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¿Hay otro director como Hamaguchi en el cine mundial? Quiero decir, alguien que, después de una película tan exitosa como Drive my car, opte por dar una suerte de paso atrás y ruede una película medio improvisada que, ni de lejos, intenta ser más ‘grande’ que la anterior. Evidentemente, ese paso atrás no es tal. Como ya sucediera después de  Asako I & II, cuando Hamaguchi rodó una producción más independiente (La rueda de la fortuna y la fantasía) y otra más industrial (la citada Drive my car), El mal no existe sería tan solo una de esas oportunidades que el cineasta japonés no deja pasar y que en ningún caso va a considerar como un proyecto menor. Y eso que la génesis de su nueva película es ciertamente singular. Antes que una película de ficción,El mal no existe fue una película de acompañamiento para los conciertos de su compositora de cabecera, Eiko Ishibashi. O eso fue lo que llevó a Hamaguchi a filmar en las montañas de Nagano, reserva natural cercana a Tokio. Esta otra película existe, se titula Gift y será estrenada dentro de dos semanas (el 18 de octubre) en el Festival de Ghent, por supuesto, con música en directo de Ishibashi.

Lo más insólito del caso es que la sinopsis de Gift ofrecida por el Festival de Ghent coincide exactamente con la de El mal no existe: la vida de Takumi y su hija Hana en los bosques de Nagano, la amenaza medioambiental que presupone la instalación de un proyecto de glamping (glamour+camping, también desconocía el término)… Así que, si los hechos no lo desmienten, casi deberíamos hablar de una sola película, El mal no existe / Gift, o dos versiones de una misma película, una de ellas con música en directo. Ciertamente, el uso que Hamaguchi da a la música en El mal no existe es más que discreto, con unas apariciones muy puntuales, a veces con cortes muy abruptos. El inicio de la película parece más susceptible para conformar esas imágenes de acompañamiento, con el recorrido en contrapicado de la cámara por el bosque o cuando sigue a los personajes en sus paseos o quehaceres diarios (Takumi recogiendo agua del arroyo o cortando leña), también cuando se monta en la parte trasera del coche para recoger a Hana en la escuela… En efecto, se podría decir que el conflicto de El mal no existe tarda en hacer acto de presencia o en manifestarse: hasta la reunión con los representantes del glamping Hamaguchi apenas recurre a la palabra; sin embargo, a partir de esa escena, la palabra se vuelve por momentos casi omnipresente.

El desarrollo posterior de El mal no existe alterna ese tipo de secuencias: por un lado, las más paisajísticas y apegadas a la naturaleza, dominadas por los sonidos ambientales; por el otro, las discusiones con la empresa del glamping, en las que se ponen en escena los riesgos medioambientales o se proponen alternativas para convencer a los habitantes del lugar, en primer lugar a Takumi, sostenidas sobre el diálogo. En realidad, lo que Hamaguchi está evidenciando con esta estructura es el propio conflicto inherente a su trama: cómo el mero hecho de plantear el proyecto turístico altera de forma inevitable y fatídica el ecosistema del lugar y la paz y tranquilidad que los residentes habían encontrado allí. El propio final, con ese inesperado rapto de violencia, tan elíptico como misterioso, es la culminación de una película que va creciendo a medida que avanza su metraje hasta alcanzar las alturas de las mejores obras de su autor. Jaime Pena