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Los defensores de ese puñado de películas que ayudaron a estamparle el sello de la dignidad a un subgénero tradicionalmente maltratado por la crítica como el giallo -sepan disculparme la generalización- insistieron (insistimos) en que el potencial de obras como Seis mujeres para el asesino (Mario Bava, 1964), Rojo oscuro (Dario Argento, 1975), La casa de las ventanas que rien (Puppi Avati, 1976) o Suspiria (Dario Argento, 1977) estaba en su capacidad para generar ideas (y despertar sensaciones) a partir de imágenes; digamos que su poder seductor emanaba de su forma y no de una dramaturgia deslavazada, la mayoría de las veces inconsistente y, sin embargo, irrelevante a la hora de valorar los méritos de aquellas obras. Valga esa introducción para presentar el segundo trabajo de Carlos Conceiçao, una hora de sentido homenaje al giallo que arranca con una cita de Ted Bundy y dos secuencias hermosas y terribles (un suicidio y un asesinato) en las que se nos presenta a un serial killer de irresistible atractivo -un Matthieu Charneau que se da un aire al James Franco de The Deuce– que, casualidades de la vida, se convierte en una estrella gracias a un video en YouTube, inicio de su perdición.

Como Cattet y Forzani o como Peter Strickland, el realizador luso se nos aparece, contra todo pronóstico después de Serpentário (2019), como un profundo conocedor de la tradición cuyo talento presta para: a) mantener el interés sin dejar de sorprendernos durante 60 minutos y sin utilizar un solo diálogo; b) construir una atmósfera irreal a partir de una marcadísima estetización que nos invita a dejarnos atrapar por sus imágenes; c) convertir una historia criminal en una (falsa) fábula redentora cargada de irreverencias -hacer de Ted Bundy un Jesucristo- y poniendo en evidencia unos cuantos tabús.

Como ya sucedía con El prófugo (Natalia Meta, 2020), nos encontramos ante una película subyugadora, en la que ni el guion ni los gozosos homenajes (desde los autores trasalpinos citados al Hitchcock de La ventana indiscreta, pasando por el Raoul Walsh de Los violentos años 20) importan tanto como la sibilina transgresión en la que nos involucra Carlos Conceiçao.