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Del 22 al 30 de septiembre de 2017.

Primeras impresiones de las películas más importantes del festival, en breves comentarios críticos de Carlos F. Heredero, director de Caimán CdC, Carlos Losilla, José Enrique Monterde, Jaime Pena y Cristina Aparicio.

EX LIBRIS – THE NEW YORK PUBLIC LIBRARY, de Frederick Wiseman (Zabaltegi)

Más que un documental sobre una biblioteca tal y como la conocemos, Ex Libris – The New York Public Library es una película sobre un determinado discurso político que emana de las actividades organizadas por la institución neoyorquina. Las últimas películas de Frederick Wiseman sobre centros culturales y educativos están más centradas en la palabra que lo que era habitual en su cine (basta comparar sus títulos más recientes sobre la National Gallery o la universidad de Berkeley con la no tan lejana sobre el Ballet de la Ópera de París). En estas películas el protagonismo recae en los divulgadores, en las personas que dan la cara frente al público, antes que en la maquinaria interna de esas instituciones. En Ex Libris apenas nos adentramos en los almacenes (de hecho creo que no hay una sola imagen de las estanterías y archivadores que guardan los libros) y muy poco en las reuniones de los administradores de la biblioteca. Por el contrario, se nos muestran múltiples actividades divulgativas y formativas que se realizan en todas las sedes que la biblioteca tiene repartidas por los distintos barrios de la ciudad. Ex Libris es el mapa del conocimiento de una de las mayores urbes del mundo, una institución al servicio de ocho millones de personas y que cumple un papel no tan distinto al de una universidad. Aquí se va más allá de ser un mero repositorio de los libros (y la prensa y las fotografías y las películas, etc) para reconvertirse en un difusor de todo el conocimiento que alberga, una biblioteca del siglo XXI, en definitiva. Asistimos a coloquios, seminarios, conferencias… muchos de los cuales tienen lugar en el Schomburg Center, situado en Harlem y especializado en la investigación de la cultura negra. Claramente, es a partir de los fragmentos de conferencias y clases en torno a la esclavitud, la segregación o la cultura negra que Wiseman elabora un poderoso discurso político que encuentra su equivalente en películas recientes como I Am Not Your Negro o Detroit. JAIME PENA

La sección Zabaltegi del Festival de San Sebastián, que se inauguró con The Square, se ha clausurado con Ex Libris, el último trabajo de Frederick Wiseman, dedicado esta vez a desentrañar los entresijos de la biblioteca pública de Nueva York. No puede haber dos películas más distintas y, a la vez, tan complementarias en lo que se refiere a marcar los límites del cine contemporáneo: mientras Ruben Östlund intenta ir más allá de la imagen mediante la negación de su poder testimonial, Wiseman sigue confiando en ella como invocación humanista. Siguiendo la tónica de sus últimas obras, el documentalista norteamericano dedica más de tres horas a hablar de una institución cuyo poder emana de la gente que la hace posible, de un esfuerzo colectivo construido a través del saber y el diálogo. Por eso la palabra es el elemento principal tanto de su película como del discurso que hilvanan las distintas voces que intervienen en ella. Y por eso, también, más que nunca en su filmografía, el resultado es un relato épico acerca de la democracia, un elogio de la capacidad humana para las grandes empresas. CARLOS LOSILLA

LA BUENA ESPOSA, de Björn Runge (Sección oficial, fuera de concurso)

La buena esposa

Como tantas otras veces, y como desde hace ya bastante tiempo se ha convertido en absurda costumbre de los grandes festivales (en Cannes sucede lo mismo), la sesión de clausura se reservó para una película de cierta vocación mainstream y de hipotético consenso comercial que ocupa este distinguido espacio más por su potencialidad de no molestar a nadie y de agradar al público de la gala que por sus valores cinematográficos. Y esos son, evidentemente, los que no tiene esta bienintencionada pero extremadamente torpe película sobre las relaciones entre un famoso escritor que recibe el Premio Nobel de Literatura y su devota esposa, cuyos méritos literarios quedan ensombrecidos y ocultos bajo el destello mundano que rodea a su marido en ese gran momento de su vida. Unos magníficos intérpretes (la impresionante Glenn Close; el magnífico Jonathan Pryce) no bastan para sostener ni la convencional arquitectura narrativa del film (¡¡esos flashbacks horrrrrrorosos!!) ni los pedestres recursos del guion (el personaje del biógrafo, el affaire con la fotógrafa, la manida trama en torno al hijo del escritor), ni una puesta en escena plana, incapaz de generar matices o de sugerir algo que vaya un poquito más allá del guion. Y es una lástima, porque la historia daba potencialmente para mucho más, pero todo se queda en un quiero y no puedo, en un espectáculo gris a duras penas sostenido por sus intérpretes.

POSDATA PARA TODOS LOS FESTIVALES: Si se sigue degradando de esta manera la gala de clausura, cada vez será más y más difícil que alguien se sienta interesado por dejarles para esta proyección un film con cara y ojos, una película realmente merecedora de estar en un festival, dado que –como resultado de lo que viene pasando desde hace muchos años– ya nadie concede ningún interés a esta sesión a la que todo el mundo da por amortizada antes de verla, pues sabemos, en el fondo, que la gala final se reserva para un caramelito dulce sin apenas interés cinematográfico. De ahí que las películas de clausura cada vez ocupen menos y menos espacio en las crónicas periodísticas y no digamos ya entre las reseñas de la crítica. Es algo que los festivales se vienen ganando a pulso. CARLOS F. HEREDERO

APOSTASY, de Daniel Kokotajlo (Nuev@s director@s)

Apostasy

Pocas veces ha abordado el cine la actividad de esa poderosa secta llamada ‘Testigos de Jehová’, lo cual hace de Apostasy un título bastante insólito, al menos en su temática de denuncia del aprovechamiento de la debilidad intelectual de muchos por parte de los dirigentes sectarios. Sin embargo, este film pretende no caer en un maniqueísmo radical, aunque en este caso fuese justo: planteando un tradicional caso de homicidio en base a la prohibición de la necesaria transfusión sanguínea, Kokotajlo nos ofrece las dudas de una madre que contempla –inerte– como muere una hija adolescente y apostata la otra, sin que finalmente sea capaz de comprender la entidad del asesino desvarío sectario. Tal vez esa proporcionalidad en el enfoque le quite algo de fuerza a una película que por otra parte se mantiene dentro de unos tradicionales cauces narrativos. JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

