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Entrevista João Pedro Rodrigues (versión ampliada de Caimán CdC nº 176)

Elogio de la ligereza

¿En qué sentido Fuego fatuo es una ‘fantasía musical’, como reza el subtítulo? Yo quería hacer una comedia musical al estilo clásico. Cuando estábamos editando, con Mariana Gaivao, no consideré adecuado decir que este era “un film de João Pedro Rodrigues”, sino que vi muy claro que era necesario algo más. ¿”Una comedia musical de…”? No me convencía. Y llegué a la conclusión de que ‘fantasía’ era la palabra más exacta. Para empezar, debería haberla rodado en 2020, pero llegó la pandemia y fue imposible, por lo que, cuando pudo hacerse, el propio rodaje tuvo algo de ‘fantástico’, de liberador, como un cuento de hadas. Por otro lado, sin embargo, es una película muy construida, que depende mucho de un guion, en la que no hay improvisación… En otra de mis películas, Morrer Como Um Homen (2009), al actor Gonçalo Ferreiro de Almeida, que interpreta el personaje de Maria Bakker, le gustaba decir que el suyo era un personaje de fantasía, y de hecho en la película los protagonistas llegan a un mundo de fantasía, una especie de frontera entre lo posible y lo imposible, el mismo espacio en el que se desarrolla Fuego fatuo. De alguna forma, estoy llegando a la conclusión de que casi todas mis películas son fantasías. Intento siempre que lo increíble resulte creíble. Y el cine es el medio más adecuado para lograr eso, pues al mismo tiempo es muy fotográfico, filma lugares y cuerpos reales, y tiende hacia la ficción absoluta. Por otro lado, quería hacer una película corta, muy ligera –aunque su ligereza creo que es solo aparente– y también irónica.

¿Se ha visto influido por el imaginario de la comedia musical clásica? Por supuesto. Esas fueron las películas que me formaron como espectador. Luego empecé a ver cine de forma más obsesiva, más o menos a partir de los quince años –en la Filmoteca Portuguesa, entonces dirigida por João Bénard da Costa– y lo que veía era sobre todo cine clásico americano. Vi todo John Ford, todo Howard Hawks, todo Lubitsch, todo Billy Wilder, todo Otto Preminger… Y en copias de 35 mm. Me apasionan también Mizoguchi y Ozu. Recientemente me pidieron mi lista de mejores películas para la revista Sight & Sound e intenté que constaran película de los últimos años, pero me fue muy difícil huir de los clásicos. Allí fue donde de verdad aprendí cine. También en la escuela de cine tuve profesores que fueron muy importantes para mí, como Paulo Rocha… Y además siempre descubres cosas nuevas: durante el confinamiento vi películas de Guy Gilles, al cual no conocía antes, y se ha convertido en uno de mis cineastas preferidos. Y sigo viendo mucho cine contemporáneo, también de Hollywood, aunque ya no puedo más con Marvel… Pero también me interesan otras cosas: la pintura, la literatura, la música… Llega un momento en que me aburre hablar solo de cine.

Por eso Fuego fatuo también podría ser un melodrama de Douglas Sirk, aparte de un musical… Sí, en el fondo es una historia de amor con final trágico. En Solo el cielo lo sabe, de Sirk (1955), el personaje de Jane Wyman se enamora del jardinero al que interpreta Rock Hudson. Y en un momento dado lo abandona, obligada de alguna forma por los condicionamientos sociales. Pues bien, es un poco lo que ocurre con el príncipe de Fuego fatuo, que cree que debe seguir el destino trazado por su condición de heredero del trono, y por ello abandona a su amante. Me interesaba mucho preguntarme acerca del modo en que nos presentamos o representamos ante los demás, para luego descubrir –si es el caso– aquello que somos de verdad. Y me atraen los personajes que no pueden escapar a su destino, lo cual es muy propio del melodrama. En Morrer Como Um Homen, Tonia lucha toda su vida por ser una mujer, pero su condición de católica hace que al final quiera ser enterrada con ropa de hombre. Me fascinan las contradicciones de la naturaleza humana. Y me interesa mucho ese conflicto, esa tensión. Mis personajes, de alguna forma, siempre están cómodos con su identidad, al contrario de lo que pasa en cierto cine gay o queer que no me interesa nada. Otra cosa son sus contradicciones, como decía antes…

Los diálogos de la película rehúyen el realismo y buscan una cierta poesía, aunque sea a través de lo artificioso… Van en busca de una cierta teatralidad, diría yo. Aunque el cine parta de la realidad, debemos ser conscientes de que todo en él es falso. En Fuego fatuo he intentado crear dos universos, dos mundos de representación: el de la familia real y el de los bomberos. Y ambos tienen sus reglas, sus uniformes. De la familia real me interesaba subrayar que se trata de personajes que son conscientes de estar en el interior de una representación, de que se autorrepresentan. De ahí la idea de que miren tanto a la cámara, de que abran las puertas como si estuvieran en un escenario teatral… Quería que esa teatralidad quedara clara, pero de una forma divertida. La madre, por ejemplo, mira mucho al público como rogándole que no cotillee en sus asuntos: volvemos a la cuestión de lo que queremos y no queremos mostrar de nosotros mismos. E igual sucede con los bomberos, que también responden a sus reglas. Mientras escribía el guion, vi muchos vídeos sobre cuarteles de bomberos, incluso visité algunos. Me gusta partir de la realidad para desvirtuarla, y en este caso me fijé mucho en los ejercicios que hacen, en la vida que llevan, para al final crear una ficción más libre. Antes de la gran escena coreográfica, por ejemplo, los bomberos están haciendo sus ejercicios de primeros auxilios, y de ahí, de esos gestos reales, pasamos a la fantasía musical…

Y lo mismo cuando recrea cuadros en forma de tableuax vivants, ¿no? Sí, y en ese sentido me interesa tanto el ‘gran arte’ como el arte más ‘popular’: en esa serie de ‘cuadros’ también se recrea una viñeta de José Vilhena, un gran dibujante portugués que fue muy crítico con la dictadura. Y luego, claro está, Caravaggio, Velázquez, Francis Bacon… Fue muy divertido hacer eso. No me gusta el cine pictórico que quiere ser simplemente esteticista, y por eso he preferido hacerlo como si se tratara de un gag, de un chiste.

