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Sobre un mínimo andamio ficcional, Atlantide empieza a levantarse como un documental de corte hiperrealista que ofrece una pormenorizada descripción ambiental de la vida diaria de los jóvenes de Sant’Erasmo, una isla en los bordes de la laguna de Venecia. Les veremos moverse en sus ‘barchinos’ y picarse en carreras locas que unas veces se miran en Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955) y otras en la saga Fast & Furious (y esas dos referencias tan dispares dan un pista de la forma mutante que adopta el filme). Asistimos, en definitiva, a la vida de unos adolescentes de extracción humilde que experimentan romances fugaces, que coleccionan horas muertas de las que se olvidan montando fiestas al borde del mar o que se sacan un sueldo traficando con drogas, siempre con la figura de Daniele, un chaval un tanto solitario que no termina de encajar en ese entorno, como hilo conductor. Lo idílico de la localización, el reflejo de las conductas antes citadas y el preciosismo estético habitual en el cine de Ancarani hermanan esta Atlantide con el último trabajo de Luca Guadagnino (We Are Who We Are), si bien el autor de The Challange (2016) aun va un paso más allá, hasta el punto de ir cambiándole el ADN a una película que arranca como un documental con cierta afectación naturalista para ir pasándose paulatinamente a la ficción y terminar con un alucinado final experimental (y aquí habría que citar al Gaspar Noé de Clímax) que certifica el valor de esta reflexión sobre el futuro de parte de una generación quien sabe si perdida. En todo caso, esta mirada a la trastienda de Venecia -esa que los turoperadores y las instituciones niegan, sintetizada en la majestuosa secuencia de la entrada del crucero a la ciudad- en la que los adultos tienen una presencia residual, ahonda en esa sensación de desamparo juvenil que reflejaba, precisamente, otro documental italiano visto en el Festival de Cine Europeo de Sevilla, Futura (Pietro Marcello, Francesco Munzi & Alice Rohrwacher, 2021).