THE LEISURE SEEKER, de Paolo Virzi (Perlas)

The Leisure Seeker

Muestra del cada vez más abundante cine ‘de’ y ‘para’ la ‘tercera edad’, muchas veces en fase terminal, el primer film americano de Virzi, presentado en la Mostra veneciana se sustenta absolutamente en el feliz dúo interpretativo constituido por Helen Mirren y Donald Sutherland. Desarrollada mayoritariamente en clase de comedia, la escapada –vacacional, pero también definitiva– de una pareja de ancianos afectados por la desmemoria y el cáncer, no deja de plantear muchas de las circunstancias que acompañan al declinar vital, sin por ello perder el sentido del humor. Desigual en su desarrollo y tópica en muchos aspectos, lo que redunda en que no podamos loar en exceso el film, mantiene sin embargo la atención empática respecto a esa pareja en rebeldía, ‘on the road again’, para lo cual no deja de ser efectiva la música de los setenta que en algunos momentos acompaña la acción y contribuye a la solidaridad de los espectadores que ya contamos con una cierta edad. JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

LOVING PABLO, de Fernando León de Aranoa (Perlas)

Loving Pablo

Razonable en cuanto su ambientación y algunos momentos de acción, esta aproximación a la trayectoria del mayor narcotraficante colombiano, Pablo Escobar, tiene dos sensibles lastres: apoyarse en la interpretación de su pareja protagonista –Javier Bardem y Penélope Cruz– que consiguen ser risibles en muchos momentos de la trama y en los lamentables diálogos –caprichosamente en inglés o castellano– que jalonan el film, los cuales aún ayudan menos al entregado pero imposible esfuerzo de los protagonistas. Todo ello contribuye a la pérdida de verosimilitud del film, que alcanza sus mejores momentos cuando el dúo central no aparece en pantalla, pues su retorno vuelve a socavar la credibilidad del relato. Ni Bardem consigue transmitir la fiereza y brutalidad de su personaje, ni –mucho menos– Cruz ofrece la menor capacidad seductora ni la transformación delatora del suyo. JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

COCOTE, de Nelson Carlo de los Santos Arias (Horizontes Latinos)

Cocote

Al presentar la sesión, Nelson Carlo de los Santos Arias avisa de que su película no guarda mucha relación con el resto de la sección, dominada por las propuestas miserabilistas o las denuncias sociopolíticas. Y tiene mucha razón, si bien cabría añadir otra excepción, Arábia, de Affonso Uchôa y Joao Dumans. Sin duda se trata de las dos mejores películas de Horizontes Latinos, las que se alejan radicalmente de esa uniformidad que De los Santos Arias denunciaba. En todo caso, la propuesta de Cocote es mucho más extrema que la de Arábia: una ficción que toma la forma de un documental etnográfico experimental y que se adentra en los ritos funerarios de la República Dominicana. El protagonista es un jardinero, Alberto, que trabaja en una mansión de Santo Domingo y que pide unos días libres para asistir a los funerales de su padre, degollado por un policía. La visita se transforma en una sucesión de amenazas por parte de las autoridades locales y de distintas ceremonias que De los Santos Arias reconstruye con minuciosidad y que convierten a Cocote en una suerte de musical elaborado a partir de diferentes modalidades de rezos y cantos religiosos, unas letanías filmadas de mil maneras diferentes, como si el director se hubiese embarcado en la mayor de las epopeyas: reescribir la historia del cine latinoamericano. JAIME PENA

LA VILLA, de Robert Guediguian (Perlas)

La villa - The House by the Sea

Asomado al balcón, un hombre con gesto severo y mirada triste contempla el paisaje al que da su casa: una encantadora cala y su modesto puerto de algún rincón de la costa francesa. Con la cegadora luz que proviene del reflejo del sol en el mar comienza La villa, el último largometraje del francés Robert Guediguian; una intensa  luz que, arrojada sobre una historia de reconciliación, termina por entorpecer y  hacer menos accesible el relato. Guediguian reúne a tres hermanos en la casa familiar tras la enfermedad que deja en cama al padre de estos. Sin certeza alguna que les permita saber el nivel de consciencia de su progenitor, los tres hermanos comienzan un proceso de confrontación con fantasmas del pasado que, a pesar de plantearse inicialmente como un misterio (con la carga dramática y la dosificación de información que ello conlleva) termina por ser descubierto pocos minutos después. Del drama a la comedia ‘buenrrollista’, el cambio de género parece ser más torpe que intencionado, evidenciando quizá una falta de claridad a la hora de construir la historia. Algunos de los hallazgos formales de la cinta (como la introducción de las imágenes de vídeo casero de los hermanos de jóvenes, y la composición que conjuga el sonido de niños jugando con el recorrido de la cámara por fotografías antiguas) no terminan de encajar dentro del conjunto, convirtiéndose en subrayados que dotan a la historia de fácil sensiblería y forzada nostalgia. Para cuando la película pretende volverse políticamente correcta, el relato ya estaba infectado de una pose bienintencionada que deja la trama de la inmigración en un apunte de muy poca profundidad. CRISTINA APARICIO

THE FLORIDA PROJECT, de Sean Baker (Perlas)

The Florida Project

Lo mejor del quinto film de Sean Baker es la correspondencia entre un paisaje y una forma de vida. Aquí son las cercanías del Disney World de Orlando, con sus horripilantes establecimientos turísticos, sus moteles baratos donde se refugian muchos que no pueden tener un hogar permanente, sus descampados con edificios ruinosos y abandonados… Por ese entorno seguimos las travesuras veraniegas de unos niños casi descontrolados que campan por sus fueros, principalmente Moonee, que con sus seis años lidera un trío de mocosos; pero podremos entender su actitud al conocer a Hallie, la madre de Moonie, que vive al día, con diversos trapicheos –que pueden ir de la estafa a la prostitución–, insensata e inmadura a sus años, pero que refleja una forma de vida en la periferia de la sociedad americana de hoy mismo. Así, tras la comedia, tras las ocurrencias de esos niños, se vislumbra una visión nada complaciente del “american way of life”… JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

