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El exceso de estilo es a la vez la mayor virtud y el pecado más inconfesable de Cerdita, el primer largometraje de Carlota Pereda. Cuando Valle-Inclán paseó por el Callejón del Gato para inventar el esperpento, los espejos reflejaron la misma realidad que vio. Cuando Berlanga o Fernán-Gómez siguieron su ejemplo, algo llamado franquismo les puso en bandeja un país desolado que más bien parecía un decorado grotesco. Ahora, mucho años después, la cultura global puede con todo y por eso Cerdita, que en principio quiere ser igualmente un retrato deformado de la España casi vacía, acaba recurriendo al psychothriller y el gore para redondear la fiesta. El resultado es una película desbordante que se desborda a sí misma, una pesadilla pop de la que despertamos exhaustos, una crónica tan negra que acaba anegada en su propia oscuridad.

En un pueblo de Extremadura, una adolescente a la que sus coetáneas llaman ‘cerdita’ por culpa de su exceso de peso vive con sus padres y su hermano pequeño en la carnicería que regentan aquellos. Lo que no sabe es que va a verse envuelta en una trama delirante que no solo implicará a quienes la atormentan y envilecen, incluidos sus propios progenitores, sino también a un tipo extraño y silencioso que se ha obsesionado con ella. Al principio, el rigor de Pereda en el encuadre y su empeño en destilar el plano hasta la extenuación consiguen crear un universo extraño, el simulacro de un simulacro, un realismo sin huesos ni sangre que se niega a tomar la realidad como referente y en su lugar sitúa un imaginario desquiciado, paradójicamente medido con escuadra y cartabón. Después, no obstante, ese logro empieza a gustarse demasiado a sí mismo y el film se dedica a multiplicar planos, a repetir reflejos, a utilizar el montaje como arma arrojadiza para fabricar unas cuantas set pieces cuya mecánica acaba siendo idéntica en todos los casos. En una de ellas, procedente del corto homónimo que ganó el Goya en 2018, una piscina y una carretera sirven de escenario de humillación y vergüenza para la protagonista. Y en otras dos, un bosque nocturno y un granero abandonado, respectivamente, contemplan una acumulación de sangre y desmembramientos que haría enrojecer de envidia a cualquier splatter de los ochenta.  De la malformación realista al terror cotidiano solo hay un paso, parece decirnos el film, como si estuviera recreando en otro sentido el discurso de El agua, el trabajo de Elena López Riera que compite en esta misma sección (véase crítica en esta misma web). Lástima que lo diga tantas veces y que grite tanto para hacerlo.

Carlos Losilla