En este sentido, la película es ‘escandalosa’ porque interviene en una cierta idea del estilo clásico que acaba subvirtiendo… Yo nunca quiero provocar el escándalo. Sé que mis películas son provocadoras, pero en el sentido de que vuelven del revés los géneros clásicos. Como en las normas de la familia real, o de los bomberos, me interesa partir de sus códigos para hacerlos míos, para apropiármelos. Y es algo que me surge espontáneamente, a medida que voy trabajando. Cuando se estrenó en Venecia mi primer largo, O Fantasma (2000), provocó un escándalo. El periódico de El Vaticano pidió la dimisión de Alberto Barbera, el director del festival. Pero la verdad es que la ‘provocación’, el ‘escándalo’, vienen a partir de esa subversión de los códigos, y eso ya estaba en O Fantasma. No me interesa el cine que me deja indiferente. Y me gusta el cine que me cuestiona, que me violenta. Pero tampoco me dice nada ese cine que ya nace con vocación de escándalo. Para mí es vacío y demasiado fácil. Por otra parte, soy consciente de que siempre estoy aprendiendo, y por eso mis películas son tan distintas las unas de las otras. Por supuesto, todas tienen cosas en común, pero no quiero quedarme encerrado en fórmula alguna. En los cortos, por ejemplo, se puede experimentar más, al ser los presupuestos más pequeños. Pues me interesa la experimentación, y me gustaría experimentar hasta el final, como John Ford, cuya última película, Siete mujeres (1965), es quizá la más libre que hizo. Si no puedo hacerlo así, preferiría dejar de hacer películas antes que repetirme. Mientras tanto, lo que más me preocupa es conseguir dinero para cada película que quiera hacer.

¿Se siente parte de una posible cultura queer? Cuando empecé, la cultura queer ni siquiera se llamaba queer, sino gay. Ahora que todo esto está más de moda, yo simplemente procuro seguir haciendo mi trabajo. Nunca eludí esas cuestiones, desde el principio, aunque tampoco me dediqué a contar mi vida. No creo que el cine deba canalizar ese tipo de cosas personales, es algo que no tiene que quedar en primer plano. Bergman sabía hacer muy bien eso: ves que en sus películas hay mucho de su vida, pero no se hace evidente. El cine actual, en ocasiones, se centra demasiado en quienes lo hacen. La gente se mira demasiado el ombligo.  ¡Y todo es tan serio, incluido el cine de autor actual! Nos están quitando el placer de ver películas. En este sentido, yo reivindico la ligereza. Nunca debemos olvidar el origen popular del cine. Mis películas hablan de cosas importantes, creo, pero no se proponen desde un principio hacerlo, no son conscientes de ello. Por eso he procurado que Fuego fatuo sea una película irónica y divertida, casi una comedia al estilo Monty Python. Pero es lo que ocurre también en las redes sociales, ese narcisismo, esa autopromoción, esa exageración de la individualidad… Todo eso me interesa en sí mismo, pues soy curioso por naturaleza, pero no voy a entrar en ello, no voy a caer en eso. Siempre he ido al revés de las modas, no me interesan. Hay que saber romper con el pasado, pero también gestionarlo. Por el mero hecho de ser queer, una película no será buena o mala. Y es un problema que haya gente que solo ve cine queer.  En Río Rojo (1948), de Howard Hawks, la relación entre John Wayne y Montgomery Clift es absolutamente queer. ¿Cómo abordamos eso? El espectador contemporáneo, sin embargo, parece que quiera que se lo den todo masticado, bien explicado.  Solo así se queda tranquilo. Y a mí, precisamente, lo que me gusta es no estar nunca tranquilo. Por ejemplo, me puedo emocionar con películas conservadoras (de John Ford, por ejemplo): no comparto esa ideología pero puedo entender sus motivos, el mundo es diverso y complejo. No hay que rechazar nada solo porque no se ajuste a nuestra manera de pensar. Busco cosas distintas, estoy un poco harto de mí mismo.

Carlos Losilla

Entrevista realizada en el Festival de Sevilla,
el 7 de noviembre de 2022.

 

La mamá y la puta (Jean Eustache)

El lenguaje desatado

Más allá de Mayo del 68, La mamá y la puta es una película sobre todas las derrotas posibles. Y Alexandre (Jean-Pierre Léaud) parece hijo de cada una de ellas. Más o menos como el protagonista de Un hombre que duerme, la novela que Georges Perec había publicado en 1967, un año antes del estallido parisino, Alexandre no hace otra cosa que yacer en la cama, escuchar música y vagabundear por la ciudad. La película de Jean Eustache, por lo tanto, podría verse como una serie de repeticiones de estirpe perequiana que se prolongan durante casi cuatro horas y en las que se alternan el apartamento, la calle y el café como lugares privilegiados, como escenarios intercambiables de un naufragio a la vez íntimo y colectivo. En Los 400 golpes (1959), de Truffaut, el niño Léaud huía de la ciudad para llegar hasta el mar. En la película de Eustache, el mismo actor se ve condenado a caminar en círculos, a asumir una inmovilidad paralizante. ¿Podría resumirse la historia de la Nouvelle Vague en ese trayecto inverso en el que alguien pasa de correr a dormir, de una vida que empieza a otra que se detiene? Quizá La mamá y la puta tenga tanto que ver con la película que dirigió Bernard Queysanne en 1974 a partir de la novela de Perec –y con guion también suyo– como con las tribulaciones de Léaud en territorio de Truffaut o Godard. Y en medio de esa genealogía imposible se situaría Marguerite Duras, con sus sinfonías urbanas de las que ya han desaparecido incluso los zombis como Alexandre. Pero esa sería ya otra historia…

Pues hay algo que distingue poderosamente a la película de Eustache: al contrario de lo que sucede en las novelas de Perec o en la adaptación de Queysanne, el protagonista de La mamá y la puta habla por los codos, casi siempre con el objetivo de seducir a las mujeres que se cruzan en su camino. Y cada vez que Alexandre abre la boca, resulta evidente que el suyo no es el lenguaje de la cotidianeidad, que seguramente no era así como hablaban los jóvenes de su edad en el París de la época. No es La mamá y la puta, en consecuencia, un film que fluya ‘como la vida misma’, por mucho que lo parezca, como tampoco lo son los de Éric Rohmer. Alexandre suelta parlamentos siempre muy elaborados, ideas complejas expuestas elípticamente, alusiones literarias disfrazadas de boutades a veces un tanto idiotas. Sus líneas de diálogo se sitúan de este modo en la tradición retórica francesa que va de Voltaire o Diderot a Malraux o Sartre, de quien precisamente se burla en el film. Pero también dejan ver una dudosa extroversión que revela su lacerante soledad, su necesidad de compañía, y sin duda su incapacidad para relacionarse con las mujeres de igual a igual. Sea como fuere, este enfrentamiento entre la reflexión metalingüística y la utilización desesperada del lenguaje para alcanzar un nivel de comunicación reconfortante culmina en una hermosa cacofonía: La mamá y la puta es una película sobre la teatralización del lenguaje entendida como ruido necesario, como artificio que oculta una cierta verdad, en la más pura tradición baziniana.

