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Hay una gema preciosa, de muchos quilates en su potencial lírico y con sustrato de hermoso cuento fantástico, dentro de Annette: la marioneta que da título al film, hija del amor entre una cantante de ópera (Marion Cotillard) y un cómico de stand-up  heterodoxo y provocador (Adam Driver). El ajuntamiento carnal entre el arte popular y la alta cultura alumbra un ser mecánico y desvalido que acaba siendo víctima de la enajenación y los desvaríos del padre, lo que termina por engendrar una metáfora cuyo sentido inicial –mucho se teme este cronista– no camina exactamente por los derroteros con los que quizás se pueda identificar más el creador de la sugerente fábula (Leos Carax), muñidor de un híbrido en el que el musical de Jacques Demy se funde con ecos de Holy Motors, la resonancia de Edgar Allan Poe (uno de los creadores a quienes el cineasta da expresamente las gracias en los créditos finales) fusiona con destellos del mejor cine fantástico, la fealdad estética de la televisión de masas muta en arrebatos pasionales dignos de Los amantes del Pont Neuf (la secuencia del barco, en medio de la tormenta) y destellos de una deslumbrante inventiva se alternan, ¡ay!, con la brocha gorda estilística que deja al descubierto la oquedad real de la ambición formal de algunos momentos.

La película empieza con un terremoto que hace presagiar lo mejor (una secuencia musical con un ímpetu y un brío exultantes) y luego desobedece a Hitchcock, porque en lugar de ir hacia arriba, no deja de desmayarse, de forma intermitente, en secuencias planas, romas, carentes de vuelo poético, feas y toscas hasta lo impensable (con dos simas particularmente profundas: la secuencia del parto y la escena del ahogamiento en la piscina). Sorprendentemente, Leos Carax desaprovecha la hermosa potencialidad lírica del núcleo argumental y se pierde por derroteros complejos que no le conducen a ningún sitio (el maltrato a las mujeres, la explotación de la infancia, la burla del sistema judicial americano, la parodia del sensacionalismo exhibicionista de los grandes shows televisivos…), pero entre medias, en fogonazos aislados, emerge el cineasta pasional y visionario capaz de adentrarse –sin avisar y de improviso– en los más hermosos acordes del fantástico (el tránsito sin solución de continuidad entre el escenario del teatro y el bosque profundo, o la secuencia en la que el fantasma etéreo de la mujer se mete en la cama con el protagonista a la vez que otro fantasma de ella, pero de carne y hueso, contempla la escena). El resultado final -tan heterogéneo como libre y arriesgado, tan desconcertante como desigual y caprichoso- se abre paso a dentelladas, con golpes de genio y con desmayos de principiante (hasta llegar al The End más anticlimático que se recuerda en mucho tiempo), dejando en el camino un cadáver metafórico (el personaje de Marion Cotillard, sin apenas desarrollo, sin personalidad, sin carácter) y la desangelada sensación de que el conjunto (una producción que deja al descubierto una pobreza de medios que la perjudica y que limita mucho la intensidad de sus imágenes) acaba por ser, de forma impremeditada, tan ortopédico (para mal) como lo es (para bien) la figura más enigmática y hermosa de la función: la marioneta infantil que le da título y sentido a este cuento.

Carlos F. Heredero

‘It’s time to start!’

La secuencia de inicio de Annette se conecta de manera poderosa con el arranque del festival, precisamente en su gala de inauguración, y lo propulsa a través de una energía festiva arrolladora. ‘It’s time to start!’ cantan lo actores del film en un desfile por las calles –siempre nocturnas– de la ciudad que acaba por lanzar una pregunta: ‘¿El espectáculo está fuera o dentro?’. Y probablemente sea éste el dilema conceptual mas poderoso de una película que juega todo el rato en torno a la idea de la representación y al dilema entre espectáculo y verdad. Una cuestión que encuentra sus mejores momentos cuando se ponen en escena los monólogos en los que Henry (Adam Driver), cómico de stand-up a la manera de un boxeador, busca el desconcierto de su público (y del que está al otro lado de la pantalla) cuando subvierte el humor a través del horror.

