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Fiel a su concepción del documental, pero introduciendo –si bien de manera casi imperceptible– pequeñas dosis de ficcionalización, Wang Bing entrega en esta ocasión su casi observacional aproximación a la vida laboral y a la existencia cotidiana de la juventud china contemporánea que se gana la vida en los talleres textiles que emplean a cientos de miles de trabajadores para la confección de ropa destinada tanto al mercado interior como a la exportación. La explotación laboral, las horas de trabajo sin descanso, las pésimas o nulas condiciones higiénicas de los talleres, de los pasillos y de los edificios (la basura se amontona por doquier a su alrededor), la usura, la precariedad, los salarios exiguos que los trabajadores se ven condenados a renegociar una y otra vez con los empresarios compradores de la ropa, el hacinamiento y el espejismo de un futuro diferente vinculado, como mucho, a la compra de un móvil o a un rato de diversión en garitos igual de sucios que el taller…, conforman el hábitat de esa juventud que da título al fin.

El cineasta ha filmado en esos talleres durante cinco años y con cuatro cámaras para levantar acta de ese estado de las cosas en la China del oxímoron por excelencia: la del vertiginoso y depredador desarrollo capitalista bajo la forma de una odiosa dictadura que se reviste de dogmatismo comunista. Su película, carente de todo comentario en off, de toda adjetivación retórica, de toda concesión emocional o sentimental, es una radiografía objetivista que da cuenta de una cotidianidad repetitiva, asfixiante y enclaustrada entre las estrechas y desconchadas paredes donde los jóvenes trabajan a destajo sin más desahogo que banales conversaciones adolescentes sobre la posibilidad de una mutua seducción entre chicos y chicas. El dispositivo funciona con coherencia y abre pequeños espacios para el desarrollo de apenas intuidas relaciones personales y para el retrato –algo más pausado– de algunos personajes aislados, pero se extiende también, a veces sin mayor provecho o función visible, a lo largo de tres horas y media que se antojan algo excesivas. Con todo, el testimonio tiene un valor que no es solo sociológico, sino también profundamente político. Sin los documentales de Wang Bing, será difícil entender dentro de muy pocos años cómo su gigantesco país trata de caminar hacia el futuro mientras se desmantelan las viejas estructuras y se adoptan los más esclavos códigos del viejo taylorismo industrial de principios del siglo XX. Carlos F. Heredero


No debemos olvidar nunca que la primera imagen oficial del cine no fue la entrada a la fábrica, sino la salida. Es curioso comprobar cómo el tiempo del ocio siempre ha estado más representado que el mundo del trabajo. El cineasta chino Wang Bing decidió un día entrar con su cámara digital en las fábricas que estaban a punto de cerrar, lo hizo al inicio del milenio y filmó en West On Tracks (2002) uno de los grandes monumentos a la descomposición del comunismo. En aquella ocasión filmó el cierre de las empresas siderúrgicas que constituían el pulmón de la China. A pesar de que con los años Wang Bing no ha cesado de producir hasta convertirse en un nombre de referencia clave en el desarrollo del documental digital, con Jeunesse establece un vínculo con su primera película. En esta ocasión filma durante cinco años (2014-2019) algunos de los 18.000 talleres textiles de la zona de Zhili que emplean a cerca de trescientos mil trabajadores para la confección de ropa infantil para el mercado interior y la exportación.

Wang Bing rueda con cuatro cámaras en múltiples talleres para acabar dando forma a un nuevo monumento sobre la china de Xi en el que los ecos del comunismo parecen eclipsarse ante una industria en expansión marcada por la usura y la precariedad. En Jeunesse no hay un relato propiamente dicho, sino múltiples relatos de múltiples personajes que mientras van cosiendo y cortando patrones de ropa preestablecidos hablan de sus historias de amor, de los nuevos móviles que pueden comprar con su salario e intentan buscar el modo para convencer al patrón de la empresa y que este les pague un poco más por cada chaqueta, camisa o pantalón que confeccionan. Estamos en un mundo en el que la conciencia de clase está ofuscada, en el que cada uno intenta salvar su propia vida en empresas particulares que trabajan para el nuevo capital chino. Wang Bing acaba ofreciendo un relato preciso de cómo la china de Xi Jinping puede convertirse en una gran potencia gracias al trabajo inhumano sin condiciones y el consentimiento como una forma de vida. En los talleres textiles trabajan sobre todo jóvenes que difícilmente superan los treinta años. La mayoría de estos jóvenes han llegado a Zhilli provenientes de otras regiones de la China, son emigrantes que malviven en tugurios de todo tipo y sueñan con algún cambio en su vida gracias a las redes sociales. Ellos viven de falsas ilusiones, buscan una diversión en trasfondo gris y están permanentemente enterrados entre montones de porquería tanto en sus talleres, como en sus pisos insalubres y en los pocos restaurantes en los que pueden divertirse mientras miran sus nuevos móviles. El dispositivo que nos ofrece Wang Bing no está lejos del utilizado en sus otras películas, con la diferencia de que su trasfondo documental establece siempre lazos con la ficción, con múltiples microhistorias que marcan formas de vida. El resultado es una obra de cuatro horas que se alza como un retrato contundente de la miseria moral de nuestro tiempo, no únicamente de la miseria de la China, sino de la miseria que nos envuelve en todas partes. Es clave tener conciencia de que quizás una parte de la ropa que todos llevamos encima proviene de alguno de estos talleres o de espacios similares generados a partir de la deslocalización, es decir creados gracias a la mano de obra precaria. Àngel Quinana