LOVELESS, de Andrey Zvyagintsev (Perlas)

Nelyubov - Loveless

Descarnada crónica del desamor –si es que alguna vez lo hubo– de un matrimonio cuyo divorcio y posterior reencauzamiento de su vida se ven alterados por la desaparición del hijo en común, que los obliga a volver a relacionarse, aunque solo sea para incrementar el tono de sus disputas y reproches. En el seno de la profusión de títulos en torno a casos de desapariciones infantiles y juveniles, el film del autor de Leviatán no se centra en ese aspecto, sino en la crudeza de la separación y en los no excesivamente esperanzadores futuros que le aguardan en sus nuevas respectivas parejas. Con un cierto punto misógino y desequilibrado en la aproximación a ambos protagonistas, Zvyagintsev nos ofrece uno de los filmes más desoladores de la temporada, aunque sólo fuese por la frialdad con la que disecciona este caso, real como la vida misma, con el que obtuvo el premio del Jurado en el último Cannes. JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

THE CAPTAIN, de Robert Schwentke (sección oficial)

Der Hauptman - The Captain

Última película de la competición oficial en comparecer, esta producción polaco-franco-alemana cierra el escaparate principal del certamen donostiarra con una ficción protagonizada por un joven desertor del ejército alemán, de tan solo diecinueve años, que durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial roba el uniforme de un capitán y se hace pasar por tal desatando una salvaje carnicería dirigida, en primer lugar, contra los desertores que, como él, trataban de escapar al horror de la contienda. Filmada también en blanco y negro (al igual que la polaca Beyond Words), la película consigue de forma intermitente situar a sus espectadores ante la disyuntiva de comprender y analizar el comportamiento asesino de este joven (hipotético representante metafórico de una Alemania popular que sufre la barbarie bélica), un personaje que, al asumir la autoridad y el rango que le confiere un uniforme ajeno (símbolo del nazismo), pasa a comportarse con los modales, la moral y la sinrazón del fascismo más genocida y aberrante. Un epílogo que transcurre en la Alemania contemporánea, por cuyas calles circula y deambula todavía con sus viejos uniformes el comando organizado por el protagonista, nos advierte quizás de que el huevo de la serpiente sigue incubando, y ahí están los 93 diputados de la extrema derecha nazi que, en las últimas elecciones, han accedido al Bundestag alemán en un hecho sin precedentes desde la derrota del hitlerismo. Globalmente hablando, la película se apoya en algunas imágenes poderosas, ciertamente, pero  a la vez resulta excesivamente explícita y didáctica, a ratos primitivamente simbólica y en otros momentos algo repetitiva. CARLOS F. HEREDERO

En alemán la palabra endphaseverbrechen sirve para denominar a los crímenes que se sucedieron en las últimas semanas de la Segunda Guerra Mundial y que fueron perpetuados por el ejército nazi, e incluso civiles, crímenes de guerra contra aquellos que en situación de vulnerabilidad (en los campos de concentración, presos, aislados) y contra aquellos que delinquían o desertaban. The Captain (Der Hauptmann, 2017) cuenta la historia de un joven soldado que, perteneciente a este último grupo de perseguidos, termina liderando un escuadrón de exterminio exprés que erradica soldados alemanes acusados de algún deshonor. Basada en la historia real del joven Willi Herold, Robert Schwentke construye la cruenta historia de transfiguración a la que da paso el odio, el rencor y la desesperanza. En blanco y negro, y sin esquivar la violencia (ni potenciarla), las imágenes componen el testimonio psicológico de una metamorfosis que se apoya en las miradas aterradas del soldado Freytag (al primero que recluta) evidenciando lo reprochable de la conducta y el miedo que le acompaña. El juego de miradas presente a lo largo del film permite establecer una complicidad con el espectador evidenciando el descubrimiento del engaño por parte de otros personajes, lo que incrementa el horror de unas imágenes que justifica la crueldad como rasgo compartido por el resto de la brigada. Con la dosis justa de diálogos, la fuerza se concentra en unas imágenes honestas que pretenden ser valiosas en cuanto a la reconstrucción de un oscuro episodio dentro de la Historia. Las imágenes que conectan con el presente (el plano fijo del campo donde se emplazó el Campamento II, y las del Berlín contemporáneo ya en los títulos de crédito) no dejan lugar a dudas en cuanta a la intención del realizador: los horrores de entonces siguen presentes en el racismo de hoy, síntoma persistente y  atemporal que sigue originando guerras.  CRISTINA APARICIO

VERGÜENZA, de Juan Cavestany y Álvaro Fernández Armero (Zabaltegi)

Verguenza

San Sebastián no podía ser menos que Cannes y he aquí que también en este festival las series de televisión acaparan parte de la atención mediática. Una de ellas es Vergüenza, escrita y dirigida por Juan Cavestany y Álvaro Fernández Armero, para Movistar, en diez capítulos de 25 minutos que se han mostrado íntegros en maratonianas sesiones albergadas por Zabaltegi. Y al igual que ha sucedido con las demás piezas de la sección que han incidido en el contacto entre el cine y otras disciplinas, la que nos ocupa adquiere otra dimensión cuando se observa desde esta perspectiva: visionar Vergüenza en el sofá de casa no será lo mismo, sin duda alguna, que verla de un tirón en el contexto de un certamen mayoritariamente dedicado al cine. Pues el experimento adquiere más cuerpo a medida que transcurren los episodios, y no argumentalmente, sino en cuanto al método se refiere. Cavestany necesita tiempo para cocer su estética humorística –como demostró sobre todo en Esa sensación–, y el tiempo, igualmente, forma parte de ella: la espera, la pausa, son uno de los motores fundamentales de su manera de hacer. Por ello no sé hasta qué punto un director como Fernández Armero habrá contribuido a dar una continuidad más ‘dinámica’ a la serie, a atarla fuerte a las convenciones de la sitcom. Tras esta colisión, la historia de esa pareja ridícula (espléndidos Javier Gutiérrez y Malena Alterio) y sus constantes enfrentamientos con los demás proporciona momentos de vergüenza ajena, de insoportable embarazo –ese gran tema del humor contemporáneo–, pero también una cohorte de secundarios de dudosa eficacia y una fatigosa necesidad de estar siempre en la cresta del gag, de resultar graciosa sin interrupción. Los mejores logros de la serie, así, aparecen como un vendaval cuando todo se lleva al límite, cuando el humor es tan violento que incluso llega a transformar esa descripción más o menos realista de la vida de una cierta clase media de la España de hoy en una performance agresiva y feroz, sin duda más cerca de la realidad atroz de este país que cualquier retablo costumbrista. CARLOS LOSILLA

