“No hay banda” recita el enigmático maestro de ceremonias del Club Silencio, ante los ojos perplejos de Betty y Rita. La ilusión se rompe cuando Rebekah del Río se desploma mientras su interpretación de Llorando continúa sin interrupción. En un mundo lynchiano desligado de las leyes naturales del tiempo y el espacio, la narrativa se depura a las formas de crípticas ensoñaciones, peculiares individuos y postales de una ciudad a años luz de un orden natural. Remo, un jinete mutante, se pierde en los pliegues del tiempo y el espacio, como una figura consumida y envuelta en un abrigo de visón, sosteniendo un bolso de mano y luciendo una venda protectora que mantiene a su ser funcional tras accidentarse, por voluntad propia, durante una vertiginosa carrera. El jockey, a medio camino entre un reflejo surrealista de las consecuencias de la fama y un experimento en torno a la maleabilidad de los cuerpos, ecos de un Todd Solondz que, en su también mutante Palíndromos, personificaba a su protagonista en individuos de diversos géneros, etnias y constituciones. Ortega moldea a voluntad el cuerpo de Remo, o Lola, a ratos, y lo despoja de su corporeidad, con la balanza inmutable bajo su peso, mientras deambula por los callejones de esta críptica fábula cuyo fondo se codifica, a riesgo de perderse, en las formas capturadas por la estilizada óptica del finlandés Timo Salminen.

Elena del Olmo Andrade