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Entre las decenas y decenas de citas, homenajes, guiños y referencias cinéfilas que alimentan la filmografía entera de Woody Allen, faltaba un festival de cine. Lo ha encontrado en San Sebastián y ha convertido al certamen donostiarra (el ‘marco incomparable’, y esta vez ‘obligado’, para el estreno mundial de su nuevo film) en el escenario único de una historia protagonizada por su enésimo ‘alter ego’: un exprofesor de cine neoyorkino con pretensiones de literato de altos vuelos (sueña con estar a la altura de Dostoiesvski, Shakespeare o Joyce), interpretado por el siempre magnifico Wallace Shawn, que deambula por la capital vasca mientras su mujer, representante de un petulante director francés (el siempre inexpresivo y nefasto Louis Garrel, a quien nadie le daría un papel si no tuviera el apellido que tiene), convertido en ‘estrella’ con película en competición.

Autopsicoanálisis cinéfilo y reportaje turístico al mismo tiempo, Rifkin’s Festival no pasa de ser un juguete amable, otoñal y melancólico, en cuyo transcurso Allen invoca a todos sus dioses particulares mediante secuencias que ‘rehacen’, de manera cómica, películas de Godard (À bout de souffle), Truffaut (Jules et Jim), Bergman (Persona, Fresas salvajes, El séptimo sello), Welles (Ciudadano Kane) y hasta Buñuel (El ángel exterminador), entre algunas otras, con el pretexto de representar los sueños y las imaginaciones del protagonista. Narrativamente obvia, evidente y subrayada hasta el exceso; formalmente vaga y convencional (con excepción de dos o tres magníficas ideas de puesta en escena y de planificación), la película puede tomarse como reconsideración metafórica y autocrítica del impasse creativo en el que Allen, como su protagonista, parece encontrarse, y, desde este punto de vista, Rifkin’s Festival deviene una valiente y arriesgada autoconfesión.