¾, de Ilian Metev (Zabaltegi)

3-4

Premiado en Locarno, este primer trabajo de ficción del búlgaro Ilian Metev, tras dos documentales de gran prestigio, se introduce en la vida cotidiana de una adolescente de Sofia, aprendiz de pianista, que pronto viajará a Alemania para seguir su educación musical. Por supuesto, el punto de partida es la observación del núcleo familiar, formado por el padre, profesor en la universidad, y el hermano menor, díscolo e inquieto, ambos visiblemente alterados por los pequeños seísmos que va a provocar esa separación en sus vidas. Pero Metev no se queda ahí, convierte los sucesivos tableaux en que estructura su película –paseos, ensayos, comidas…– en el preámbulo de algo que nunca tiene lugar durante el metraje y, sin embargo, cuyos efectos se producen incluso de manera anticipada al momento de la partida. Ese es el secreto de que un relato centrado de manera multidireccional en la ausencia –de la madre, pero también de toda convención dramática–, basado en los tiempos muertos, y en el que no sucede nada especialmente significativo, se precipite hasta tal punto en la tensión de la espera que acabe destilando, poco a poco y sin proponérselo, una intensa emoción, una inesperada complicidad con los personajes. Metev filma su materia prima con delicadeza y sensibilidad, con una cámara a la vez inusualmente próxima a los actores y pudorosamente respetuosa con sus sentimientos, con una serie de elipsis a veces restallantes, a veces estilizadas, a veces más elocuentes incluso que aquello que se nos muestra. Y el resultado es una película extraordinaria, conmovedora, que en su inmaculada simplicidad acaba echando un vistazo, quizá involuntario, al estado emocional de una parte del mundo sumida aún en dolorosas mutaciones políticas y sociales, pero también afectivas. CARLOS LOSILLA

GWENDOLYN GREEN, de Tamyka Smith / BRAGUINO, de Clément Cogitore (Zabaltegi)

Gwendolyn Green

No es casual la programación conjunta, en el espacio Zabaltegi, de dos piezas cortas como Gwendolyn Green, de Tamyka Smith, y Braguino, de Clément Cogitore. La primera se acerca a una anciana que se resiste a serlo, encerrada aún en un pasado que se adivina glamuroso y feliz, ahora condenada a la soledad en un apartamento de Palm Springs. La segunda viaja a la taiga siberiana con la excusa de una familia que vive en la naturaleza, los peligros que creen que la acechan y un equipo de filmación que acude al lugar para documentarlo. De la hiperficción al fake, es difícil imaginar dos propuestas más distintas y, sin embargo, también más coincidentes en intenciones y resultados. Y no porque sus respectivos responsables provengan del mundo del arte contemporáneo, sino más bien a causa, paradójicamente, de los recursos cinematográficos que emplean para llevar a término sus empresas.

Braguino

Pues lo que interesa a ambos es el tratamiento del espacio y su transfiguración a través del hecho de filmarlo. El apartamento de Gwendolyn Green pasa de ser un escenario digno de Douglas Sirk (Smith juega ampliamente con los códigos del cine hollywoodiense de los cincuenta-setenta) a convertirse en el lugar de la obsesión, la paranoia y el terror, todo ello en una especie de bucle sin fin, que quizá empiece de nuevo al término de la proyección. La naturaleza de Braguino, de la misma forma, no es el paraíso que describe alguno de los personajes, sino el territorio privilegiado para el despliegue del miedo al Otro, de la imposibilidad del Edén, de la violencia como tentación ineludible aun en la soledad más prístina. Smith quiere convertir la estética reluciente del cine americano comercial en la antesala del infierno, pero el intento de dramatizar su modo de observación cae en una desaliñada complacencia, a imagen y semejanza de su personaje. Cogitore, en cambio, intenta una mezcla entre documental y ficción que nunca acaba de arrancar, por mucho que algunas imágenes resulten en verdad perturbadoras. Su película anterior, Ni le ciel ni la terre, resultaba mucho más vibrante en esa búsqueda de lo extraordinario en lo material, de lo fantástico en lo realista. De la misma manera en que la instalación que acompaña a la película de Smith en el mismo espacio de Tabakalera acaba siendo más perturbadora en su concepción laberíntica, en su perversión de lo cotidiano, que la película que le sirve no se sabe muy bien si de prólogo o de epílogo. En cualquier caso, el cine parece querer salir de sí mismo. CARLOS LOSILLA

LE LION EST MORT CE SOIR, de Nobuhiro Suwa (Sección oficial)

Le Lion est mort ce soir - The Lion Sleeps Tonight

La nueva película de Nobuhiro Suwa se inicia con un rodaje que se interrumpe durante varios días. La actriz principal ha sufrido un desengaño amoroso y se ha encerrado en su habitación. Jean (Jean-Pierre Léaud) la espera en vano en el set. Tiene que interpretar la escena de su muerte y confiesa no saber “actuar la muerte”. Léaud está en pijama en una terraza del sur de Francia, como si aún estuviese interpretando a Louis XIV. Aprovechando ese intervalo del rodaje se refugia en una mansión deshabitada, hogar de un antiguo amor, Juliette, fallecida en 1972. Le Lion est mort ce soir es una película de fantasmas y espejos. Fantasmas como el de Juliette, que se le reaparece y con la que entabla largas conversaciones (el texto procede de una vieja obra teatral escrita por Pierre Léaud, padre de Jean-Pierre). Espejos como los de la propia mansión, que son como la puerta de entrada al pasado, o los del cine dentro del cine. Es así que a la mansión llega también un grupo de niños que ¡está rodando una película! ¡¡A la que se incorporará como intérprete el propio Jean!! La referencias cinematográficas se multiplican en la película de Suwa: Jean-Pierre Léaud, los dos rodajes, escenas en La Ciotat… Cuando todos ven el resultado final, Jean lo alaba porque evidencia que esa pequeña película ha sido rodada por el propio placer de filmar. Pura improvisación, Le Lion est mort ce soir es como el más placentero de los juegos infantiles, la demostración de que el cine aún tiene muchas historias que contarnos, de que en el cine no está todo inventado. JAIME PENA

