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En apariencia una sátira cruel de las redes sociales y la dudosa fama que comportan, en el fondo la crónica de una crisis personal y profesional que va adquiriendo tintes cada vez más negros, Sweat lanza hacia su protagonista y el universo que representa una mirada a veces no se sabe si ambigua o confusa. Es cierto que el enfoque no es ni moralista ni condenatorio, pero en contrapartida la simpatía que despierta esta influencer polaca adicta a Instagram y la comida sana es innegable (en parte por la enérgica performance de Magdalena Kolesnik, todo un descubrimiento) e impide que se convierta a nuestros ojos en el personaje complejo e inquietante que querría ser. El segundo largometraje de Magnus von Horn, pues, cae intermitentemente en su propia trampa, como una especie de Narciso esquizofrénico en exceso fascinado por sus propias imágenes.

Dicho esto, no obstante, Sweat es también otra cosa. Hay una escena excelente, que recrea una comida familiar con insidia y malicia, sugiriendo que quizá sea ese el sustrato del que emergen muchos de los males de la protagonista, cuya brillante vida pública ha acabado ocultando su estrepitoso fracaso en el plano emocional. Y sobre todo hay una idea deslumbrante, que aporta los mejores momentos del film. La aparición de un misterioso acosador también está presentada como un episodio más de la caída libre en la que está inmersa Sylvia, sorteando así el peligro de que Sweat se convierta en un thriller más o menos convencional. Pero, a la vez, esa figura borrosa termina siendo el doble perfecto de la muchacha, otro producto más de un universo virtual en el que nada es lo que parece, otro neurótico solitario como ella. En cualquier caso, el viaje que efectúa el propio film en ese sentido, desde las imágenes relucientes e higiénicas del principio a la sangre y la mugre de la parte final, es lo mejor de esta película ambivalente: por un lado es menos de lo que parece; por otro, indudablemente, más.