Desde sus primeros minutos, Exile provoca una extraña sensación de desazón. Un hombre común, aparentemente un profesional de clase media avanza por la calle donde se ubica su vivienda de zona residencial en Alemania. La cámara le sigue a partir de un travelling lateral en primerísimo primer plano de movimiento brusco e inquietante, potenciado por un score que aparece y desaparece  de manera abrupta, algo que se repetirá a lo largo de todo el metraje y que sirve de preaviso de los bruscos e inesperados virajes tonales y argumentales del largometraje. Un score que sirve como elemento tanto diegético como extradiegético para representar, a partir del paisaje sonoro del filme, el interior de un personaje profundamente hermético. Un exiliado kosovar afincado en Alemania sugestionado por la sensación de que sufre bullying tanto en su entorno profesional como personal.

Pero la puesta en escena de Visar Morina va introduciendo subrepticiamente pequeños detalles que dejan entrever que Xhafer, el ingeniero químico protagonista de la cinta esconde mucho más detrás de esa apariencia de normalidad. Casi un sosias del Fred Madison de Carretera perdida, que arrastra tras de si el horror del trauma de su pasado en Kosovo, incapaz de pertenecer al mismo plano de existencia que sus compañeros de trabajo o la familia aparentemente idílica que ha construido a su alrededor. En su entorno laboral, una nube de oscuridad acompaña todos y cada uno de los planos en los que el personaje hace acto de presencia, sobreexponiendo el objetivo a sus compañeros de oficina como si la toxicidad del interior de Xhafer solo permita al espectador ver lo real a partir de su mirada disociada. Una atmósfera lugubre que va creciendo exponencialmente a medida que la cinta avanza y que desemboca en la oscuridad impenetrable que acaba intoxicando la otra localización de la película: su entorno familiar. Un entorno familiar que lenta pero progresivamente va anegándose inexorablemente hacia el lado de las tinieblas y que comparte con trabajos recientes como Favolacce -ganadora de la Palmera de Oro en la pasada Mostra de Valencia- la capacidad de infectar el Ikea way of life de la burguesía del siglo XXI, a partir de la paulatina pero imparable descomposición de los hasta entonces brillantes y pulidas superficies exteriores.