Ocho años ha tardado Nobuhiro Suwa, desde que dirigió su película anterior, Yuki & Nina (2009), en volver a dirigir un largometraje. Podría pensarse que ha sido necesario un doloroso esfuerzo y un costoso proceso para sacarlo adelante, pero nada de eso transmite una película tan fresca, ligera y luminosa como Le Lion est mort ce soir: un auténtico prodigio de libertad creativa y de invención visual en estado de gracia que ofrece un estimulante contrapunto a todo ese cine rígido, predeterminado y pretencioso que invadió Cannes este año y que ha llegado a Donosti a través de las ‘Perlas’ (véase mi comentario a Beyond Words). El film de Suwa tiene como protagonista a Jean, un veterano actor (Jean-Pierre Léaud) que, tras una suspensión temporal del rodaje en el que trabaja, aprovecha para visitar una vieja mansión donde en otro tiempo vivió la joven Juliette, el amor de su vida. Allí se encuentra con un grupo de niños que, cámara digital en mano, juegan y se divierten rodando una infantil película de terror. La relación progresivamente empática entre Jean y los niños se cruza con la evocación del pretérito amoroso del protagonista y con otra pérdida (la muerte del padre de uno de los chavales) que también resuena en el presente desde el pasado.

Hermoso cuento de fantasmas (como ya lo era Yuki & Nina), película de niños atravesada de cabo a rabo por la inocencia, la alegría, la falta de prejuicios y la carencia de pretensiones propia de la infancia, meditación profunda sobre las resonancias entre la infancia y la muerte, reflexión de fondo sobre la capacidad de la ficción para hacer revivir a los muertos y sobre la imposibilidad que supone para un actor ‘interpretar’ su propia muerte, Le Lion est mort ce soir es todo eso y muchas cosas más, pues sus porosas imágenes se abren y se dejan atravesar por muchas otras lecturas posibles sin perder en ningún momento ni su accesibilidad ni su ejemplar transparencia. Como en los Cuentos de la luna pálida (Mizoguchi), lo fantástico y lo real conviven dentro del mismo plano sin fisuras y sin superponerse, sin solución de continuidad y con una sorprendente, arrebatadora ligereza (para las antologías del cine quedará la primera aparición del fantasma en el interior de la mansión y el sabio juego con los espejos dentro de esa secuencia). La historia entera del último medio siglo del cine (desde la infancia de Los 400 golpes hasta ahora) palpita bajo la imagen de este personaje que toma el nombre de su intérprete y que se niega a cerrar los ojos, quizás porque –en el ocaso ya de su existencia, recién salido de la crepuscular y funeraria La muerte de Luis XIV (Albert Serra)– lucha por conservar su capacidad de relacionarse con lo más vital de la infancia, por prolongar ese hálito de vida y de libertad que respiraba la obra fundacional de François Truffaut y que ahora volvemos a encontrar en esta refrescante y emocionante obra maestra a la que será necesario volver con mayor amplitud en el momento de su estreno. Con mucho, y a larga, enorme distancia del resto, lo mejor de todo el festival. CARLOS F. HEREDERO

LA PESTE, de Alberto Rodríguez (Sección oficial fuera de concurso)

La peste

Lo que se ha presentado en San Sebastián han sido solo los dos primeros capítulos de esta serie de Movistar + que dirige Alberto Rodríguez y que sitúa su historia en la Sevilla de finales del siglo XVI. Vaya pues por anticipado que aquí solo es posible trazar algunas impresiones preliminares (en principio favorables) sobre una serie que, para empezar, deja ver un magnífico trabajo de ambientación histórica (muy superior a casi todo el cine histórico español, y no digamos ya a la grimosa ortopedia de El ministerio del tiempo) y que tiene como protagonista a un exmilitar perseguido por la Inquisición y encargado de averiguar la autoría de unos misteriosos crímenes. La primera impresión, pese a todo, es que su estructura narrativa resulta algo repetitiva y premiosa (basada en los sucesivos y dialogados encuentros de este personaje con los demás que habitan la ficción), y también, ¡ay!, que la pésima vocalización de casi todos los actores limita mucho sus respectivas interpretaciones, pero es pronto aún, en cualquier caso, para desplegar una valoración definitiva. Lo que sí se ha vuelto a poner de manifiesto, por otra parte, es la incongruencia de programar en un festival de cine dos capítulos aislados de una serie (ya pasó en Cannes con Twin Peaks 3), lo que convierte a los certámenes en una mera plataforma de promoción publicitaria de la productora televisiva. Si la presencia de las series tiene sentido dentro de un festival, lo será si se ofrece la serie completa, tal y como se ha hecho, aquí mismo, con Vergüenza, de Juan Cavestany y Álvaro Fernández Armero, que ha comparecido íntegra con todos los honores y con plenos derechos (dentro de competición incluso) en la sección Zabaltegi. CARLOS F. HEREDERO

CLOSENESS, de Kantemir Balagov (Zabaltegi)

Tesnota - Closeness

Ganadora del Premio Fipresci en la sección Un Certain Regard del último Festival de Cannes, esta ópera prima de Kantemir Balagov parece hábilmente diseñada para erigirse en uno de los acontecimientos de prestigio del cine ruso de este año. No es extraño, así, que empiece con un amplio despliegue costumbrista, acerca de una comunidad judía del norte del país ensimismada en sus ritos y costumbres allá por 1998, entre las dos guerras chechenas, y continúe a través de puntos de fuga más sombríos, sobre todo cuando el novio de la protagonista es secuestrado en fulgurante fuera de campo. Balagov, que viene refrendado por un padrino llamado Alexander Sokurov, muestra una indudable habilidad a la hora de describir rostros y gestos –sobre todo el de su protagonista, Darya Zhovner–, a su vez inmersos en un gran fresco sobre el modo en que actúa y se comporta un determinado grupo social. Finalmente, sin embargo, el relato se hace en exceso metafórico, como si todo estuviera destinado a ilustrar una tesis concebida de antemano, no tan tremendista como otras más o menos similares, procedentes de las mismas latitudes, pero igualmente rígida, por mucho que quiera parecer lo contrario. CARLOS LOSILLA