La película de Eustache, entonces, no es realista porque se erija en testimonio de una época sino porque proclama la imposibilidad de hacerlo. Su estrategia consiste más bien en jugar al escondite con el realismo, en construir pacientemente un simulacro de realismo que equivalga al simulacro de lenguaje utilizado por Alexandre. El protagonista habla tanto y tanto que la longitud de su discurso también obliga a expandir la duración del film, cuya trama es más bien concisa y simple. Se trata de un proceso lento y trabajoso, que Eustache expone con morosidad deliberada e hipnótica, consciente de que es su obligación mostrar la lenta extinción del lenguaje de Alexandre superpuesta por momentos a la emergencia de otras palabras, las de Marie (Bernadette Lafont) y Veronika (Françoise Lebrun), creadoras e inventoras de un nuevo lenguaje que fagocitará el suyo, hasta dejarlo mudo o balbuciente en las escenas finales. El lenguaje de Alexandre se va debilitando hasta quedar exhausto, cada vez más convencido de que ya no tiene nada que hacer en el nuevo contexto, de que los tiempos están cambiando y se impone una transición que afecta a su propia historia, a la propia película, al propio cine. La mamá y la puta es la crónica épica de una transformación personal, más que una elegía balzaquiana por las ilusiones perdidas, y es curioso que en este sentido se parezca a los westerns que en esa época filmaba Sam Peckinpah, llenos de cowboys tan tristes y decadentes como Alexandre: retrata el fin de una época, aunque en su caso sustituya las pistolas por una dudosa elocuencia y descarte cualquier tipo de heroísmo sacrificial. En el interregno, solo comparece un silencio espeso que deja paso a una incierta metamorfosis, a las palabras retadoras de Veronika en su monólogo final. De un amasijo de consignas abrumadoras se ha pasado a la fragilidad de un rostro que exhibe una herida abierta.

En efecto, si el film ocupa una posición privilegiada en la filmografía de Eustache no es por su singularidad, sino porque supone la primera culminación de una andadura errabunda que con los años se tornará más y más radical. Junto con Les Mauvaises fréquentations (1964), Le Père Noël a les yeux bleux (1966) y Mes petites amoureuses (1974) conforma su corpus de filmes más narrativos y dramatizados. En cambio, Numéro zéro (1971), Une sale histoire (1977), Les Photos d’Alix (1980) y Le Jardin des Délices de Jérôme Bosch (1981), aunque también cuenten historias, se limitan a hacerlo a través de personajes encerrados en habitaciones, que hablan tanto o más que Alexandre, pero ahora en situaciones altamente codificadas que excluyen cualquier tipo de comunicación con sus interlocutores y de identificación por parte de la audiencia. Las postrimerías del lenguaje clásico del cine, o de los albores del moderno, dejan paso al nacimiento de un nuevo paradigma en el que ya no regirá la noción tradicional de realismo, tampoco de belleza o de emoción. Y hay que ver, en La mamá y la puta, el estilo neutro y distante con el que Eustache filma a personajes y situaciones, esa rara gramática del plano que desnuda y estiliza todo lo que toca, para darse cuenta de la magnitud de su desafío: consciente de que su cine pertenecía al languideciente mundo de Alexandre, concibió el film como la demolición sistemática de ambos lenguajes, no solo el del dandi en decadencia sino también el del cineasta que, de algún modo, había creado un último espacio fílmico para su alter ego.

Carlos Losilla

 

Fuego (Claire Denis)

Me gusta / No me gusta

Habría que reivindicar el derecho de cualquier cineasta a hacer la película que le venga en gana, aunque no se adapte a los cánones de prestigio y respetabilidad imperantes. O aunque sepa de antemano que puede que le salga eso que se llama una ‘mala película’. Ignoro si es el caso de Claire Denis y Fuego, pero la cuestión no es esta, ni tampoco si Fuego es o no al cien por cien una película-de-Denis. ¿Y qué más da? Lo que importa son los apuntes, los esbozos, el cine mismo asomando la cabeza en los lugares más inesperados. Da igual si me gusta o no Fuego –esto no es Twitter, por ahora–, pues sus fracasos me parecen mucho más estimulantes que los presuntos logros de otras películas, más medidos y premeditados, más calculados y predecibles. Una ‘buena película’, según los estándares de algunos festivales y de cierta crítica, es aquella que obedece a determinadas normas de conducta que se han convertido ya en fórmulas. Fuego, en cambio, tantea en la oscuridad, se expone a todos los peligros, con la esperanza de que surja algo de esa búsqueda. Y no estoy hablando solo de ‘cine de autor’: véanse las recientes X (Ty West) o Black Phone (Scott Derrickson), terror que no paga tributo a las modas, para seguir hablando de tan felices desvíos.

Pero volvamos a Fuego, que no por azar intenta denodadamente conciliar cine comercial y cine de autor. No es nada nuevo, ni siquiera en la filmografía de Denis. Sin embargo, eso le permite crear singulares maridajes: filmar a dos estrellas como Juliette Binoche y Vincent Lindon discutiendo solos en una habitación durante largo rato, o aceptar construir dos tramas y enfrentar una con otra, a ver qué pasa. Solemos decir, cuando ocurre esto último, que la película debería haberse centrado solo en una y no dispersarse. ¿Por qué esa obsesión por la unidad de estructura o estilo? A mí me parece conmovedor que Denis intente unir torpemente los dos relatos, el de la pareja y el del padre y el hijo, mediante una estrategia muy suya: el amor como mestizaje, como si querer a otro u otra fuera siempre una lucha, pues metafóricamente todos somos de distintas razas y de culturas inconciliables, como lo son Lindon y su hijo mestizo, como lo son Binoche y Grégoire Colin. Por supuesto, el intento queda en nada, pero el film acaba preguntándose qué ha sucedido para que una idea así no cuaje y eso lo convierte en un organismo vivo, en constante evolución.

