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Entrevista Artur Tort (versión ampliada de Caimán CdC nº 169)
La imagen porosa
¿Qué implica para un director de fotografía trabajar con esta concepción flexible que tiene Albert Serra del guion?
Afecta a todo, es su forma de trabajar y esta es la gracia. Su idea gira en torno a permitir que en el rodaje, desde la puesta en escena y el planteamiento del dispositivo de tres cámaras con el que trabajamos, pueda suceder todo. Con estas improvisaciones trabajamos y luego en el montaje disponemos de todo este material increíblemente variado y poroso que no juzgamos. En el montaje contamos con este arsenal, que luego conocemos a fondo, juzgamos con objetividad y al que después damos forma. Aunque se escribe un guion que sirve como propósito conceptual de la película, es más un esquema argumental-temático, un poco primigenio, un poco esbozo, ideas de personajes… en el rodaje no utilizamos el guion per se. Luego todo eso está sujeto a lo que nos encontramos, a las propias vivencias del rodaje y a lo que sucede allí. Y es cierto que prácticamente todo sufre grandes cambios: la actriz protagonista no funcionaba en un inicio y el primer día del rodaje la tuvimos que cambiar y se fue construyendo el personaje de Shanna. Estas circunstancias llegan al montaje, que es donde construimos la película. A nivel de diseñar el trabajo de fotografía me ayuda lo más tangible, que en este caso son los decorados, los espacios. Esa parte sí puedo prepararla con Albert; en qué sitios nos gustaría rodar y dónde ubicar a los personajes. En Liberté, por ejemplo, yo no fui a localizar. Albert me dijo que había encontrado un bosque que estaba muy bien y le dije que perfecto. En esta película sí lo hice, ya que suponía un desafío mucho más grande a nivel narrativo, con muchas escenas y decorados y esto sí había que anticiparlo. El hecho de estar en una isla del Pacífico obligaba a anticiparlo todo un poco más. Los decorados me permiten tener estas intuiciones que luego se aplicaban a lo que decidíamos rodar en función de los actores u otras circunstancias. Es un punto de apoyo para la imagen.
De los decorados al paisaje y la construcción del personaje de De Roller con esos colores crepusculares del cielo…
Es una mezcla entre lo que estaba planificado y los sitios o rincones que nos encontrábamos dentro de una escena. O que la luz de ese momento fuera especial… También hay imágenes casuales, como al inicio de la película con esa salida del ferry que se iba a otra isla. Ese día madrugábamos mucho y cuando vimos esa escena dijimos que teníamos que rodarla. El equipo ligero con el que filmamos nos permitía sacar la cámara en cualquier momento y grabar lo que estuviera sucediendo. Este tema de la experimentación con los colores era algo que Albert y yo habíamos hablado previamente.
Habéis filmado con Blackmagic Pocket Cinema Camera, ¿qué criterios subyacen a esta decisión de una cámara tan atípica en el contexto cinematográfico?
Estoy casi seguro de que esta cámara no se ha utilizado en ningún otro largometraje de la Sección Oficial de Cannes, mucho menos en una película comercial. La elegimos porque es una cámara que reúne una serie de características que eran fundamentales para rodar esta película. Siempre que empezamos una película nueva con Albert Serra tenemos esta idea de innovar, de renovarnos tecnológicamente: ¿con qué podríamos experimentar en cuanto a tecnología? Empiezo en ese momento a investigar posibilidades en torno a las cámaras del mercado, hago listados y diagramas con puntos clave que no todas las cámaras reúnen. Las cámaras grandes del cine digital funcionan como cine de 35 mm, son robustas y pensadas para rodar con cambios de ópticas de distancias, cambios de foco… Otras cámaras están más orientadas al documental y hay otras más híbridas. Esta nos permitía una imagen cinematográfica, pero al mismo tiempo era muy ligera y permitía utilizar ópticas de super 16 mm, algo que era una prioridad para mí, ya que no era necesario estar cambiando, bastaba con utilizar el zoom. En el rodaje a veces hay que hacer cambios de encuadre en plano corto o en situaciones no planificadas por estar grabando el momento. Al no haber asistentes de cámara y estar funcionando con tres cámaras [Miquel Barceló y Julien Holgert son los responsables de las otras dos] necesitábamos la versatilidad que ofrecía este superzoom de 16 mm. También está el reto con Albert de encontrar un dispositivo de rodaje que fuera nuestro.