AL DESIERTO, de Ulises Rosell (Horizontes Latinos)

Al desierto

La película de Ulises Rosell parece surgir de un único interés: filmar a dos personas en la inmensidad del desierto, tema que, como sabemos, no resulta muy original a la altura de 2017. Más todavía cuando la situación en que se presenta a esos dos personajes resulta completamente gratuita y apenas desarrollada dramáticamente. ¿Qué es lo que lleva a Julia a aceptar una misteriosa oferta de trabajo de un desconocido y adentrarse con él en el desierto patagónico? ¿Qué busca ese hombre de origen galés, Gwinfor?  Posiblemente ni Rosell lo sepa. ¿Tiene algún interés la investigación del comisario de policía más allá de establecer una trama paralela que permita distraernos por un tiempo de la principal? Tan correcta en su factura como carente del más mínimo rasgo de inspiración u originalidad, Al desierto es la típica película que parece nacer de un ecosistema que posibilita la producción de películas que nadie demanda. Dentro de la misma sección, La novia del desierto cuenta al menos con personajes, una trama y serias posibilidades comerciales. Y no, Al desierto no tiene nada que ver con Gerry. JAIME PENA

SOLDADO, de Manuel Abramovich (Zabaltegi)

Soldado

Un plano general en picado donde unos soldados están ensayando torpemente un desfile en una explanada abre Soldado, un documental sobre los primeros meses en el ejército de un grupo de reclutas, hasta su jura de bandera. Con un dispositivo a lo Wiseman, si bien con recursos más modestos y una duración mucho más corta (hora y cuarto), Manuel Abramovich realiza un seguimiento de la formación de estos jóvenes que, como dice uno de ellos, se ha alistado para cumplir el deseo de su madre. No hay mayor ambición en un oficio que se ha convertido en rutinario pero que se sirve de toda una serie de rituales tan anticuados como absurdos: la lección de cómo hacer la cama de una forma u otra dependiendo del día de la semana es un puro disparate, como así son también la mayoría de los discursos, llenos de lugares comunes que bordean la estulticia. La cámara apenas se mueve, pero el fuera de campo sale siempre a relucir para vergüenza de la institución militar. Así, unos soldados desfilando que se salen del encuadre se convierte de improviso en un notable e inesperado gag. Basta con saber colocar la cámara para que todo un mundo se desvele por sí mismo sin necesidad de intervención (no digamos ya manipulación) alguna. JAIME PENA

LE SEMEUR, de Marine Francen (Nuev@s director@s)

Le Semeur - The Sower

Cuidada visualmente, con obvias referencias a la pintura de las labores agrícolas estilo Millet, esta primera película de Marine Francen, que fue ayudante de dirección de Haneke y Assayas, nos sitúa en el reflujo de la revolución de 1848, ubicándose, cuatro años después, en territorio occitano y nos presenta la vida de una aldea de donde represoramente han sido apartados todos los hombres y las mujeres solas deben hacer frente a las labores de subsistencia (siembra, siega, etc.) al tiempo que aspiran no ya al retorno de sus hombres, sino a la aparición de alguno que sea capaz de satisfacer tanto sus deseos sexuales como la continuidad de su maternidad. Todo eso está bien, incluido lo que ocurre cuando un fugitivo llega a la aldea, pero más allá del relativo progreso de una historia ya enunciada desde el principio, resulta que el cuidado visual incide en la escasa credibilidad de la puesta en escena, donde los bellos paisajes campestres enmarcan a esas muchachas todas ellas bellas, con impolutos vestidos, delicadas manos y ausencia de señales del duro trabajo de la siega, por ejemplo. JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

THE DISASTER ARTIST, de James Franco (Sección oficial)

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Tomando como referencia el rodaje de The Room (2003), la famosa realización de Tommy Wiseau que pasa por ser ‘la peor película de la historia del cine’ (rescatada en San Sebastián quince días antes de comenzar el festival), James Franco compone aquí una eficaz comedia, casi una buddy movie cómica que tiene como protagonistas a Wiseau (una especie de Ed Wood, pero todavía más tosco y desastroso) y a su amigo Greg Sestero, interpretados ambos, a su vez, por el propio Franco y por su hermano Dave. Los dos conducen algo así como el making of de The Room, donde se nos cuenta la gestación de este título tan extremadamente friki convertido con el paso del tiempo, precisamente por ello, en un film de culto dentro de determinados sectores de la cinefilia. La narración descansa sobre dos líneas; por una parte, la personalidad de Wiseau (en una interpretación magnífica de James Franco) y, por otra, el rodaje de algunas secuencias de The Room que –como desvela el epílogo que sigue a los títulos de crédito– son prácticamente idénticas a las de la película verdadera. Y la efectividad cómica de la propuesta reside, sobre todo, en la imaginaria puesta en escena previa (preparación, ensayos, contratación del equipo, diferentes tomas del rodaje, etc.) de todo lo que después desemboca en las imágenes de la película de Wiseau. La comedia fluye con facilidad y, lo que es mejor, sin que sus autores ridiculicen en ningún momento a Wiseau (contemplado y filmado siempre con cariño, lo que permite poner de relieve su extrema fragilidad emocional), y de ahí que The Disaster Artist acabe por ofrecer una lúdica exaltación de la ilusión y de la pasión desenfrenada por hacer cine, de la entrega infantil y del entusiasmo que se sobreponen a la falta de talento. Una agradecible dosis de buen humor (no como la tramposa, rutinaria y deshonesta C’est la vie) en medio de una sección oficial llena de trascendencia y de temas graves. CARLOS F. HEREDERO

