha realizado hasta la actualidad.

Como en Chocolat, Una mujer en África o El intruso, la cineasta explora un mundo situado en un territorio de arenas movedizas, un espacio en tensión por el que transitan una serie de personajes que se sienten extraños a sí mismos. En esta ocasión Denis parte de dos premisas. La primera es la de situarse en una fantasmagórica Nicaragua actual en un momento marcado por unas elecciones –la revalidación de Ortega en el poder– y por las transformaciones propias de la COVID –en la primera escena un cartel nos indica que no hay carne en un restaurante. La inestabilidad política y la pandemia están presentes como trasfondo del relato, pero no van más allá de su función de decorado, puesto que lo que le interesa a la cineasta es atrapar los gestos y la ambigüedad de unos seres que están entre la espera y la huida. En la primera parte de la película prefiere filmar Nicaragua desde diferentes habitaciones de un hotel en las que los amantes hacen el amor, que las turbulencias exteriores. En la segunda parte sigue el camino de huida de sus actores hacia la frontera, mientras Denis mezcla una historia de espías con un hipotético relato sobre la traición. Es como si quisiera mostrar a unos seres que viven todas las contradicciones de su amor en un mundo que se está desgastando. Como en otras películas, Claire Denis explora otros modelos cinematográficos, como si los viejos géneros le sirvieran para crear un trasfondo por el que transitar. En ciertos momentos parece como si estuviéramos ante una réplica de cierto cine francés situado en el corazón de América Latina –Los orgullosos de Yves Allégret y Rafael E. Portas o el inicio de El salario del miedo de Henri-Georges Clouzot, están en el horizonte–, pero por otra parte nos encontramos ante cierto cine de espías en mundos alejados. El resultado final es una película desencajada, como una especie de laberinto fílmico en el que Denis vuelve a transitar por su peculiar no man’s land cinematográfico.

Àngel Quintana

Digámoslo pronto, alto y claro. Solo porque esta película viene firmada por Claire Denis y porque la vende Wild Bunch (el auténtico ‘programador’ de este festival) es posible que haya podido encaramarse al escaparate principal de un certamen que, en la presente edición, ha ofrecido ya demasiados síntomas de seleccionar las películas bajo transparentes servidumbres industriales y al amparo de la más trasnochada y dogmática ‘política de los autores’. Y este es un ejemplo mayúsculo de ambos clientelismos.

Vendida por Wild Bunch y dirigida por una cineasta completamente perdida en medio de una confusa trama política en la Nicaragua que encara unas próximas elecciones bajo el confinamiento impuesto por la pandemia (heredada de la novela de Denis Johnson que trata de adaptar), Stars at Noon tiene dos caras: una es la que transcurre en interiores, en las habitaciones de los hoteles, donde los dos protagonistas (una joven periodista americana y un enigmático inglés) se encuentran y hacen el amor. En esos pasajes atisbamos un pálido y desangelado remedo del cine más valioso de Claire Denis: la exploración de los cuerpos y de las miradas mientras la cámara ausculta cómo el deseo se abre paso, colisiona y navega por la incertidumbre. Por desgracia, aquí la directora se estrella contra la inexpresiva pared de dos actores (Margaret Qualley y Joe Alwyn) incapaces de transmitir ninguna intensidad ni de inyectar en sus personajes la más mínima vibración emocional. Son secuencias en la que Denis tampoco parece saber dónde poner la cámara, y ni siquiera encuentra la manera de poner algo de ardor y de pasión en la representación del sexo (fingido, artificial, torpe y sometido a límites visuales convencionales). La otra cara del film, inesperadamente más interesante o más conseguida, es la exploración de unos exteriores solitarios, casi fantasmagóricos o apocalípticos, que dan cuenta de un mundo amenazado y amenazante a la vez. No hay aquí ninguna pretensión de enhebrar un discurso político, pero lo que sucede es que el film no logra desembarazarse de esa ganga narrativa (la intriga de espionaje) y naufraga estrepitosamente, además, por la torpeza del relato, por su estilo desgarbado, por la banalidad de su planificación, por su falta de brújula, por sus incoherencias y por inanidad. No solo es la peor película de Claire Denis. Es, simple y llanamente, una mala película.

Carlos F. Heredero

 

Dodo (Panos H. Koutras). Cannes 2022 – Cannes Première

Vivimos un tiempo en el que ciertas películas parecen haberse visto incluso antes de ser exhibidas. En las redes sociales corrían rumores de que la película griega Dodo era una provocación bizarra y que podría generar su política de culto. En la presentación en la sala se ha insistido en ello. El horizonte de expectativas ha durado poco más de cinco minutos. Después de empezar la proyección y de comprobar que el elemento más extraño es un loro prehistórico que se instala en el interior de una lujosa mansión de Atenas donde va a casarse la hija de un magnate arruinado, todo se desvanece. Durante la primera hora se presentan los diferentes personajes y descubrimos que el marido tiene relaciones con un travesti o que la mala conciencia de la dama la lleva a invitar a unos refugiados a su casa. Los diferentes elementos desembocan en la reunión de comensales y en la excitación que provoca el loro de colores en el interior del grupo. Dodo es una especie de vodevil de segunda fila que no provoca, ni transgrede absolutamente nada. Lo único que queda de ella es el mal sueño de ver cómo el discreto encanto de la burguesía ha desaparecido y todo acaba siendo tan vulgar que ya no queda espacio para ningún encanto.

