La nueva película de los hermanos Dardenne nos ofrece exactamente lo que se podía esperar de ella una vez conocido el argumento (su filmografía permanece estrictamente fiel a una mirada, una forma de hacer cine y una concepción del mundo que para ellos es irrenunciable), pero nada de todo esto supone que Tori et Lokita carezca de interés o resulte una mera repetición de la fórmula. Sus protagonistas son aquí dos supuestos hermanos convertidos en víctimas de sobreexplotación laboral, abuso sexual y tráfico de emigrantes en la sociedad belga. Lokita es una joven adolescente; Tori es un niño de diez años; los dos son negros, están prisioneros de una red de tráfico de personas y son explotados, a la vez, por el dueño de un restaurante que les utiliza como correos para sus trapicheos con las drogas. Sumidos en uno de los agujeros más negros del patio trasero más sucio y más criminal de la vieja y cultivada Europa, Tori y Lokita no han perdido la esperanza. Son criaturas de unos directores que creen en sus personajes y que nunca les despojan de su dignidad. Lokita es humillada por su empleador, pero los cineastas no la humillan a ella cuando tiene que ceder a la explotación sexual de la que es víctima, y por eso cortan el plano con rapidez y con plena deliberación en el momento oportuno, no antes, ni después. No se trata solo de humanismo, se trata de filmar y mirar desde una distancia ética que preside toda la película.
Y esa ética es social, pero sobre todo cinematográfica. Aquí no hay discursos redentoristas ni diálogos explicativos, tampoco requisitorias para la parroquia de los fieles con buena conciencia dispuestos a aplaudir al primer demagogo simplista que les diga, o les ponga en escena, lo que quieren oír y lo que quieren ver. Lo que sí hay es acción, no psicologismo. En este film impecablemente hawksiano, conductista en lo narrativo y cristalino en sus formas, la vida es difícil. Subir una cuesta en bicicleta supone un esfuerzo físico agotador que se siente y se ve. Empujar un pesado aparato de aire acondicionado para poder entrar por un minúsculo agujero cuesta mucho trabajo y necesita de ingenio. Cambiar la tarjeta SIM de un teléfono móvil es una operación que ocupa tiempo y que necesita de habilidad con los dedos. Todo es dificultoso, árido y agotador en la vida de Tori y Lokita, y las imágenes lo muestran tal cual, sin elipsis engañosas, sin trucos de guion, sin intervalos amables, sin autoconcederse facilidades narrativas, sin encuadres enfáticos ni guiños cómplices.
La mirada de Luc y Jean-Pierre Dardenne es limpia y generosa. Los cineastas no se engañan, no son ingenuos. Saben que el futuro de Tori y Lokita es tan oscuro como su piel, que sus posibilidades de vivir una existencia laboral legal y decente son escasas por no decir casi nulas, pero nos muestran que también existe otra faceta de sus vidas: su entereza, su fuerza vital, su solidaridad mutua, su fe en un futuro mejor, el optimismo que necesitan para seguir viviendo –sin desmoronarse– en las condiciones en las que viven. Por eso esta película devastadora y optimista a la vez (sin ápice de sentimentalismo) nos hace ver de otra manera una realidad con la que convivimos y de la que muchas veces solo vemos la cara más terrible y más bárbara, olvidándonos de toda la belleza y de toda la fuerza vital con la que las víctimas defienden el único territorio que no les pueden arrebatar.
Carlos F. Heredero
Todo empezó en 1996 con La promesa, en la que un hombre europeo, Roger –Olivier Gourmet–, que tiene una empresa de construcción se dedica a la explotación de inmigrantes ilegales sin papeles. Un accidente provoca la muerte de un inmigrante, e Igor –Jérémie Renier, el hijo– promete que ayudará a su familia. La promesa fue la película que marcó el rumbo de los Dardenne y el inicio de un camino complejo centrado en la búsqueda de un gesto de redención en una Europa sin perdón. En Tori et Lokita no hay ninguna promesa, ni se muestra ningún gesto de ayuda. Los dos jóvenes emigrantes subsaharianos que transitan por Seraing –la ciudad dormitorio de Lieja donde transcurre todo el cine de los Dardenne– se encuentran abandonados a su propio destino. Como tantos emigrantes, fueron víctimas de las mafias que los llevaron hasta algún lugar de la costa italiana donde aprendieron la tierna canción que les acompaña. Después atravesaron diferentes países y se instalaron en Bélgica. En el epicentro de la Europa del bienestar continúan siendo prisioneros de las mismas mafias que traficaron con sus cuerpos. Lokita debe pagar dinero a los que la transportaron a Europa, debe mantener a su hipotético hermano mientras busca unos papeles que regularicen su situación y debe enviar dinero a su familia. Mientras no obtiene los papeles debe traficar con droga, al servicio de un mafioso italiano que mantiene un restaurante, e incluso debe concederle ciertos favores sexuales.
Los Dardenne construyen la película más oscura de su carrera. Las instituciones sociales con sus protocolos no ofrecen salidas a los recién llegados, las mafias operan convirtiendo a los emigrantes en carne humana y la insolidaridad se pone de manifiesto en el ambiente, en aquellos que no quieren pararse en la carretera para ayudar a los otros. No es solo el mal –las mafias– quienes provocan las situaciones inhumanas, sino la insolidaridad social que, con sus pequeños gestos, distorsiona las estructuras del sistema. Los hermanos Dardenne siguen fieles a sí mismos, pero a diferencia de otras películas en Tori et Lokita no hay ninguna redención laica posible que redima a los personajes. El pequeño Tori y la joven Lokita quizás no necesitan encontrar una redención que parece eclipsada. Ambos son filmados exaltando su dignidad, capturando sus gestos en un mundo cruel y, sobre todo, mostrando siempre la pervivencia de la inocencia en su mirada. Es en la reivindicación de esa inocencia dentro un mundo sin inocencia donde se halla la clave de la película. Es en el modo en que capturan la mirada de los niños que no pueden crecer donde los Dardenne van más allá de todo el cine social y demuestran, una vez más, que son unos grandiosos cineastas.
Àngel Quintana
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