El trabajo con la luz y el color en Historia de mi muerte (2013) y en Liberté (2019) se relaciona de manera directa con el de Pacifiction …
Efectivamente, hay algo de Historia de mi muerte, donde yo era operador de cámara, y también del trabajo de la noche en Liberté, que está presente en las escenas nocturnas de Pacifiction, aunque les quise dar aquí un giro más artificioso y complejo. También experimentamos con el tratamiento de la luz en Singularity (2015), una pieza de doce horas estrenada en la Bienal de Venecia, donde hice la dirección de foto, y que es precursora de esta a nivel técnico. En Tahití todo tiene unos colores especiales, azules y verdes con una saturación muy fuerte, casi tecnicolor. Localizando nos dimos cuenta de esto, que también es muy característico en La taberna del irlandés (John Ford, 1963), rodada en el sur del Pacífico. En las películas actuales que veo hay unas coordenadas estéticas muy rebajadas, una uniformidad que viene de las plataformas actuales, donde la saturación del color es muy baja. Por una parte, buscaba una reacción a esto y, por otra, una concepción de la imagen vaporosa que estaba en nuestro planteamiento inicial. Albert y yo también hablamos de la fotografía de Vilmos Zsigmond en La puerta del cielo (Michael Cimino, 1980), cuya última restauración consiguió recuperar esa saturación manteniendo la diferenciación de los colores. Una imagen puede ser muy difusa, pero conservar al mismo tiempo esa saturación. Albert y yo discutíamos sobre este concepto a propósito de la película de Cimino. Nuestro propósito era conseguir algo vaporoso, húmedo por el calor y la podredumbre, que oprime por esta humedad e incertidumbre a los personajes. Era lo que queríamos preservar a lo largo de la película, una idea a la que me aferraba en medio de un rodaje lleno de circunstancias cambiantes. Esta era la constante estética que intentaba mantener ante un sistema imposible de controlar.
¿Cómo fue la postproducción en la búsqueda de esta textura vaporosa?
Quería hacer un transfer del formato digital al 35 mm analógico. Luego escanearla para hacer proyección a digital y provocar algunas alteraciones en la imagen que consiguieran este concepto vaporoso. Hicimos una prueba en un cine de París para testear el resultado y lo que vimos nos convenció a nivel artístico y era posible en cuanto a producción. La textura se podía resolver con software digital, pero había algo en el tratamiento del color que resultaba especialmente interesante con esta operación. El etalonaje fue muy complejo porque primero etalonamos en digital e íbamos enviando las bobinas de cada parte para pasarlo a analógico. La primera vez que recibimos la primera bobina de cine con Gadiel Bendelac [colorista] fue casi como abrir un regalo. Sabíamos en qué parámetros nos movíamos, pero había otros elementos inciertos.
Llegasteis a filmar más de quinientas horas, ¿cómo se afronta el montaje con tanto material?
Ha sido un proceso muy extenuante, necesitamos siete meses de montaje para terminar la película. Pero el método de trabajo lo tenemos ya asimilado. La metodología es clara: primero hacemos un visionado de todo el material con esa consigna de ‘todo puede ser válido’. Hay escenas filmadas en multicámaras, pero otras veces hay situaciones filmadas desde un único dispositivo. Después del visionado tomamos notas, tenemos patrones de montaje para cada escena. Los tres montadores, Albert, Ariadna Ribas y yo, montamos en bloque cada uno las escenas que nos repartimos explorando todas las opciones posibles. Solo en el visionado de todo el material de la película empleamos tres meses. Cuando tuvimos todas las escenas montadas buscamos el posible orden de la película y nos salió una película de nueve horas de material interesante. Con esta versión alargada, hicimos visionados posteriores que nos permitieron moldear la película a medida que iban cayendo escenas. Como un bloque de mármol que tiene en su interior la figura: mediante el montaje fuimos puliéndola a medida que iban apareciendo las formas. Fue un macroproceso de siete meses en los que convivimos los tres. El trabajo es apasionante porque en la edición se va descubriendo la película, así como la relación y la psicología de los personajes. El personaje de Shanna, por ejemplo, fue cogiendo cada vez más peso en el montaje. Y replanteábamos las escenas en función de lo que íbamos descubriendo.