Àngel Quintana

 

Domingo y la niebla (Ariel Escalante Meza). Cannes 2022 – Un Certain Regard

Domingo y la niebla ha sido presentada como la primera película de Costa Rica exhibida en Cannes. La primera cuestión que surge es dónde ha estado el cine de Costa Rica y, por extensión, la cuestión podría ser donde está el cine de América Central. Domingo y la niebla es una película bien rodada, bien interpretada, pero en ella no hay nada que reluzca de forma especial y que le imprima unos ciertos aires de novedad. Es cierto que hay dignidad, pero no es suficiente. Domingo es un viejo que sobrevive atrapado por el fantasma de su esposa en el interior de una cabaña de la selva. En la zona quieren construir una autopista y la empresa ha contratado a mercenarios –con el consentimiento del estado– para que junto con el sobre de dinero se envíe una bala a los propietarios de fincas que no quieren ser expropiados. A lo largo de la película vemos la obstinación de Domingo que no quiere perder su mundo, su sentido de autodefensa ante la situación y su condición de perdedor ante un mundo que cambia. Ariel Escalante Meza dirige una película digna, pero al final da la sensación de que a pesar de ser la primera película costarricense vista en Cannes, ya hemos visto otras películas más o menos similares procedentes de América Latina. Quizás la pregunta pertinente no sea otra que pensar cuál es el imaginario del cine latinoamericano que atrae a los grandes festivales internacionales.

Àngel Quintana

 

Leila’s Brothers (Saeed Roustaee). Cannes 2022 – Sección Oficial (A concurso)

Con los modales propios de una fábula crítica sobre los códigos del patriarcado que perviven en la estructura familiar profunda de la sociedad iraní, la nueva película de Saeed Roustaee despliega una energía más que notable para radiografiar la coyuntura en la que se encuentra una familia humilde, parientes pobres de un clan adinerado, a partir del momento en el que el padre es nombrado patriarca del gran grupo a costa de enajenar las piezas de oro recibidas en una herencia, contra la opinión –y la intervención– decidida de su única hija (excelente Taraneh Alidoosti), convencida de que ese dinero debe emplearse mejor en la compra de una tienda y en emprender un nuevo camino para la familia, en compañía de sus cuatro hermanos.

Aunque el registro interpretativo y dramático del film está casi siempre muy alto, con imprecaciones y gritos continuos entre los cinco hermanos, el cineasta consigue dominar el desarrollo de la historia a partir, sobre todo, de la magnífica secuencia de la fiesta multitudinaria en un hotel de lujo, representación enérgica y vitalista –ejemplarmente coral– de ritos ancestrales que deja al descubierto las raíces económicas del dominio masculino. El enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo (la clara opción de Leila por una vida laboral independiente para su familia, a espaldas de las servidumbres paternales), la deflación monetaria que sufre Irán tras las sanciones impuestas por Estados Unidos, la dialéctica entre Leila y sus cuatro hermanos (a quienes tanto les cuesta romper con la ataduras tradicionales y con el poder simbólico del padre) y el análisis de las contradicciones internas en la estructura familiar (la reacción de la madre en defensa de su marido), más un potencial relevo en el horizonte (la secuencia con la fiesta infantil llena de niñas) acaban por convertir a esta hermosa película en un cuento moral de compleja y sugerente deriva, que va ganando peso y densidad, pero también una noble emoción, a medida que avanza hacia un desenlace tan pesimista en su diagnóstico del presente como esperanzado en su apuesta de futuro.

Carlos F. Heredero

El patriarca se llama Esmaeel y ha vivido acomplejado porque nunca ha poseído los privilegios de sus primos que, a su vez, ejercen otras formas de patriarcado y lo perpetúan en sus ceremonias. Esmaeel se siente acomplejado, ya que no puede presumir de opulencia y porque su familia siempre han sido los pobres del clan. Mientras, no se da cuenta de que su hija, Leila, de cuarenta años, es la única que trabaja en la casa y debe alimentar a sus cuatro hermanos parásitos que malviven del paro. En un patriarcado los intereses del patriarca están por encima de los de los otros miembros de la familia y las mujeres de la casa deben callar, asentir y asumir los caprichos del padre. Al recibir un testamento, Leila quiere invertir comprando una tienda en un centro comercial, pero el padre quiere invertir para ser nombrado padrino de la boda de la hija de su primo.