En uno de esos estados cambiantes, Fuego se convierte de repente en un melodrama, el más excesivo de los géneros, que Denis no solo se niega a eludir, sino que intensifica centrándose en algunos de los momentos más fuertes y tormentosos surgidos del triángulo Binoche-Lindon-Colin. Si eso me recuerda al Truffaut de La mujer de al lado o hasta al Pialat de No envejeceremos juntos, quizá signifique que se ha creado una nueva conexión en la historia del cine francés, que Denis puede estar evolucionando hacia ese lado sin ni siquiera darse cuenta. Y que La mamá y la puta, el film-mito de Jean Eustache que se aborda en este mismo número de Caimán CdC, sea también la turbulenta historia de un triángulo y otra deconstrucción del melodrama clásico, puede añadir aún más elementos a esta intriga apasionante: por fortuna, la historia del cine sigue moviéndose sin descanso.

Carlos Losilla

 

Meet Me in the Bathroom (Will Lovelace y Dylan Southern). San Sebastián 2022 – Zabaltegi

Meet Me in the Bathroom está basada en el libro de la crítica musical Lizzy Goodman del mismo título, que recrea la escena musical neoyorquina del cambio de siglo, a partir de la cual nacieron grupos como The Strokes, LCD Soundsystem o Interpol, y que supuso la consolidación de la dance music. El film empieza y termina con el poema Give Me the Splendid Sun, de Walt Whitman, lo cual da una idea del tono que se le quiere imprimir: elegíaco, pero nunca nostálgico. Y lejos de recurrir al enfoque sociológico o puramente musical –las canciones se oyen siempre fragmentadas–, se inclina por contar la historia de unos cuantos chicos y chicas que llegaron a Nueva York con los sueños de rigor y pasaron por todas las etapas que el show business americano reserva para quienes quieren adentrarse en él. El resultado es dinámico y adopta la forma de una novela de aprendizaje colectivo, con sus protagonistas y secundarios, tramas principales y paralelas. Sin embargo, más allá del interés musical –sus directores son reputados documentalistas en ese campo, amén de prolíficos directores de videoclips–, la película no deja de contar aquello en lo que determinado cine sobre el mundo del espectáculo no ha dejado de insistir desde sus inicios: el éxito y el fracaso, la inocencia y la caída, el fuego de la juventud enfrentado al desgaste del tiempo…

Carlos Losilla

 

Trenque Lauquen (Laura Citarella). San Sebastián 2022 – Zabaltegi

El segundo largo de Laura Citarella se estrenó en el último Festival de Venecia en una versión de más de cuatro horas proyectada en continuidad. Ahora, para su inclusión en la sección Zabaltegi del Festival de San Sebastián, se ha presentado de dos maneras alternativas, la que ya se conocía y otra en dos partes. Ignoro si Trenque Lauquen, que así se ha titulado en las dos ocasiones, adoptará más formas en el futuro, pero a la vista del resultado es evidente que podría hacerlo: relato multiforme, cambiante, no tanto en forma de muñeca rusa como de material que parece estirarse y contraerse a voluntad, este experimento que es también un tratado narrativo camuflado tiene en su centro argumental una misteriosa criatura mutante cuya existencia y naturaleza no resultan finalmente tan importantes como su condición de metáfora del conjunto, igualmente voluble y mudable. Y sin embargo tampoco es esa la trama de Trenque Lauquen, o no solo esa, pues estamos ante una intriga que poco a poco se va transformando en varias: una mujer que desaparece, los dos hombres que la buscan, la historia de otra que obsesionó a la primera, o del tipo que se enamora de ella…

Sea como fuere, ocurre en la versión en dos partes –la que ha podido ver este crítico– que la segunda es muy distinta a la primera, hasta el punto de que también pueden funcionar de manera independiente, como dos películas diferentes. No sé cómo se percibirá eso viendo una detrás de otra, pero es evidente que mientras el primer segmento se muestra desbordante, el segundo es más pausado, incluso contiene menos lances narrativos, centrándose en la historia de Laura, la bióloga desaparecida en Trenque Lauquen –localidad de la Pampa argentina–, que aquí se vuelve omnipresente y cuyo punto de vista se adopta, por mucho que sus razones tampoco queden del todo claras. Citarella ha dicho que todo parte de La aventura de Antonioni, donde otra mujer desaparece sin dejar rastro, pero está claro que ese desvanecimiento le interesa en múltiples aspectos: como tropo de una cierta literatura y un cierto cine, como signo de la propia imagen, como huella de la evanescencia de aquello que se narra y debe dejar paso a otra cosa para continuar vivo… Debo detenerme, no obstante, pues el peligro de escribir acerca de Trenque Lauquen consiste en caer igualmente en ramificaciones infinitas, en perder de vista el quid de la cuestión. ¿Existe algo parecido, por otro lado? A la vez cerca y lejos de La flor, de Mariano Llinás –aquí asesor de guion–, producida igualmente por El Pampero, estamos ante una obra mayor que no admite resúmenes ni simplificaciones, un enigma sin posible solución, una interrogación acerca de la naturaleza del misterio –del amor, del cine, de la propia identidad– que solo puede desembocar en otro misterio. Y así sucesivamente.

Carlos Losilla

 

Manto de Gemas (Natalia López Gallardo). San Sebastián 2022 – Zabaltegi

La mexicana Natalia López Gallardo afirma que el título de su ópera prima, Manto de gemas, responde a un concepto budista que, muy simplificado, podríamos decir que tiene que ver con la idea de tejido, de red de cristales entrelazados en la que unos se reflejan en otros. Su película, un serio ensayo de discurso visual deliberadamente ambiguo en busca de trasladar una vibración más que un desarrollo narrativo al uso, diserta sobre la situación del México contemporáneo. Inseguridad, narcotráfico, corrupción, clasismo… todos los problemas, mil veces tratados en otras cintas desde una perspectiva muy diferente al punto de vista íntimo y feminista de López Gallardo, son presentados aquí desde la preocupación de contar partiendo de la mirada y el sentir del que allí vive ese complicado mundo cada día. El resultado cinematográfico es totalmente desconcertante, como la situación de México, sobre todo en la primera mitad de la obra.