El enigmático personaje de Shanna tiene un tratamiento también especial con respecto al encuadre y la iluminación…
No es justo decir que esa construcción sea casual. Hay algo que tiene mucho que ver con ella, que animaba a verla casi como actriz de cine clásico, y con su identidad trans, que le da un aura de diva. Apetecía iluminarla dándole esta relevancia. Durante el rodaje, en alguna escena en la que ella se colocaba en el porche, componía una imagen solo con esa presencia suya que resultaba muy atractiva. Y luego está Benoît Magimel, que también tiene una fotogenia especial.
¿Cómo te planteas una escena como la de De Roller participando en una prueba de surf con esas olas inmensas, tan compleja técnicamente ?
No puedo decir que fuera complicada, fue una gozada increíble. Tuvimos mucha suerte al coincidir nuestro rodaje con esa cita de surf en Teahupoo. Y pensamos que podríamos incorporar una escena con De Roller promocionando a un surfista local. Eso podría estar en consonancia con el concepto del personaje y su función diplomática con la realidad local. No estaba en el guion, pero podíamos incorporarlo. Nos avisaron de que en cinco días iba a haber unas olas gigantes, las mayores en cinco años. Hubo equipos americanos alojados allí durante tres meses esperando las olas que terminaron yéndose de vacío y a nosotros nos coincidió el día de rodaje con esa situación extraordinaria… Sabiendo que íbamos a trabajar con esta escena planificamos un poco unos estabilizadores para alguna de las cámaras, para estar mejor preparados; y luego fue una aventura divertida, aunque también peligrosa. Cuando se ve al personaje de Benoît Magimel en la moto de agua y la cámara lo sigue, la ola pasa realmente muy cerca de ella. El conductor de la barca nos dijo que estuvimos realmente cerca de haber recibido la ola de lleno. Grabamos todo lo que pudimos y en el montaje intentamos darle la duración justa. En un rodaje así esa jornada fue realmente un disfrute. Se había anulado una cita de surf por COVID y había allí mucha gente, que también integramos en la escena, intentando capturar esa situación con las tres cámaras.
La frase “la política es una discoteca” termina emergiendo orgánica en esa escena final con los neones…
Esto por ejemplo sí estaba previsto en el guion, aunque no en la forma en la que se ve finalmente. Albert quería desde el inicio hacer escenas de discoteca con luces ultravioletas, que los camareros y las camareras fueran en ropa interior blanca y que se reflejara esa luz negra, también en parte de los invitados. Yo no había trabajado nunca con esta luz, por lo que tuve que investigar sobre ello. Diseñamos toda una instalación en la discoteca donde filmamos con unos focos que nos permitieran pasar de la luz normal a la negra con un cambio de configuración. Cuando empezamos a usar esta iluminación nos dimos cuenta de que la fisionomía y los rostros de los personajes cambiaban mucho, pareciendo como apergaminados o como si fueran anfibios. Así, de modo improvisado, salió esa escena del baile del almirante tan delirante. El resultado final se asemejaba a un mundo subacuático o pseudonuclear. Cuando rodamos la escena con Lluís Serrat dentro del coche y De Roller hace este discurso crepuscular sobre la política, aún no habíamos rodado la escena de la discoteca, pero en el montaje vimos claro que tenía que preceder a la escena final en el pub Paradise. Era un propósito marcado desde el inicio pero que terminó de concretarse en el montaje, conectándose esas dos situaciones. En las otras escenas de discoteca no aparecen esas luces, para que en la escena final esa iluminación ultravioleta nos indique que nos hemos sumergido en este mundo decadente, casi de reactor nuclear.
