Adaptación de la novela homónima de Sara Mesa, la nueva realización de Isabel Coixet afronta un desafío mayúsculo heredado del original literario: hacer comprensible —no necesariamente compartible— el comportamiento de una joven treintañera que se refugia en un pequeño pueblo rural para intentar rehacer su vida y debe enfrentarse allí, primero a la hostilidad de un casero huraño (un personaje del que la película no nos proporciona ninguna razón que explique su comportamiento), luego a las sugerencias amorosas de un joven vecino (reducido en el film a un estereotipo muy previsible) y finalmente a un transgresor intercambio de sexo por servicios de reparaciones en el tejado a cargo de un vecino (Andreas) cuyo perfil, en principio, se diría radicalmente antagónico al de la protagonista. Un realización cuidadosa y aseada por parte de la cineasta no impide, sin embargo, que las metáforas resulten demasiado evidentes, que los momentos de mayor intensidad dramática parezcan forzados un tanto artificialmente y, sobre todo, que la joven deje de ser en todo momento una figura opaca, puesto que la puesta en escena no consigue hacer entender al espectador las razones —o sinrazones— de un deseo heterodoxo cuya plasmación en la pantalla alcanza algunos momentos de fisicidad notables, pero insuficientes para poder sostener al personaje a pesar de la esforzada y casi siempre magnífica interpretación de Laia Costa. La película acaba por ofrecer un retrato crítico de la masculinidad y un retrato confuso de los deseos femeninos, mientras que el film se acerca poco a poco a los contornos de un cuento de terror (antítesis manifiesta de las bucólicas exploraciones del universo rural que han propuesto en los últimos años numerosas ficciones situadas en Cataluña) y se cierra con una performance, supuestamente liberadora y de concepción coreográfica, que se desliga expresamente del relato precedente para poner un coda que se quiere optimista. Carlos F. Heredero