López Gallardo asume el riesgo de no dar nunca el plano fácil o el encuadre explicativo y con su insistencia, a veces ininteligible, pierde potencia para llegar a un espectador abrumado por el inicialmente reiterado difícil tratamiento. El lenguaje de la directora necesita un tiempo para crear poso y poder calar. Hacia la segunda mitad, una vez que se produce el secuestro de la adinerada protagonista, las maneras de López Gallardo empiezan a cobrar sentido tras el necesario periodo previo de adaptación. Con el desarrollo la dimensión de su cine va ganando en profundidad.

Manto de gemas es trabajo para el espectador. Quizás la cinta pudiera ser vista hasta como un elemento didáctico, un ejemplo práctico para aprender a llenar huecos, sobre todo con lo sugerido fuera de campo. Su cerrada capacidad para contar lo que argumentalmente sucede en pantalla, construida según la cineasta tras un arduo proceso de montaje en el que la película pasó previamente por una fase mucho más explicativa, no termina siendo todo lo impactante que pudiera. Y es que aquí esta la cuestión. Cierto es que lo importante del cine es la captura de un sentir, no la puesta en imágenes de un guion, pero si ese sentir no llega al espectador o llega con demasiadas dificultades surge la pregunta: quizás, ¿algo más se podría haber pulido el metraje en la fase final del proceso de creación? A pesar de esta reflexión al margen, sin duda el ejercicio de López Gallardo es un expresivo, complejo y muy interesante ensayo sobre análisis fílmico y ruptura de prejuicios narrativos.

Raquel Loredo

Ganadora del Premio del Jurado en el último Festival de Berlín, Manto de gemas es el primer largo de ficción de Natalia López Gallardo, montadora de algunos filmes de Carlos Reygadas, Amat Escalante o Lisandro Alonso, entre otros. No se trata, sin embargo, de un trabajo mimético o formulario. O sí, pero de un modo muy distinto al que podrían hacer pensar esos antecedentes. Pues Manto de gemas es una película muy personal, con estilo propio e intransferible: un relato con vocación de opacidad que –paradójicamente– termina siendo demasiado directo y evidente. ¿Cómo puede ser? Echémosle la culpa a algunos de los vicios del ‘cine de festivales’, cocinado en laboratorios y mentorías varias, a veces sometido a procesos tan vigilados y tutorizados que las buenas intenciones iniciales quedan diluidas en una progresiva burocratización de la puesta en escena, por llamarla de algún modo.

Manto de gemas exhibe vocación de fresco. Tenemos a una mujer que llega al México profundo desde la ciudad y se encuentra con diversos personajes que pretenden ser representativos de un cierto estado de cosas, desde una desaparecida hasta un muchacho que se está introduciendo en el mundo narco, pasando por familias burguesas, criados sumisos, policías cansados… Sin embargo, no es el film de López Gallardo una recreación histórica, ni un acercamiento a tan tumultuosa realidad desde el intimismo, ni siquiera el despliegue de un punto de vista subjetivo capaz de filtrar o deformar todo lo que ve. Aquí quien filtra y deforma son la imagen y el sonido, concebidos como un universo autónomo que se enfrenta al mundo exterior para rarificarlo y convertirlo en pura materia inaprensible. La cámara se aleja y se acerca indistintamente a los personajes dejándolos fuera del encuadre, o acosándolos en agobiantes primeros planos, o sumiéndolos en un caos del que solo oímos voces indistintas y ruidos dispersos, todo ello en escenas separadas por abruptas elipsis. Al principio, esta estrategia resulta curiosa y consigue alguna que otra secuencia más o menos inquietante. A medida que transcurre el metraje, empero, su mera repetición sin muchos matices consigue exactamente lo contrario de aquello que pretendía: esa mirada oblicua, que se quiere ilocalizable, termina fosilizándose, adoptando un tono mucho más convencional de lo que parece.

Carlos Losilla

 

Itchan and Satchan (Takayuki Fukata). San Sebastián 2022 – Zabaltegi

¿Qué hay en el espacio en que se juntan dos planos? Esa es la pregunta que se hace el mediometraje de Takayuki Fukata Itchan and Satchan, que cuenta las peripecias de dos hermanas reunidas en la casa de su abuela, internada en una residencia, para vaciarla y de paso recordar su infancia de una manera –digamos– peculiar. Pero no teman, pues el film de Fukata no se entrega a disquisición teórica alguna, sino que intenta responder a esa pregunta en todos los sentidos posibles, la aborda desde el estilo y la puesta en escena. Itchan and Satchan empieza adoptando un registro por completo realista, aunque el encuadre y la textura del blanco y negro utilizado ya delaten que detrás de lo mostrado hay algo más,  y consigue que poco a poco todo se torne extraño: lo que al principio es solo una casa se convierte lentamente en un lugar laberíntico, en un cruce de dimensiones temporales en el que todo puede suceder.

Fukata ha sido ayudante de dirección de Ryusuke Hamaguchi en La ruleta de la fortuna y la fantasía y se declara rendido admirador de El espíritu de la colmena, la influyente película de Víctor Erice. Lejos del mimetismo o el homenaje irreflexivo, sin embargo, Itchan and Satchan muestra a un cineasta que con solo tres películas ya parece haber alcanzado una sorprendente madurez, capaz de sintetizar en 44 apretados minutos todo un universo poético desbordante, un dominio del tiempo y el espacio fílmicos que transforman una simple anécdota familiar en un apasionante juego de espejos. Cada una de las pequeñas elipsis que llenan la película ocultan multitud de sugerencias, apuntes que desquician el relato con rara delicadeza, infinidad de puertas o pasillos que retuercen la historia sin exhibicionismos innecesarios, otorgándole una exuberante variedad de significados y sentidos sin que la audiencia se vea obligada a elegir solo uno de ellos. Al contrario, entre un plano y otro siempre hay un pliegue que se dirige hacia el exterior de la película, en busca de otros encuadres invisibles, nunca mostrados, que certifican la naturaleza intrínsecamente fantástica del cine. Después de todo, Itchan and Satchan demuestra que los mejores momentos de cualquier película puede que sean aquellos que nadie pensó, filmó o montó… Sea como fuere, uno de los momentos culminantes de la sección Zabaltegi-Tabakalera de este año.