Entrevista realizada por videoconferencia, Calahorra-Barcelona, el 4 de agosto de 2022.
El gesto más radical
Hay algo de crepuscular en el verano que dejamos atrás. Algo de fin de fiesta, común a cualquier periodo vacacional cuando termina, pero enfatizado este año por la idea de una imposible vuelta atrás. Y es que mientras los incendios dejaban la evidencia de un cambio climático ya ineludible, la visita de Nancy Pelosi a Taiwán y la respuesta de China al respecto (en su alineación cada vez más clara con Rusia) ponía en escena de manera definitiva las nuevas y graves tensiones imperialistas en el terreno de la geopolítica internacional (con el peligro de escalada nuclear como telón de fondo) y el intento de asesinato a Salman Rushdie volvía a traer a la actualidad el riesgo siempre latente de la censura, el control y la violencia frente a la libertad creativa y de expresión. Son apenas tres acontecimientos y será fruto de la coincidencia, del azar o quizá de la sobreinterpretación, pero hay algo de todo este estado ‘acabado’ de las cosas en los tres grandes estrenos previstos para septiembre. Pacifiction (Albert Serra), Irma Vep (Olivier Assayas) y Crímenes del futuro (David Cronenberg) comparten no solo un carácter autorreferencial y metadiscursivo (no evidente, pero sí profundo) y una sugerente reflexión sobre el acto ‘performativo’ entendido en un sentido amplio, sino también, en todas sus grandes y definitivas diferencias, una alusión a este mundo ‘preapocalíptico’ que nos obliga a repensar no solo nuestro lugar en él sino también la implicación de las imágenes en todo esto.
Y precisamente en ese terreno expresivo, con la amenaza nuclear como eje, es posible situar una película ambigua y escurridiza como Pacifiction; un film que construye y deconstruye su narrativa a cada paso para sumergirnos en un estado de ánimo de declive y decadencia progresivos. Una obra en la que la mirada sobre los políticos en particular y sobre la humanidad en general se hace inevitablemente oscura, incisiva e irónica a través de un muy personal juego con la incertidumbre y la confrontación entre la palabra y la imagen. Y resulta enriquecedor conectar el film de Serra con la propuesta de Assayas en su regreso a Irma Vep porque, en su revisión en bucle de la misma historia (el remake del remake del remake) y el juego con el choque entre imágenes similares que resuenan las unas en las otras, el cineasta francés propone, desde un universo y un lenguaje muy distinto al del catalán, la reflexión sobre la posibilidad de repensar, desmontar, descolocar y reescribir las imágenes como mecanismo posible para la ruptura y la evolución artística del medio. Una manera de hacer estallar lo establecido, a partir de lo ya hecho, que ahonda, al cabo y para ambos filmes, en la idea del cine-ensayo y de vanguardia (aunque sea, y esto es particularmente interesante, en el seno de una producción financiada por una plataforma como HBO Max en el caso de Irma Vep). Y es precisamente a través de esa búsqueda que es posible conectar con la última película de David Cronenberg (las tres coincidieron además en el pasado Festival de Cannes), que revisa y reformula, para llevar más allá, muchos de los temas y las formas que constituyen los rasgos esenciales de su filmografía. “La narración clásica muta a base de secuencias cosidas intempestivamente”, explica Pilar Pedraza en su columna a propósito de todo esto. Y Crímenes del futuro es, además, una película profundamente crepuscular.