Si en algo se asemeja The Disaster Artist de James Franco al Ed Wood de Tim Burton es en el respeto y la admiración con que ambos realizadores abordan la obra de los cineastas en la que se basan sus respectivos proyectos. Desde la elección de casting (que pasa por asignarse a sí mismo el papel de Tommy Wiseau) ya queda de manifiesto la conexión entre el director-actor (James Franco) y el personaje que interpreta, lo que se convierte en un pilar en su labor: la de un cineasta e intérprete frente a la honestidad que se respira en aquellos proyectos motivados por la pasión. Basada en el libro homónimo de Greg Sestero (interpretado aquí por Dave Franco), The Disaster Artist cuenta la gestación de The Room (la ópera prima de Tommy Wiseau), una de esas películas de culto que en la cultura popular mueven masas de acólitos de forma inesperada y que trasciende incluso las expectativas (e intenciones) con que fueron concebidas. La cinta de Wiseau pasó del ridículo al fenómeno en un giro inesperado de acontecimientos emocionales, racionales o… quizá ni tan si quiera sea relevante atender a porqués, como pone de manifiesto la cinta de Franco. Lejos de la burla fácil, la parodia consigue a través del humor enaltecer el espíritu que inyectó Wiseau en su obra. No hay una reivindicación de las virtudes cinematográficas con que el desconocido director orquestó su proyecto, algo que Franco deja claro con las escenas del caótico rodaje, pero tampoco las condena (sirva de contrapunto la incursión en esos momentos de la ternura y el cariño de Sestero, su compañero y también actor en The Room). Está claro que la admiración permite focalizar la actitud de superación, valentía y amor que permitió dar a la luz un descabellado proyecto además de alcanzar el éxito de la forma más inesperada: una reivindicación de las pasiones por encima de la genialidad. ¿Acaso no es esta la mejor manera de conquistar? CRISTINA APARICIO

EL MUSEO DE LAS MARAVILLAS, de Todd Haynes (Perlas)

Wonderstruck

No debe extrañar el aroma ‘a lo Spielberg’ que rezuma el último trabajo de Haynes, dado que como en el caso de la scorsesiana La invención de Hugo la base argumental radica en la novela gráfica homónima de Brian Selznick, autor aquí también del guion. Trabajo pulido y cuidadoso el de Haynes, aunque alejado de sus mejores momentos, el film superpone sendas historias de dos niños ubicados en tiempos alejados entre sí –1927 para Rose, 1977 para Ben–, caracterizados por su común sordera, que acabarán confluyendo en Nueva York y en el marco de la obsesiva búsqueda del padre por parte de Ben. Blanda tanto por su carácter de cine ‘familiar’ como por el permanente peligro de transformar el sentimentalismo en sensiblería, El museo de las maravillas mezcla las imágenes mudas en blanco y negro del episodio antiguo y la exuberancia de la ciudad en los setenta, con especial incidencia del acompañamiento sonoro –no olvidemos la sordera de los protagonistas– y una puesta en escena por momentos enfática, ambientada en su tramo final en dos museos neoyorquinos y una encantadora librería de segunda mano. JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

BEYOND WORDS, de Urszula Antoniak (Sección oficial)

Beyond Words

Cuarto largometraje de la polaca Urszula Antoniak, Beyond Words tiene como protagonista a un joven abogado polaco instalado en Berlín que comparte trabajo –y confortable posición social– con un amigo alemán hasta que debe enfrentarse al caso de un emigrante negro que reclama sus derechos de ciudadanía y hasta que, de improviso, reaparece su padre, lo que le obliga a confrontarse con sus propias raíces y con su condición de ‘extraño’ dentro de la sociedad alemana a pesar de su nivel adquisitivo y de su respetable profesión. Planos cuya óptica fotográfica distorsiona los rostros, encuadres que desenfocan los fondos, silencios que invaden la banda sonora y expresiones extáticas de los actores inyectan desde el principio en las imágenes unas ínfulas estéticas y unas pretensiones que no se corresponden con la enjundia real de la puesta en escena ni con la verdadera entidad dramática de lo que se cuenta. Un título más, en definitiva, de ese modelo de cine impositivo, predeterminado, atado y ‘enjaulado’ por un rígido y académico guion, lleno de ínfulas discursivas y aficionado a los ‘grandes temas’ que se superponen a las imágenes; es decir, el ‘modelo’ que este año ya se impuso en el Festival de Cannes (ahí están, sin ir más lejos, The Square, Happy End o Loveless, recuperadas por las ‘Perlas’ de Donosti), solo que, en este caso concreto, en forma de pálido sucedáneo, de inane, hueco y vacio ejercicio de estilo. CARLOS F. HEREDERO

HAPPY END, de Michael Haneke (Perlas)

Happy End

Al ver el cine de Michael Haneke, uno puede preguntarse de dónde saldrán estos seres humanos crueles y fríos. Y no se trata de pensar en lo poco verosímil de tales personajes, no. La capacidad para mostrar la maldad que habita los corazones humanos, la forma en que eso se traslada a la pantalla, es uno de los puntos fuertes de estilo del realizador. Pero, ¿cómo es posible llegar a ser uno de estos desalmados? Con La cinta blanca ya comenzaba a responder a este interrogante, y es ahora cuando da un paso más allá al situar la respuesta en un momento concreto, el presente. Sí, no sería ninguna sorpresa encontrar una futura película firmada por Haneke y cuyo personaje central fuera Eve, la niña a la que acompaña en Happy End. Con certera precisión, el realizador muestra las desestructuradas relaciones de una familia burguesa con un estilo aséptico, minimalista donde integra (narrativa y formalmente) nocivos elementos del mundo moderno (las imágenes grabadas con el móvil que forman parte de la narración). Ese elemento que media entre el ser y el entorno (la cámara del teléfono), que filtra la realidad y la convierte en una reproducción (¿es una reproducción, una copia o una forma de mirar?) es lo que termina por transmitir una sensación de indiferencia que no se apreciaba antes en la obra del autor. Una apatía vital que deja indiferente ante cualquier acto de salvación o de muerte, siempre y cuando uno pueda filmarlo. CRISTINA APARICIO