Carlos Losilla

 

Mutzenbacher (Ruth Beckerman). San Sebastián 2022 – Zabaltegi

Es curioso que, antes de la proyección de Mutzenbacher, los azares de programación de la sección Zabaltegi-Tabakalera nos depararan el encuentro con Nowhere To Go But Everywhere, el corto de Erik Shirai y Masako Tsumura que recrea los tsunamis que devastaron la costa japonesa en 2011 a través de una voz narrativa que busca a una mujer desaparecida. Pues la palabra es también el centro alrededor del cual gira el último trabajo de Ruth Beckerman, veterana documentalista austríaca que aquí se acerca a un libro, Historia de una prostituta vienesa, que en principio es la autobiografía de Josefine Mutzenbacher –profesional del sexo de principios del siglo XIX– centrada en sus años más jóvenes –infantiles, de hecho– y escrita en clave abiertamente pornográfica. Desde el convencimiento de que el texto fue escrito por un hombre, Beckerman construye un dispositivo ciertamente singular: con la excusa de una posible película que adapte el libro, convoca un casting que a su vez reúne a una multitud de varones, jóvenes y no tan jóvenes, algunos de los cuales se sientan ante la cámara para leer en voz alta fragmentos de la supuesta ‘autobiografía’ o simplemente explicar sus sentimientos ante diversas cuestiones relacionadas con el sexo.

Un sofá de la época preside la escena, localizada en un viejo almacén, atrezo y decorado que exhalan ya una rara sensación de desajuste. Y, en efecto, la extrañeza y la incomodidad son el punto de partida desde el que Beckerman aborda su proyecto, que puede verse como una película pero también como una performance. Se trata de figuras de estilo muy del gusto de la cultura vienesa, sobre todo desde que Freud les dio carta de naturaleza con su noción de Unheimlich (lo siniestro), que como saben no se refiere únicamente al miedo y el terror, sino a todo aquello que, siéndonos familiar, deviene perturbador por una u otra razón. Así, en Mutzenbacher vemos sentarse en el sofá a figuras masculinas que exponen su incomodidad ante el material que se les presenta, o que prefieren narrar anécdotas personales, o que se implican profundamente desde una interpretación personal del texto. El resultado es complejo, polivalente: sitúa un objeto cultural en un universo que ya no es el suyo, observa sus evoluciones y deja entrever que el deseo masculino no ha cambiado mucho desde entonces, aunque sí lo hayan hecho determinadas formas de vergüenza e inhibición. Y también que las mujeres, en medio de todo eso, quizá hayan ganado voz y presencia, pero siguen inevitablemente en la sombra, como la propia Beckerman, que solo puede dar indicaciones desde un significativo espacio en off.

Carlos Losilla

 

Carta a mi madre para mi hijo (Carla Simón). San Sebastián 2022 – Zabaltegi

¿Se pueden escribir cartas a un fantasma? ¿Y las podría leer un bebé? Este es el punto de partida de Carta a mi madre para mi hijo, el regalo que Carla Simón ha querido hacerle a su hijo recién nacido para que se ponga en contacto con la abuela que nunca podrá conocer en persona. Ya en Verano 1993, Simón recreaba la figura de Neus, su progenitora, referencia dolorosa y mítica a la que se pretendía acercar mediante los mecanismos del relato evocador. Ahora, después del éxito fulminante de Alcarràs y  de su reciente maternidad, va más allá e intenta recrear los modos y maneras en que una imagen cinematográfica puede guardar en sí misma otra imagen, la de alguien que parece siempre negarse a quedar encerrado en los límites de un encuadre o de una narración.

Quizá por eso Simón se decide por un formato más libre, el modelo epistolar, que le permite apelar directamente a esa sombra huidiza a través de digresiones y metáforas, alusiones indirectas e imágenes poéticas, quizá la única manera posible de aprehenderla, aunque sea en parte. Carta a mi madre para mi hijo se estructura así como un movimiento perpetuo, una serie de desplazamientos que nos llevan desde la propia Simón hasta la Neus niña y luego, sucesivamente, a la joven Neus que busca algo y a la Neus espectral que regresa para cerrar el círculo. Por supuesto, ahí está Simón para recoger el testigo e insinuar que mientras la vida nunca se detiene, solo cambia de forma,  el cine es capaz de reunir a los vivos y a los muertos en una única dimensión, la del deseo, que hace posible el encuentro y la reconciliación. Es la imagen, pues, la que desea y consigue materializar el fantasma, todos los fantasmas. Y es el fuego, ese fuego que Neus descubre en su primera visita a Barcelona y que Carla hereda directamente de ella, el que puede quemar la vida, pero también encender la llama de la creación. Este corto de Carla Simón en principio un encargo del proyecto Women’s Tales de Miu Miu– no solo inventa nuevas formas autobiográficas para el cine, sino que construye todo un pequeño tratado poético sobre su esencia y sus posibilidades.

Carlos Losilla

 

Amigas en un camino de campo (Santiago Loza). San Sebastián 2022 – Zabaltegi

El título de la última película de Santiago Loza, producida por Gonzalo García-Pelayo, podría ser también el de un cuadro o un poema. De hecho, su punto de partida son algunos versos de Roberta Iannamico que no solo oímos y vemos leídos ante la cámara por algunas de las actrices, sino que además podrían estar en la base argumental del film. Pero un momento… ¿argumental? ¿Se puede llamar así a lo que recorre una película basada en encuentros, conversaciones y paisajes? Amigas en un camino de campo se sitúa en Villa Ventana, la pequeña localidad de la Pampa argentina donde vive Iannamico, pero también dos amigas que acaban de perder a una tercera y se refugian en una relación afectuosa no exenta de tensiones: el recuerdo de la muerta, la aparición de la malhumorada hija de una de ellas y –sorpresa– la caída de un meteorito en tan idílico contexto, entre otras cosas, desencadenan así una serie de conversaciones y paseos que acaban contando muchas más historias de lo que pudiera parecer…

