Hay algo de aproximación antropológica a la relación entre el toro y el torero en la dimensión más interesante de Tardes de soledad. También de fresco sensorial, de saturación de texturas (visuales y sonoras), e incluso de registro físico de un vínculo que se quiere atávico entre el hombre y el animal en otra de las facetas más atendibles de la indagación propuesta por Albert Serra, cuyas imágenes prescinden por completo del ‘espectáculo’ (el fuera de campo del público que llena el coso solo está presente en la banda sonora) para centrarse exclusivamente en la desigual danza coreográfica que el diestro y el astado ejecutan en medio del ruedo.

Esa aproximación –nacida de un radical parti pris apriorístico (estar lo más cerca posible de sus dos protagonistas)– le exige recurrir imperiosamente al uso casi constante del teleobjetivo, pero ahí aparece otra dimensión muy diferente de la película. La distancia focal larga aplana por completo el espacio hasta casi borrarlo (hay muchos planos en los que el toro y el torero parecen estar en paralelo en lugar de enfrentados), de la misma manera que se borra, consecuentemente, la distancia (fílmica) desde la que mira Albert Serra. Y entonces ya no sabemos si estamos ante las imágenes de un cineasta fascinado por lo que muestra (absorto en un rito meramente formalista, a despecho de la crueldad que genera un derroche de sangre cuyo brillo sobre la piel negra del animal se convierte –desde esta perspectiva– en una mera textura cromática más) o ante un cineasta horrorizado por lo que filman sus cámaras (esa liturgia salvaje, casi precivilizatoria, que –picador, banderillas y estoque mediante– convierte al toro en víctima de un espectáculo del que la banda sonora nos devuelve sus sonidos más agónicos y más dolorosos).

A la hora de dilucidar ese debate, otros factores vienen a inclinar la balanza hacia la primera opción. Carente por completo de arco dramático o decurso interior alguno, la película amontona una faena taurina detrás de otra, sin que en ningún momento su concatenación sea capaz de crear más espesor o más densidad, más lecturas o más sugerencias. Dos largas horas de delectación en más de lo mismo nos hablan también del cineasta hechizado por su ‘lienzo’ de colores saturados (rojo, negro, amarillo y albero), cuyas imágenes actúan no de manera dialéctica, sino por acumulación y reiteración del macabro ballet servido en bandeja por el teleobjetivo. ¿Las imágenes ‘objetivan’ entonces el horror de aquella danza sangrienta o son prisioneras de la fascinación formalista –inseparable de un determinado sentido, lo quiera o no su artífice– que ese ‘ballet’ parece suscitarle al cineasta…?

A tales efectos, poco papel juegan las conversaciones entre el diestro y su cuadrilla en la furgoneta, las expresiones admirativas de sus ayudantes y los ritos íntimos del protagonista, siempre filmado dentro del vehículo en un plano fijo frontal y en picado, lo que contribuye a construir una figura casi totémica de este último (algo coherente con la fascinación que unas imágenes ‘hechizadas’ parecen sentir por lo que filman), todo ello envuelto en obsequiosa adulación, atávica subcultura, testosterona machirula y superstición religiosa para consumo de incondicionales. De todo esto también habla Tardes de soledad, sin duda, aunque sus imágenes pongan el acento mayor en una coreografía sangrienta de la que el film parece más bien prisionero.

Carlos F. Heredero