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Triangle of Sadness es el arranque de vómito injustificado de un Östlund perdido en la isla de la autocomplacencia. En una línea muy distinta a la pedante pero con mucho sentido The Square (2017), Östlund se atreve a unir –en un metraje de más de dos interminables horas– una serie de escenas que respiran a la manera de sucesivos sketches televisivos tipo late night.

Una fábula sobre relaciones de pareja y millonarios, una metáfora sobre lo hueco de la sociedad actual, una crítica que iguala en tontería al capitalismo y al marxismo o, tal vez, una vuelta de tuerca oscura sobre un capítulo de Perdidos (2004-2010) mezclado con ecos de la serie setentera Vacaciones en el mar. Lo de Östlund no se sabe lo que es más allá de feísmo y vacuidad gratuita plagada de actores inexpresivos.

Su planteamiento, un relato dividido en tres partes que no dan sensación de conjunto, desarrolla una historia con la que el director solo apuesta por su propia diversión. El problema es que este humor del Östlund más reciente está totalmente peleado con el intento de construcción de cualquier forma de arte. Pero cierto es que el caso de estudio es tal que pueden surgir hasta dudas: ¿y si estamos juzgando la película desde una perspectiva errónea? Difícil. Pero es que para darle la vuelta al batacazo solo cabría preguntarse una cosa: ¿puede ser que Triangle of Sadness en realidad sea un mapa deliberado que señala todo lo que no se debe hacer en el cine a modo de ironía? La respuesta es tajante: no. No, porque en su triángulo Östlund no deja espacio ni para la ‘sobreinterpretación’ bienintencionada. Simplemente ha hecho una mala película. Sin más.

Raquel Loredo