Y sin embargo tampoco se trata de eso. Loza aborda este material con distancia ejemplar, haciendo que sus actrices opten por un estilo declamatorio, y en ocasiones impasible, que aleja a la película del realismo y la acerca a una abstracción deliberada, a una falsa cotidianeidad que poco a poco se convierte en metáfora de algo más, quizá un mundo que se acaba o quizá la vida misma, que siempre va más allá, como demuestran los conmovedores poemas de Iannamico. En ocasiones, parece que la película transita caminos demasiado solemnes, a pesar de su ejemplar simplicidad, y que quiere hablar, nada más y nada menos, que del sentido mismo de la existencia, cosa que –como saben– está muy lejos del alcance del cine, seguramente por fortuna. Otras veces, sin embargo, la mayoría, Amigas en un camino de campo hace pensar en el Robert Walser de El paseo trasladado a la Pampa y convertido en un Chéjov pequeñito, todo ello en el interior de un envoltorio desconcertante, insólito: si algo hay que agradecer al film de Loza, como tantas veces en su filmografía, es que se niega a dejarse clasificar y encasillar, serpentea por los mismos caminos que sus actrices sin darnos tiempo para atraparlo ni atraparlas.

Carlos Losilla

 

Heartbeat / A Short Story. San Sebastián 2022 – Zabaltegi

Aunque parezcan dos trabajos por completo distintos, cuando no opuestos, los cortos de Lee Changdong y Bi Gan que se han convertido en las inesperadas estrellas de la sección Zabaltegi Tabakalera, en el Festival de San Sebastián de este año, presentan más de un punto en común. Primero, por supuesto, el hecho de proceder de dos cineastas asiáticos de indudable prestigio que el certamen, además, acostumbra a programar con cierta frecuencia. Segundo, su condición de fetiche en torno a una visión del cortometraje como práctica tan o más importante que el largo: si Lee y Bi pueden hacerlo, todos los demás también. Y, en fin, una cuestión formal de no menor importancia, a saber, un cierto discurso sobre la ligereza/pesadez de las imágenes que recorre ambas propuestas con la misma intensidad, aunque a veces no lo parezca. Veamos, pues.

Mientras Heartbeat, de Lee, parece un ejercicio de corte realista, simple y liviano en concepción y ejecución, A Short Story, de Bi, se inclina por un barroquismo que empieza en su propia y confesa condición de fábula o cuento. Estamos ante la peripecia de un niño que corre hacia su casa desde la escuela temiendo que su madre se haya suicidado, todo ello filmado en un único travelling que se pega a su rostro para abandonarlo únicamente al final (Lee), y ante una narración fantástica que implica a un espantapájaros y un gato negro inscritos en paisajes de corte onírico donde intentarán demostrar algo a su audiencia (Bi). Y sin embargo, ¿acaso el dispositivo de Heartbeat no es tan enrevesado y artificioso como el de A Short Story? ¿No estamos ante dos filmes cuyo mayor anhelo parece ser exhibirse a sí mismos como artefactos que celebran el cine en su vertiente de ‘gran espectáculo’, por mucho que se disfracen de ‘gran arte’? Lee lleva al límite su habitual esplendor narrativo, paradójicamente, en una sola toma, pues lejos de intentar aprehender la realidad circundante, pretende expandirla para contar una gran historia familiar. Y Bi condensa sus dotes de esteta pos-posmoderno en una ‘historia corta’ que no solo se prolonga virtualmente más allá de su final, sino que encierra en sí misma mil y una imágenes, innumerables subtramas, cada una de ellas adornada con algún que otro truco visual. Todo explota a cada momento, como si se tratara de demostrar a la audiencia, sin descanso, que está ante sendos filmes de importancia, por mucho que se presenten en formato corto. Y así, este crítico no puede dejar de sentirse un poco abrumado por tanta insistencia y acaba prefiriendo a Lee y Bi cuando optan por el largo, donde todo eso, aun existiendo, queda diluido en relatos menos autocomplacientes.

Carlos Losilla

 

Heartbeat. Caiman Ediciones

 

Heartbeat (Lee Changdong)

Cortometraje de encargo en torno a la importancia de visibilizar la depresión, el film de Lee Changdong pretende representar el viaje impulsivo de un niño que, angustiado por lo ocurre en la intimidad de su hogar, abandona el aula y atraviesa las calles de la ciudad para volver a casa a reunirse con su madre, que convive con esta enfermedad mental y que la vecindad parece ignorar por completo. El sublime tratamiento del fondo choca de manera frontal con la forma: el autor decide contar esta historia en un solo y sobrecogedor plano secuencia que otorgue sentido al trayecto solitario del niño, que ponga en valor el acto impulsivo del abandono de la escuela y su travesía épica a través del edificio tratando de rescatar a su madre, solo que el plano secuencia ha sido falseado, troceado de manera minuciosa: el niño no deja de forzar el tropiezo con otros adultos durante su huida, encuentros que el montaje aprovecha para empalmar una toma con la siguiente y proponer una falsa sensación de naturalidad que derrumba las supuestas virtudes que dan sentido a filmar esta historia en un solo plano. La aparente espontaneidad del acto de registrar la realidad se transforma en una estudiada coreografía que acaba rozando lo perverso. El virtuosismo que podría tener una pirueta visual como esta queda desdibujado por la trampa, por el atajo tomado por el autor. Al final lo que queda es una pieza que intenta superponer la manera de acercarse al relato sobre el respeto por la enfermedad en sí. En el intento de espectacularizar los acontecimientos hay algo reprobable a nivel estético que impide justificar la innegable nobleza de su fondo.

Jonay Armas

 

Cerdita (Carlota Pereda). San Sebastián 2022 – Zabaltegi

El exceso de estilo es a la vez la mayor virtud y el pecado más inconfesable de Cerdita, el primer largometraje de Carlota Pereda. Cuando Valle-Inclán paseó por el Callejón del Gato para inventar el esperpento, los espejos reflejaron la misma realidad que vio. Cuando Berlanga o Fernán-Gómez siguieron su ejemplo, algo llamado franquismo les puso en bandeja un país desolado que más bien parecía un decorado grotesco. Ahora, mucho años después, la cultura global puede con todo y por eso Cerdita, que en principio quiere ser igualmente un retrato deformado de la España casi vacía, acaba recurriendo al psychothriller y el gore para redondear la fiesta. El resultado es una película desbordante que se desborda a sí misma, una pesadilla pop de la que despertamos exhaustos, una crónica tan negra que acaba anegada en su propia oscuridad.

