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En un momento de este delicado retrato íntimo de una hija a su madre, Jane Birkin afirma que ha dejado de mirarse al espejo, no ha perdido la voz y puede seguir haciendo conciertos, pero cada vez le cuesta más identificarse con un rostro que ha envejecido. Al final de la película, Charlotte Gainsbourg habla del miedo que siente ante que su madre enferme o que desaparezca. En medio de estas dos afirmaciones sobre la levedad de la existencia, se mueve esta curiosa película, en la que una hija fotografía a una actriz que empezó siendo modelo y que se siente a gusto ante las cámaras. Ambas hablan de sus relaciones, de la infancia, del primer hijo de Jane Birkin que murió y de la imposibilidad de ver viejas películas familiares en las que aparezca la imagen del ausente. La hija filma la madre en los escenarios durante una gira, primero en Tokyo y luego en Nueva York; en sus momentos de descanso yendo a la residencia familiar o paseando por los bosques de la infancia. Incluso, en un emotivo momento, entran en la casa/mausoleo de Charles Gainsbourg en la que el tiempo parece haberse congelado y en la que después de treinta años la nevera está repleta de unas latas podridas que revelan la destrucción de un mundo que quiere ser conservado en la memoria. Charlotte Gainsbourg rehúye todo intento de llevar a cabo una biografía, se siente más cómoda en el terreno del retrato de lo compartido. Y hacia el final del documental, madre e hija comparten la misma cámara y la madre cuenta que durante toda su vida nunca ha podido dormir sin utilizar somníferos. La fragilidad de la mirada penetra en la fragilidad de la vida.

Àngel Quintana