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La siempre difícil integración de los emigrantes en las sociedades de acogida se multiplica por mil si estas últimas sufren, a su vez, cada vez más graves procesos de deterioro, pobreza y crisis económica. El año pasado, el rumano Cristian Mungiu ya daba cuenta en su film R.M.N. de todos los fantasmas que amenazan a la convivencia y los derechos humanos en una Europa donde las fuerzas más oscuras y xenófobas de su historia encuentran cada vez mayor apoyo en algunos sectores de la población. Ahora, los británicos Ken Loach y Paul Laverty, que firman con esta su colaboración número dieciséis, colocan sobre la pantalla una radiografía equivalente, situada esta vez en un pueblo minero del noreste de Inglaterra, arrasado por el desmantelamiento de aquella forma de vida, por una despiadada especulación inmobiliaria y por la pobreza que aqueja a las capas más humildes de sus habitantes. Aquí los emigrantes son algunas familias sirias que llegan al lugar, sin más recursos que la ropa que llevan puesta, huyendo de la guerra en su país y de la barbarie del régimen de Bashar Háfez al-Ássad. Y lo primero que se encuentran es la desconfianza, el racismo profundo y la hostilidad, incluso violenta, de algunos sectores de la población más insolidaria y desclasada, que ve en estos nuevos vecinos a personas todavía más débiles que ellos y a los que contemplan como una amenaza.

Loach y Laverty construyen su relato, como casi siempre en sus últimos guiones, de manera excesivamente explícita y exponen el contexto con una sobrecarga didáctica y explicativa en los diálogos, pero a la vez el director se muestra más comedido y más sereno en su puesta en escena, más contenido y algo más pudoroso, lo que se agradece de veras. Su diagnóstico es realista y la radiografía no puede resultar más pesimista, a la vez que indudablemente lúcida, pero no se resisten a la tentación de generar finalmente una catarsis colectiva bajo la que resuena, de forma inequívoca, el convencimiento de quienes siguen creyendo en la necesidad de la solidaridad entre los desposeídos, en la unión de los más débiles para hacer frente al egoísmo de los más fuertes y en la reivindicación, no solo de la memoria de la lucha obrera y sindical, sino también de la vigente necesidad de ambas.

Sin embargo, la conciencia y la solidaridad de clase acaban por emerger aquí –según la construcción dramática y narrativa de la película– a partir de un suceso luctuoso, y no como resultado de un proceso de lucha o de participación colectiva frente a las penurias que afectan a unos y a otros. Esa crucial decisión hace bascular la película hacia la explotación de lo emocional y la aleja, paradójicamente, de los postulados marxistas desde los que sus autores analizan, al comienzo, las coordenadas del problema. El optimismo de futuro que expresan los últimos quince o veinte minutos de metraje se desvela así no solo como un giro argumental impostado por el guion (y previamente anunciado), sino también como un refugio en lo meramente emotivo que desactiva el llamamiento combativo que, teóricamente, quiere transmitir la apuesta de los creadores por la necesidad de la lucha y de la solidaridad colectiva entre los desahuciados de la Historia. Carlos F. Heredero


Todos aquellos que aún creemos en los restos de las izquierdas y en los valores que puede poseer la fuerza de lo común, encontraremos en The Old Oak de Ken Loach una especie de despliegue retórico de una cierta idea de futuro. La película habla de la importancia que para una sociedad tiene la solidaridad, y no la caridad, para forjar el respeto hacia el otro. También nos habla de las monstruosidades que el egoísmo ha generado en el corazón de pequeñas comunidades que han rechazado al otro y han visto en el pobre al principal enemigo de su riqueza. Cuando habla de estas cosas desclasifica todo el discurso emergente de la extrema derecha en Europa y recupera el valor de la utopía, desenterrando incluso alguna cosa de ese tiempo en que el viejo comunismo era un modo de pensar en la comunidad. Ante un discurso claramente de izquierdas, que por otra parte es el testamento de despedida de un director que ha jugado al cine político, con dos Palmas de Oro, es imposible no llorar por todo lo que la película nos dice. No obstante, The Old Oak es una mala película. ¿Por qué? Cuando el cine se convierte únicamente en un territorio de reivindicación de valores y en un momento en que la ideología ocupa un lugar clave en los discursos críticos, cuesta mucho decir que no a una película como la de Loach. Cuesta mucho porque, desgraciadamente, se ha olvidado el poder de la forma y la complejidad del discurso crítico. Ken Loach funciona emocionalmente, pero no funciona críticamente porque es una película que juega con estereotipos, lugares comunes, situaciones previsibles y porque solo cree en el bien y el mal, sin matices, sin pensar que a veces nada es tan fácil.

The Old Oak cuenta la historia de una familia refugiada de Siria que se instala en un pequeño pueblo del Norte de Inglaterra. Los vecinos que pueblan el pub no soportan a los recién llegados y están preocupados porque están ocupando y pervirtiendo la convivencia apacible en la población. Los refugiados pueden ser el origen de la delincuencia y del malestar. En el otro extremo está el propietario del bar, que ha enviudado y ante las fotos de las huelgas de los viejos mineros, considera que la sociedad debe organizarse para dar comida a los que no la tienen. La cosa sigue a partir de la oposición entre la maldad de los ciudadanos y el buenismo del protagonista. Loach lleva todo hacia la paradoja emocional, los valores saltan de la pantalla, pero la forma es inconsistente, prototípica. ¿Qué hacer? Hace años teníamos superado ese dilema pero en estos momentos en que la ideología y la cancelación marcan las formas de la crítica, cada vez es más difícil explicar por qué no nos puede gustar una película cuando creemos en su discurso. Es difícil hacernos comprender cuando la mirada hacia la política cada vez es más unidireccional. Quizás la clave está en poner el final de esta película con relación al final de Il sole dell’avvenire de Nanni Moretti. Ambas películas acaban con un desfile solidario, testamentario, abierto al futuro. El desfile de Loach no tiene fuerza, es débil y manipulador. El de Moretti es una invitación al optimismo y a un futuro mejor. Puestos a escoger, prefiero desfilar al lado de Moretti. Àngel Quintana