Los viejos rituales ancestrales se imponen por encima de toda solución pragmática. Saeed Roustaee cuenta una larguísima fábula moral sobre las repercusiones que tiene la pervivencia del patriarcado en una sociedad que quiere modernizarse, pero que se encuentra encorsetada socialmente. A pesar de situarnos en Irán, la lectura no pasa por denunciar la política del régimen, sino por observar de qué modo las viejas políticas están presentes en el seno de la familia. La película tiene dos partes diferenciadas. En la primera expone la situación y lleva a cabo un retrato de los caprichos del padre frente a los intereses del hijo. Roustaee resuelve las situaciones a partir de larguísimas escenas dramáticas, con interminables discusiones y salidas de tono interpretativas de los diferentes personajes. A partir del momento en que todo se transforma durante la ceremonia de la boda, Roustaee saca a la luz otro tema de gran interés: la deflación económica que ha vivido Irán en los últimos años. Los viejos ahorros, las herencias y los viejos contratos no sirven para nada cuando la moneda iraní se devalúa casi un 90% frente el dólar y la sociedad cae en un proceso de recesión económica en la que todo se rompe. ¿Qué sentido tiene mantener las viejas costumbres patriarcales en una sociedad que se está resquebrajando interiormente? ¿Qué esperanza hay en la mujer después de la muerte de los viejos patriarcas? ¿Puede ser, a pesar de todo, la devaluación económica el inicio de algo nuevo? Leila’s Brothers, con sus casi tres horas de metraje, es una película excesiva y desequilibrada, que recupera su pulso en su hora final, cuando va directa al grano y cuando el padre deja de ser un viejo simpático para convertirse en un patético tirano.

Àngel Quintana

 

Nostalgia (Mario Martone). Cannes 2022 – Sección Oficial (A concurso)

La historia no es otra que la del hijo pródigo que regresa a casa. El hombre –Pierfrancesco Favino– marchó con quince años del barrio de la Sanità de Nápoles para instalarse en otro lugar, El Cairo. Durante cuarenta años construyó su vida, su empresa, se casó y olvidó. La primera etapa de su regreso a casa es el encuentro con su madre. La mujer es una anciana a punto de morir. El hombre puede despedirse de ella antes de que fallezca. La segunda etapa será la de recuperar las calles, algunas gentes que conoció y observar que el barrio ha cambiado, pero que en sus calles continúa existiendo cierta idea de la violencia. La tercera etapa es el reencuentro con el pasado, con los motivos que lo obligaron a marchar y dejar atrás toda su juventud. Mario Martone adapta una novela de Ermanno Rea de forma errática. Lo interesante de la historia es la exploración del laberinto de recuerdos y mostrar su pervivencia. La película va por otros caminos, y explora la relación con el universo de los poderes de la delincuencia napolitana y de los amos de la ciudad. Martone es incapaz de dar vitalidad al relato de una amistad perdida y acaba realizando una película de apariencia excesivamente vieja, que no sabe encontrar el tiempo justo para contar su historia y que acaba quedándose en la superficie. No hay peor destino para una película que la de acabar intuyendo aquello que presuntamente acabará ocurriendo. En Nostalgia todo es tan evidente que es imposible cruzarse con alguna sorpresa.

Àngel Quintana

El retorno a su Nápoles natal del protagonista, tras cuarenta años de ausencia, articula la nueva realización de Mario Martone, que regresa con ella también a su propia ciudad, a una realidad social que conoce bien y a un tema que ha sido ya objeto de otras películas suyas: la presencia de la Camorra y la vida en el interior de los barrios que gobierna la red mafiosa bajo el silencio que impone su ley. Felice (Pierfrancesco Favino) regresa como un hombre maduro, de fe musulmana, casado con una mujer egipcia y convertido en un empresario de éxito. El pretexto inicial de su viaje (reencontrarse con su madre, poco antes de su fallecimiento) deja paso enseguida a los verdaderos y más profundos impulsos que están detrás de su regreso: ajustar cuentas con su pasado juvenil y recuperar el vínculo con su cultura de origen. Martone narra la historia con pulso intermitente y con una dramaturgia perfectamente previsible que recurre a un procedimiento de extrema obviedad para desvelar lo que oculta el pretérito de Felice (las secuencias con formato 1:1,66 y con diferentes tonalidades cromáticas, insertadas de forma mecánica dentro de un film con formato 1:2,35). El relato se hace tan prosaico como académico dentro de un film que contiene, pese a todo, algunos destellos de interés, centrados casi siempre en la actividad de un sacerdote con los chavales del barrio para tratar de sustraerlos al destino terrible que les ronda si no logran integrarse en la vida social del entorno. Pero estas secuencias son solo un mero telón de fondo, apenas algunos breves interludios dentro de una narración que discurre casi siempre plana y sin relieve, repetitiva y sin mordiente.

Carlos F. Heredero