Pero lo realmente apasionante de todo esto es precisamente aquello que señala Carlos Losilla en las páginas de este número, a propósito de la obra de Assayas, cuando habla de la necesidad de reconocer la crisis de la teoría del cine, de la dificultad para avanzar en el pensamiento más allá de Deleuze y, sobre todo, de la importancia de reivindicar, defender y ejercitar la reflexión sobre las imágenes (esas grandes y definitivas protagonistas de nuestras vidas) escapando de los conceptos de utilidad y productividad que impone, de manera cada vez más poderosa, el neoliberalismo imperialista. Y de este modo volvemos al inicio del texto: al poder destructivo del fuego, a la gravedad de la situación geopolítica y a Rushdie, para reivindicar, esta vez desde el optimismo que brinda el estreno de estas tres obras, no solo aquel ‘gesto creativo más radical’ (en un guiño a Sadie Plant), sino sobre todo su aplicación al ejercicio de la crítica y el análisis del cine. Por esa senda continuamos caminando.
Pacifiction (Albert Serra). Cannes 2022 – Sección Oficial (A concurso)
En un momento clave de Pacifiction, De Roller –Benoît Magimel– Alto Comisionado del Estado francés en la isla de Tahití afirma, cargado de resonancias etílicas y con un aire de derrotado pero no vencido, que “la política es una discoteca”. A partir de aquí empieza un largo e intenso monólogo en el que reconoce la impotencia de los que mandan, asume que las falsas quimeras no son más que parte de una representación en la que los humanos desean controlarlo todo sin darse cuenta de que todo se escapa, de que hay otras fuerzas que son las que realmente controlan el mundo. Pacifiction es la crónica de la impotencia política y humana, una reflexión sobre la incapacidad de poder erradicar la maldad del mundo. Algo terriblemente y siniestro aflora a la superficie, algo extraño nos conduce hacia una especie de apocalipsis en el que la anunciada decadencia de occidente no hace más que concretarse. El mal ha penetrado en un espacio que años antes algunos consideraban el paraíso y que se erigía como un posible último refugio. Estamos en el corazón de la Polinesia, pero el paraíso se ha reducido a un miserable club nocturno en el que se emborrachan una serie de personajes que parecen almas en pena condenadas a vagar por la noche más oscura. En la isla no hay turistas, solo algunos parásitos que esperan que llegue el crepúsculo para penetrar en el corazón de su infierno particular.
En ese lugar situado en los confines del mundo, los nativos del lugar se disfrazan para perpetuar unos rituales que se han convertido en simple simulacro, la naturaleza continua brillando pero no es observada en su esplendor sino como algo misterioso. De Roller ha llegado a la isla para arreglar algunas cosas, para hacer pequeñas chapuzas que justifiquen su acción política. A lo largo de la película asistimos a algunas visitas protocolarias del delegado del Estado, como las pruebas de surf ante las grandes olas o un viaje en avioneta a una isla vecina para poder contemplar todos los colores y matices del azul. De Roller afirma que estamos en un espacio en el que el exceso de emoción puede traicionar y eclipsar el mundo de la razón. El representante del Estado no tarda en mostrarse como un cínico, sobre todo cuando se reúne con una asociación de nativos del lugar que le piden que interceda para que no vuelvan a tener lugar más explosiones atómicas que puedan destruir la isla. De Roller no puede ofrecer ninguna solución, ni ningún pacto, solo puede usar su cinismo como arma. Pacifiction puede parecer, en una primera instancia, una película más narrativa, una crónica de la impotencia política para curar el mal del mundo, pero a medida que avanza sus aires tenebrosos se apoderan de la pantalla. Los numerosos zombis que pululan por la noche del Pacífico ya son cada vez más espectrales, los sonidos resuenan anunciando alguna cosa extraña, las conspiraciones no cesan, en el horizonte se divisa algún submarino y del puerto zarpa una barca con chicas para prostituirse con los marineros.
Serra reelabora muchos temas que han atravesado todo su cine, como la pulsión de la muerte –Historia de mi muerte–, la libido enfermiza que se apodera de las tinieblas –Liberté– o todo el universo conspiratorio en torno a la avaricia social que estaba presente en la instalación Singularity, quizás el esbozo de muchas ideas de Pacifiction. La película está rodada con auténtico virtuosismo, con imágenes espectaculares en las que deslumbra el uso del paisaje, pero también a partir de un extraordinario control del tiempo para que, de forma efectiva, el camino hacia la oscuridad penetre en la conciencia del espectador. Al final, da la sensación de que cuando el paraíso ha dejado de existir ya solo queda el infierno.
