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El cosmos nos absolverá. Esta parece ser la conclusión del segundo largometraje del británico Harry McQueen (Hinterland), una gravosa pieza de cámara que incluye a un famoso escritor (Stanley Tucci) inmerso en un implacable proceso de degeneración cognitiva, y a su pareja desde hace veinte años (Colin Firth), un pianista de renombre a punto de perder los estribos en medio de esa debacle íntima. Pues todo es bonito y chic en este drama en forma de road movie que se quiere pudoroso y elegante: desde el tratamiento del paisaje a la banda sonora, pasando por una puesta en escena que rehúye cualquier tensión con tal de dedicarse al lucimiento de los actores, diríase que el espacio que habitan los protagonistas queda dibujado como un mundo sin conflictos, en el que incluso el dolor queda atenuado tras un equívoco disfraz cool.

La obsesión de la película por filmar el cielo y las estrellas, y por hablar de ellos, quiere decir algo. Quizá que su reino no es de este mundo (pero entonces, ¿de cuál?), o quizá que la solución a todos nuestros males reside en creer en un panteísmo que aquí nunca pasa del estadio divulgativo (y entonces, ¿en qué se queda?). Supernova, por su parte, cree en un espectador que valore determinadas apuestas extracinematográficas. Que esté convencido de que mezclar protagonistas homosexuales con enfermedades degenerativas es una virtud en sí misma. O que sea capaz de emocionarse con la set piece final, un tête à tête entre los dos personajes cuya finalidad parece ser una equívoca defensa del suicidio como única solución en estos casos. No me parece mal, pero entonces, ¿por qué la película se ha mostrado tan pulida, tan educada, tan higiénica hasta ese momento? Esta historia, en fin, exigía mostrar determinadas miserias humanas que McQueen no parece estar dispuesto a asumir.