Hay un fuerte contraste de luces y sombras en Noche perpetua, el último cortometraje de Pedro Peralta. Casi en penumbra y dirigiendo el haz de luz a zonas muy concretas del plano, la puesta en escena recuerda a un lienzo tenebrista donde las mujeres conviven con una oscuridad que habita en sus hogares. Esta inquietante presencia, que ocupa casi la totalidad de la pantalla, se ve interrumpida por focos de luz que iluminan aspectos claves del encuadre. Así, el cineasta rescata de la sombra instantes trascendentales que perdurarán en la memoria de una mujer a punto de perderlo todo: el rostro de su hijo durmiendo o el consuelo de su bebé al que amamanta por última vez. El espacio resulta aquí fundamental: una fortificación femenina donde las paredes no son tan infranqueables como deberían. La casa parece aumentar de tamaño gracias a un movimiento de cámara que se acerca y aleja de la protagonista intentando anticipar el lugar al que va a dirigirse.
Este conciso dispositivo lumínico, así como la localización del relato en un único espacio, responden a una vocación naturalista, una simplicidad formal y por supuesto narrativa, que también se refuerza a partir del montaje: tan solo con tres planos (largas secuencias que fluyen casi orgánicamente de unos a otros) se describe un conflicto ideológico, un contexto histórico muy concreto (España, 1939) y una fractura emocional con increíble precisión. Una fórmula que recuerda algo fundamental en el formato del cortometraje: que el uso del tiempo siempre tiene que ajustarse a la eficacia de los mecanismos formales empleados.