Àngel Quintana
Inmersión inesperada de Albert Serra en un cine más narrativo de lo que suele ser habitual en su filmografía, Pacifiction nos sumerge de lleno en el mito del ‘paraíso perdido’, pero en lugar de dedicarse a su deconstrucción o desmitificación, lo asume por completo. Sus imágenes nos acercan a una isla de la Polinesia Francesa, por cuyos paisajes transita sin cesar un alto representante del Estado galo a la vez que mantiene erráticas y prácticamente indescifrables conversaciones con varios habitantes del lugar en torno a lo que podría ser una intriga (nunca desvelada, ni articulada como tal) que parece vincular –en términos variopintos– a todos sus interlocutores, incluida una transexual en la que parece depositar toda su confianza, una secretaria silenciosa, unos militares de amenazante presencia, unos nativos preocupados por la posibilidad de que vuelvan a realizarse pruebas nucleares en el entorno y otros poderes fácticos del enclave. Ni se concreta ni tampoco es objeto del relato qué tipo de intriga o de conspiración política amenaza la existencia de todos ellos. La cámara de Serra acompaña a su protagonista para ir desvelando lo que se supone que es la cara oculta del universo antiguamente paradisíaco de aquellas islas: nativos que se disfrazan a la manera ancestral (mera caricatura para turistas de un tiempo ya ido para siempre), un club nocturno patético y sombrío donde se emborrachan algunas almas perdidas y donde hombres y mujeres buscan los cuerpos desnudos de camareros y ‘acompañantes’, maltrato brutal de mujeres, militares enredados en una oscura trama de negro presagio, etc.
Entre conversación y conversación (filmadas todas ellas de manera convencional y más bien rutinaria o, por lo menos, sin capacidad para que las imágenes puedan añadir algo a lo dispuesto por el guion), la cámara de Albert Serra encuentra en la intermitente exploración de los paisajes y de los rincones solitarios de las islas, el misterio, la densidad y el enigma de los que lamentablemente carece el noventa por ciento de la película, por mucho que los personajes pongan cara de impostada trascendencia, empezando por el artificio y la pose continua que muestra un actor de recursos tan limitados como Benoît Magimel, presente en casi todas las secuencias. Por esas rendijas de extraña y hermosa densidad cromática, de misterio y de amenaza –fulgurantes intuiciones de bello y enfermizo romanticismo– se cuelan también productivas resonancias que evocan los ecos de Gauguin y de Murnau, de Tourneur y de Conrad, de leyendas mitológicas y de voces interiores que, por desgracia, se banalizan hasta lo irritante en cuanto la cámara vuelve a ilustrar, con dócil y autocomplaciente suficiencia, las conversaciones del protagonista.
La película se convierte entonces en un inacabable encadenado de secuencias que lo mismo podrían estar montadas en un orden que en otro (porque nada hay en su discurrir que pueda enlazar a las unas con las otras) y, lo que es peor, que carecen de recámara, de densidad y de espesor. Y así hasta llegar al soliloquio en el que este hombre de apariencia libertina y escurridiza, opaco en sus sentimientos y parlanchín vocacional, nos dice que “la política es una discoteca” de fuerzas sin control. Podría ser este un detalle más para dibujar el retrato de un personaje cínico y desabrido, pero el problema es que, a esas alturas, ya no es posible descifrar si esa campanuda consideración (vergonzante de puro simplista), pertenece al personaje o es compartida por un cineasta que, en aquellos momentos, parece querer leernos a todos en voz en alta la tesis de la película.
