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En el pasado número de abril (Caimán CdC, nº 165), nos hacíamos eco del paso por Barcelona de la gran exposición monográfica dedicada a la experiencia artística de Apichatpong Weerasethakul. Tal y como explicaba entonces Eulàlia Iglesias en su crónica, ‘Perifèria de la nit’ (Fabra i Coats: Centre d’Art Contemporani), un montaje que antes había sido estrenado en Francia, realzaba en el espacio expositivo la experiencia inmersiva (y en penumbra, como en la sala de cine) que conectaba al visitante con ese terreno fronterizo, liminal y periférico que distingue (si lo hace) el sueño de la vigilia. Una experiencia que favorecía, en su recorrido, la conexión del espectador con la idea fantasmagórica, propia del imaginario creativo de Weerasethakul, de la imagen como extensión del alma y del juego irresoluble entre lo que aparece y desaparece, lo visible y lo invisible. En aquel pequeño bloque temático de la revista publicamos también una conversación con el tailandés (a cargo de Javier H. Estrada) en la que el propio autor definía su concepción creativa como un proceso en red según el cual, ya desde los inicios de su trayectoria, el lenguaje videoartístico se imbrica, vincula, funde e incluso confunde con el cinematográfico. Como si cada una de las historias, pero también de los personajes y de los lugares de su obra quedaran vagando o se escindieran, para reencontrarse después, una y otra vez, a través de los sueños y los recuerdos, pero también de los distintos medios expresivos y de los espacios expositivos o de proyección en los que sus piezas audiovisuales se disgregan. Por eso resulta sugerente pensar en la posibilidad de que los textos que publicamos hace un par de meses se amplíen, ramifiquen e interrelacionen ahora, a imagen y semejanza del sentido artístico de Weerasethakul, a través de los que dedicamos en este número al estreno en salas de Memoria (2021). Un intercambio que nos permite además difuminar, aunque sea solo un poco, esos protocolos casi siempre absurdos, reduccionistas e incluso reaccionarios que distancian la ‘institución cine’ de la ‘institución arte’.

A rubber band snaps on a drum

a loud bang

a metallic ball shatters a rock to pieces

liberating its memory.

Con estos versos, que forman parte del poema que Weerasethakul elaborara para la hoja de sala del montaje francés de su exposición, se establece además una conexión directa e ineludible con Memoria. La cercanía entre lo cotidiano y lo fantástico, lo terrenal y lo mítico, se fusionan aquí para profundizar en esa concepción expandida del gesto artístico de la que venimos hablando (a través, ahora, de la expresión escrita) pero también, y sobre todo, para poner en primer término uno de los elementos centrales de la obra del tailandés: el sonido. Sobre ese registro sensorial, y sobre la importancia de oír el film, escribe Jonay Armas en las páginas de la revista:Ahí subyace la idea de poder expresar lo no dicho. A través de la escucha, a través del sonido, somos capaces de conectar tiempo y memoria. Tiempo y memoria se funden, y aquí es donde Memoria comienza: no podemos ver el más allá, pero podemos escucharlo”. Una concepción de la banda sonora que, como muchos planos del film, parte de lo cotidiano para expandirse hacia lo trascendente. Y es precisamente ahí, de nuevo entre el sueño y la vigilia, entre el recuerdo y la muerte, donde el cine de Weerasethakul nos permite encontrar una última imbricación, un diálogo (quizá sea un trasvase) en una órbita de influencia que nos conduce a otro de los filmes que se estrenan este mes. Alma anciana, el debut en el largo de Álvaro Gurrea, nos lleva entonces, en palabras de Javier Rueda, a pensar en esos “pliegues de la realidad”, entre la vida y la muerte, “que Borges llamaría dormir”.