No es el único motivo que conecta Anette con el resto de la filmografía de Carax. Hay aquí una búsqueda de la reformulación de los géneros (el musical, claro está, pero también el melodrama, el fantástico, la comedia o el terror), una mirada hacia la potencia expresiva de los cuerpos (sobrecogedor el modo en el que, el de Adam  Driver, conduce y recuerda al de Denis Lavant), la disolución o confusión de la identidad (menos elaborado que en Holy Motors), la figura de la bestia (y la bella), la ambición, la corrupción de los medios de comunicación, el éxito creativo y artístico, el miedo, el amor o la muerte. Ideas que aparecen elaboradas a través de un desbordante (y a veces desbordado) torrente de hallazgos visuales que se sostiene sobre la base de un musical que encuentra, en el sólido trabajo compositivo de la banda Sparks, una sugerente y poderosa conexión con filmes de los setenta como Tommy (Ken Russell). Pero quizá apunta demasiado alto el ya maduro enfant terrible que, después de nueve años, regresa con menos capacidad rompedora de la que pretende y algunas irregularidades que hacen decaer el film por momentos.

Jara Yáñez

Pese a quien pese, conviene decirlo en voz alta:  Anette de Leos Carax es magnífica. Podríamos considerarla, en primera instancia, una suerte de cuento infantil sobre un ogro maligno que entra en la vida de una princesa. Pero mucho mejor considerarla como una tragedia romántica que establece una clara relación con la tradición operística que le sirve para hablar de la incapacidad de controlar la razón cuando el mal esta latente y puede surgir en cualquier momento. Y es que, en cierto modo, la película podría responder a la

pregunta que se planteaba Georges Steiner al inicio de su primer libro La muerte de la tragedia. ¿Por qué la tragedia, que evolucionó desde la Antigüedad hasta la época de Shakespeare y Racine, calla o declina, a partir de ese momento, en el teatro? A lo que se podría añadir la cuestión de por qué el cine ha abandonado la tragedia y de qué modo puede recuperarla a partir de sus propios elementos artificiosos. La película de Carax tiene un personaje masculino llamado Henry (protagonizado por Adam Driver) que, como un Lenny Bruce, transforma su vida en una comedia amarga desde un escenario, sin saber de que modo su representación transforma su vida, o su vida no es más que el producto de la representación. El personaje es una auténtica bestia humana, en el sentido de Zola, que está atravesado por la fêlure, una tara que lo lleva a no poder amar sin sentir la pulsión de la muerte. Henry se enamora de Anne -Marianne Cotillard- una cantante de ópera que está acostumbrada a interpretar múltiples destinos trágicos, que vive envuelta en el divismo, pero que está predestinada a un final parecido al de sus heroínas. El hombre aparece como un ser atrapado en sus contradicciones, donde su lado oscuro se impone a la racionalidad y que, a pesar de enamorarse, su destino implicará una rápida caída al infierno. Junto a estos personajes surge la inocencia de Annette, una niña que es manipulada y utilizada como proyección de lo que ha sido su triunfante madre, convertida en un títere incapaz de abandonar su destino. Leos Carax rueda esta historia, que aparenta ser naif, pero que es finalmente conmovedora gracias a la manera en la que explora la tradición, a partir de una gran inventiva visual en su puesta en escena y que llega a sus momentos culminantes en una tempestuosa escena en alta mar. Carax no rehúye el artificio, o los juegos teatrales representados a través de una aparatosa escenografía y un interesante manejo de escenas interpretadas con títeres. Junto a todo esto, no debemos olvidar que Annette es un musical de Sparks, el grupo creador del glam rock de los setenta que construyen

una ópera rock en el mejor sentido de la palabra. Sparks establece un apasionante diálogo entre dos tradiciones, la del musical de Broadway y la operística, con algunos números absolutamente delirantes. Los dos géneros establecen un dialogo rico en matices que acaba resultando absolutamente fascinante, apoyado por una interpretación de Adam Driver que desborda la pantalla. Una maravilla.

Àngel Quintana