Se pueden hacer muchas consideraciones temáticas, filosóficas y existenciales sobre una obra tan abierta y tan opaca al mismo tiempo, pero el gran desafío que se le plantea al ejercicio crítico ante un film como este es decirnos de dónde salen esas disquisiciones, qué es lo que hay –materialmente– en los planos, en las secuencias, en las imágenes y en el montaje que nos autorice a desplegar nuestra irreprimible capacidad interpretativa en un sentido o en otro, porque de lo contrario corremos el riesgo de perder a nuestros lectores por el camino o, lo que es peor, de obligarles a creernos por ser quienes somos, y no por nuestra capacidad de análisis. Y el firmante de este texto no encuentra en la mayor parte de Pacifiction (salvadas las secuencias ya citadas) otra materia que no sea plana, discursiva, roma y más bien fea, pero de una fealdad no expresionista, sino inexpresiva.
Carlos F. Heredero
Història de la meva mort (Albert Serra)
Àngel Quintana.
La nueva película de Albert Serra es la historia de un encuentro ficticio. Giacomo Casanova, hijo del siglo de las luces, encuentra en una vieja masía de Transilvania al conde Drácula. Esta idea puede parecer una simple boutade o invención por parte del siempre provocador Serra, pero se sustenta en dos premisas fuertes que convierten Història de la meva mort en una inusual y lúcida película. La primera cuestión que debemos tener en cuenta es que Serra se mueve siempre en el territorio del mito y rechaza la Historia. El mito puede ser deconstruido (Honor de cavalleria), transformado por la búsqueda de elementos de la cultura popular (El cant dels ocells) o, simplemente, ser utilizado para buscar resonancias metafóricas (Història de la meva mort).
Casanova y Drácula sirven para hablar del paso de la luz a la oscuridad, para mostrar cómo los principios de una sociedad laica y librepensadora son amenazados por la existencia de lo siniestro o para demostrar cómo la modernidad debe tener siempre en cuenta la presencia de lo atávico. Dicho de otra manera, Serra nos habla de cómo detrás de la libertad surge la amenaza conservadora, o de cómo detrás del exceso de vanidad puede surgir también el fantasma de la crisis. El mito sirve para realizar un viaje de ida y vuelta hacia nuestro presente y para mostrar la raíz de algunas grietas que el eterno retorno de la Historia no hace más que perpetuar.
Más allá de este juego, Història de la meva mort es una película excepcional por su equilibrio formal y por el modo en que sabe pasar, progresivamente, de la exuberancia estética a la depuración para dar forma a un horror que se afirma como irrupción de lo siniestro. El film parte de una fractura central que divide dos mundos. El primer mundo anunciado es el de Casanova. Serra observa al escritor y seductor veneciano como el máximo representante del siglo de las luces y de su decadencia. Casanova habla de sus lecturas de Montaigne, de sus encuentros con Voltaire y de la inminente revolución francesa que puede acabar con el viejo mundo. Este hombre que está viviendo el fin de algo y que intuye un horizonte basado en la utopía, se muestra sexualmente desequilibrado, o lo contemplamos defecando en el palacio.
El segundo mundo es un mundo primitivo, situado en los márgenes de la civilización, donde lo racional está en crisis permanente. Es un mundo en el que los alquimistas pretenden convertir la mierda en oro y en el que el sacrificio de un buey certifica el peso de lo ancestral. Por este universo se pasea el conde Drácula. Al otro borde del río contemplamos su castillo, hacia el que se dirigen los cuerpos sin alma. Drácula es la encarnación de lo siniestro, entendido como aquello que irrumpe en un entorno familiar, genera miedo y destruye cualquier lazo de unión. Drácula anuncia lo esotérico, pero también la permanencia del mal en el corazón de las sociedades. El mal no es configurado como algo abstracto, sino como algo que está allí, que nos acompaña y que está dispuesto a corromper todas las utopías posibles.
Serra articula Història de la meva mort a partir de una escritura más intensa que la de sus anteriores películas, lo que la convierte en un ejercicio de madurez que puede provocar la atracción de ciertos escépticos respecto a su cine. No obstante, no renuncia ni a la teatralidad del trabajo con los no actores, ni a la dimensión pictórica de las imágenes, ni a cierta búsqueda de la locura irónica en el interior de un universo que, de forma progresiva, deja paso a un sentimiento de horror, inquietud y extrañeza.