En un pueblo de Extremadura, una adolescente a la que sus coetáneas llaman ‘cerdita’ por culpa de su exceso de peso vive con sus padres y su hermano pequeño en la carnicería que regentan aquellos. Lo que no sabe es que va a verse envuelta en una trama delirante que no solo implicará a quienes la atormentan y envilecen, incluidos sus propios progenitores, sino también a un tipo extraño y silencioso que se ha obsesionado con ella. Al principio, el rigor de Pereda en el encuadre y su empeño en destilar el plano hasta la extenuación consiguen crear un universo extraño, el simulacro de un simulacro, un realismo sin huesos ni sangre que se niega a tomar la realidad como referente y en su lugar sitúa un imaginario desquiciado, paradójicamente medido con escuadra y cartabón. Después, no obstante, ese logro empieza a gustarse demasiado a sí mismo y el film se dedica a multiplicar planos, a repetir reflejos, a utilizar el montaje como arma arrojadiza para fabricar unas cuantas set pieces cuya mecánica acaba siendo idéntica en todos los casos. En una de ellas, procedente del corto homónimo que ganó el Goya en 2018, una piscina y una carretera sirven de escenario de humillación y vergüenza para la protagonista. Y en otras dos, un bosque nocturno y un granero abandonado, respectivamente, contemplan una acumulación de sangre y desmembramientos que haría enrojecer de envidia a cualquier splatter de los ochenta.  De la malformación realista al terror cotidiano solo hay un paso, parece decirnos el film, como si estuviera recreando en otro sentido el discurso de El agua, el trabajo de Elena López Riera que compite en esta misma sección (véase crítica en esta misma web). Lástima que lo diga tantas veces y que grite tanto para hacerlo.

Carlos Losilla

A Human Position (Anders Emblem). San Sebastián 2022 – Zabaltegi

A Human Position es un auténtico ejercicio de puesta en escena. En ella Anders Emblem ofrece la vida cotidiana y la intimidad de dos chicas en una Noruega que parece desconectada de sus habitantes. Los planos huyen de la simetría, como si algo no fuese bien, pero al mismo tiempo están profundamente construidos, preocupados por una perfección estética que parece esconder algo en su fondo. Las niñas apenas hablan, la cámara registra sus tiempos muertos, sus momentos de descanso, su deambular por la ciudad volviendo a casa, la vida de una juventud que ha convertido su valioso tiempo en una espera interminable. Filmar un estado de ánimo. Una de las chicas debe investigar la deportación forzada de un refugiado para un artículo de su trabajo y entonces la película se transforma, de manera inesperada, en un improbable relato detectivesco, como si el film intentase vaciarse de los elementos de todo género que intenta absorber el relato y llevarlo a su terreno. En esa férrea convicción por huir de todo convencionalismo hay algo magnético y hermoso, tanto como en la hipnótica insistencia por la repetición con variaciones, por repetir espacio y encuadre pero trabajando con mínimos detalles que son diferentes en cada nueva aproximación. En su contención y admirable tesón por mostrarse vulnerables, el trabajo de las dos actrices es a la vez tan discreto como conmovedor. Una película de personajes sin serlo, una película de detectives que nos niega su propia trama, un relato de Noruega que no impone su discurso. En su aparente sencillez y su deliberada construcción aletargada, A Human Position ofrece profundas recompensas. Si bien su pausada forma de acercarse al mundo de las jóvenes puede constituir un verdadero desafío de contemplación, el valioso ejercicio de Emblem ha quedado traducido en una película a la que volver.

Jonay Armas

Dos grandes temas, por lo menos, parecen recorrer este segundo largometraje de Anders Emblem. Por un lado, estaríamos ante un relato sobre la depresión, encarnada en la figura triste de una joven que recorre los espacios de su casa, y de su ciudad, sin mostrar demasiado interés ni siquiera por la chica que convive con ella. Por otro, se trataría de una metáfora sobre Noruega, materializada en la peripecia ausente del inmigrante desaparecido que se convierte en la mayor obsesión de la protagonista, periodista que investiga el caso para el diario de la pequeña localidad de Alesund en el que trabaja, a la sazón ciudad natal del director. Sin embargo, nada hace pensar –puesta en escena mediante– que estos dos apuntes sean más importantes que otros que recorren el film y que a veces apenas se dan a ver: todo es fragmentario y huidizo en esta película delicada y sensible. En el plano inaugural, una vista de la ciudad la muestra apacible y tranquila, bañada por la luz eterna del sol de medianoche, hasta que la figura de Asta irrumpe plácidamente por la parte inferior del encuadre. Estamos, pues, ante un film sobre la vida como algo que se desplaza en el espacio y lo modifica, y este sí es uno de los grandes temas del cine por excelencia.

En efecto, A Human Position intenta explorar lo que su título evoca: ¿cómo adoptar una posición, una postura ante el mundo que resulte “humana”, que no deje aparte ni nuestro cuerpo ni nuestro punto de vista? En lugar de recurrir a grandes discursos, o a situar esa cuestión en el centro del film, Emblem prefiere pequeños apuntes cotidianos insertos en encuadres a su vez traspasados por entramados de líneas que se van cruzando. Los tejados de la ciudad se superponen así a las paredes de la casa, e incluso al diseño de algunas sillas que aparecen aquí y allá (la novia de Asta es restauradora), para crear un laberinto espacial que en realidad es más fácil de transitar de lo que parece. Se trata solo de encontrar un lugar en el que sentirse cómodo, como hace el gato de la pareja, de la misma manera que la cámara también debe hallar la posición correcta. Y en esa búsqueda, Emblem logra un cuento de iniciación encubierto cuyo minimalismo podría recordar a Ozu, entre otros, pero que en realidad se halla igualmente en búsqueda constante, en su caso de un estilo. No cabe mayor honradez por parte de un cineasta, ni mayor respeto por sus criaturas, todo ello refrendado por un par de actrices prodigiosas. Y cuando una canción o una serie de miradas revelan la densidad de los sentimientos sin necesidad de subrayarlos, entonces sabemos que en realidad se trataba de una historia de amor, y que ahí culmina todo, o todo queda resumido. En cualquier caso, estamos ante una de las mejores películas, por ahora, de la sección Zabaltegi Tabakalera.

Carlos Losilla