Al entrar en casa, Sofía, una madre que acaba de recoger a su hijo de la cárcel, descorre las cortinas que mantenían el comedor en penumbra. Este gesto tan trivial puede leerse en clave lorquiana, como ese “abrir puertas y ventanas” con el que el poeta granadino expresaba esa necesidad tan propia del ser humano de liberarse, de ofrecerse al mundo. Hará falta mucha luz para sacar de la oscuridad los secretos que guardan esta madre y este hijo que acaban de reencontrarse. La llegada del hijo es ante todo una película valiente, demoledora, que no hace concesiones. Cuestionar el mito del instinto maternal parece una temeridad que las cineastas abordan con transparencia, desde una mirada nada prejuiciosa ni complaciente que disecciona el complicado vínculo maternofilial. Quizá sea más preciso decir que esta película es en realidad un doloroso retrato del malquerer de los hijos a sus padres.
Al igual que en su largometraje anterior (La novia del desierto, 2017), Cecilia Atán y Valeria Pivato se sumergen en el universo femenino para contar este relato de extrema delicadeza y profundo dolor donde Sofía es la protagonista absoluta. Con el corazón secuestrado, esta mujer sube y baja escaleras, recorre interminables pasillos laberínticos, en una inercia que busca desenredar ese nudo emocional que la tiene asfixiada. Y en medio de tanto sufrimiento, una serie de flashbacks ofrecen un contrapunto luminoso que, además terminar de completar el puzle argumental, son las imágenes más bellas de todo el conjunto. Hay belleza y ternura, y también hay una gran cantidad de pureza que se concreta en la presencia del agua y la forma en que esta le concede la ingravidez a quien se sumerge en ella. Son escenas bañadas por una intensa luz que contrasta con el resto de secuencias mucho más sombrías. Por eso, por su poder radiante, resultan tan trascendentes estos momentos, porque revelan la verdad y destacan por encima de todo lo demás. Son momentos que, a pesar de ser memoria, son también razón de ser. Y a veces, muchas veces, hay recuerdos que son más valiosos que los supuestos instintos.
Cristina Aparicio
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