¿Es lícito jugar a los buenos sentimientos, forzar la tensión mediante giros fáciles de guion y de puesta en escena para llevar a cabo la denuncia de un tema de extrema gravedad? ¿Esconde esta denuncia sobre los caminos de la emigración que llega a Europa una especie de operación de lavado de la mala conciencia europea ante el hecho de haber convertido el mediterráneo en un mar lleno de cadáveres? ¿El cine político debe jugar con las estrategias más elementales para llegar al gran público o el uso de dichas estrategias implica siempre un acto de abyección? Yo, capitán de Matteo Garrone no es ni una mala película, ni una buena película. Estamos ante una película que plantea muchas dudas sobre su honestidad y su eficacia política, pero que es necesario que esté en los cines. La presencia de esta película en el corazón de una Italia gobernada por la ultraderecha es más necesaria que nunca, pero no sé si el cine continúa siendo ese lugar útil para determinadas tomas de conciencia. Estamos ante un tema de una gravedad extrema que no solo afecta a aquellos que quieren lavarse la conciencia frente al racismo, sino al corazón de la sociedad europea que tiene graves problemas para aceptar el otro. Es necesario que no cese de recordarse cuáles son los caminos que atraviesan los jóvenes que sueñan con llegar a Europa o cómo la presencia del mal envilece y destruye. Sin embargo, una vez más, la necesidad de sacar a la luz el problema de la emigración y de contar las penurias que viven los jóvenes emigrantes ante las mafias y la falta de una política migratoria, está acompañado de la tentación de llevar a cabo múltiples trampas. Matteo Garrone es un cineasta al que le gusta hacer trampas al solitario y que ante un tema de extrema gravedad no duda en cargar las tintas para hacer sufrir al público o en crear una falsa épica frente unas imágenes que no la necesitan. Garrone rueda una película efectista que atrapa. Yo, capitán utiliza las armas del cine convencional para anteponer la significación del tema mientras minimiza su utilidad estética. La apuesta es más que discutible, sin embargo, no acabo de tener claro si nuestros actos de frivolidad crítica que nos obliga a anteponer nuestro gusto ante las imágenes, tienen algún sentido. El problema que propone una película como Yo, capitán no puede ser nunca estético, ya que es un problema moral. Àngel Quintana