Michael Haneke ha hecho un film ‘estilo Haneke’. En ese sentido es un buen imitador de sí mismo, pero con ello no logra la valía del modelo. Sin duda en Happy End están presentes diversos elementos característicos de su anterior cine (comenzando por Isabelle Hupepert o Jean-Louis Trintignant), tanto en su visión acerada de una determinada clase social –la burguesía– como en las rebuscadas relaciones dadas en el seno familiar. Pero también nos provoca la sensación de una cierta desgana, un amaneramiento en sus propias fórmulas que, sin anular del todo el interés de su película, sí nos hace suspirar por lo que pudiera haber sido bajo su mejor forma. Así, por ejemplo, los personajes carecen de vida propia, para convertirse en tipos –incluso estereotipos en los peores momentos– que solo habitan un universo preestablecido por su filmografía anterior. Confiemos en que Haneke abandone su ‘estilo’ y su filmografía siga creciendo en interés. JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

MADRE!, de Darren Aronofsky (PERLAS)

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Tal vez a los amantes del delirio y la desmesura les satisfagan diversos momentos de Mother, pero ello no salva la retahíla de lugares comunes, tópicos, préstamos más o menos directos y demás arsenal de efectismos y gratuidad que constituyen este engendro, cuya mera existencia da probablemente más terror que su contenido explícito. De cómo Javier Bardem puede asumir un rol tan ridículo como aquí, de cómo Michelle Pfeiffer luce su defectuosa restauración, de cómo el consabido esquema de ‘casa tomada’ articula (?) el relato, de cómo la repetición enfática se va haciendo insoportable, de todo eso deberían dar cuenta los responsables del film –con Aronofsky a la cabeza– pero también los que se refocilan ante semejante espectáculo. JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

LE PRIX DU SUCCÈS , de Teddy Lussi-Modeste (Nuev@s director@s)

Le Prix du succes - The Price of Success

Escaso argumento para sustentar esta segunda película de Lussi-Modeste, pues todo él gira en torno a los problemas derivados de la ruptura de un popular ‘showman’ franco-magrebí con su hermano, que ejercía de todo para él, ante la oferta de un importante mánager. Las oscilaciones de esa relación, que afecta también a su noviazgo con la directora artística de sus espectáculos, nuclean la historia, pues por otra parte mejor olvidarse de las supuestas gracias del personaje, claro ejemplo de la estulticia televisiva que le ha llevado a la fama. Previsible y rutinaria, una eficaz puesta en escena no la redime de sus defectos, aunque tampoco la rebaja a los territorios de la indignidad. JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

L’AMANT D’UN JOUR, de Philippe Garrel (Zabaltegi)

L Amant d un jour - Lover for a day

Desde Les Amants réguliers (2005), Philippe Garrel parece haber abandonado los grandes relatos épico-líricos acerca de la supervivencia de una cierta generación –la suya, herida de muerte por el fin de la utopía–, en favor de retratos más íntimos, incluso minimalistas, sobre lo único que queda de todo aquello: las relaciones amorosas vistas como tabla de salvación ante el naufragio de la ideología. En este sentido, L’Amant d’un jour continúa el viaje emprendido a partir de La Frontière de l’aube (2008), aquel hermoso relato de fantasmas, y se muestra a sí misma como otra variación en torno al modo en que nos acercamos a –o alejamos de– la cotidianeidad sentimental mientras toda una forma de vida y pensamiento se viene definitivamente abajo. A partir de la peripecia de un profesor de Filosofía que convive con una alumna mucho más joven, y a su vez se ve involucrado en el derrumbe emocional de su hija a causa de una decepción amorosa, Garrel filma una bella miniatura en blanco y negro, por completo depurada en el estilo e irisadamente matizada en el contenido, que de nuevo habla de abismos generacionales y la necesidad de superarlos, del deseo como una pulsión invariable y el azar como su asesino inopinado. Desde su estreno en Cannes se la comparó con la última entrega de otra saga parecida, la que culmina por ahora Hong Sangsoo con The Day After –también presente en la sección Zabaltegi de este año–, pero no tienen nada que ver. Pues mientras el maestro coreano habla del mundo como representación indescifrable, Garrel sigue fiel a una manera de verlo según la cual aún puede modificarse. Y que esa opción dependa de las mujeres, como ocurre aquí, no solo resulta políticamente atrevido, sino también formalmente radical: quizá los titubeos en la puesta en escena de esta película, a la vez repetitiva y renovadora, tengan que ver con una cierta visión del tiempo y el paso de los años, pues nunca como hasta ahora Garrel se había parecido tanto a George Cukor, uno de sus eternos aliados naturales. CARLOS LOSILLA

MUCHOS HIJOS, UN MONO Y UN CASTILLO, de Gustavo Salmerón (Zabaltegi)

Muchos hijos un mono y un castillo

Calculada, amanerada mezcla de documental en primera persona y cine doméstico, este primer largometraje como director del actor Gustavo Salmerón se sumerge sin complejos en su propia familia para elaborar un juguete cómico que confía más en la representación que en la realidad. Para ello, escoge como protagonista a la madre, sin duda la más carismática del grupo, y la convierte en el centro de una intriga que combina el fin de una época en este país y su repercusión en determinada clase social para culminar en algo así como una versión chusca y sandunguera de El desencanto (1976). Mientras en la película de Jaime Chávarri se trataba de dar cuenta de los restos del naufragio franquista, y de la inanidad de la transición entonces en marcha, aquí se intenta firmar un acta de defunción de lo que ahora se llama el ‘régimen del 78’. Salmerón, para ello, ofrece un retrato de su madre en forma de figura parlanchina, desbordante, pantagruélica, que tiene mucho que ver con la mamá que cumplía cien años en aquella película de Carlos Saura, curiosamente también presente en Zabaltegi 2017 a través del documental de Félix Viscarret. Y, sin dudarlo, pretende relacionarla con una tradición hispana que va desde el Quijote hasta el esperpento culminando en Almodóvar y Paco León. La película, sin embargo, depende demasiado de ese personaje omnipresente, concebido y filmado para acaparar por completo la atención del espectador, y el resultado no deja de ser algo paradójico: por un lado, quiere erigirse en una especie de Ciudadano Kane a la española, con un castillo mesetario como Rosebud particular de esa peculiar familia; por otro, se queda en una colección de anécdotas más o menos chistosas, recitadas por la madre con imperturbable estilo zarzuelero, que lo convierten todo en una fábula escandalosamente chirriante, dudosamente nostálgica. Habrá quien se prende de su vocación pop, incluso de su deriva trash. Pero también habrá quien –como quien esto firma– albergue serias dudas sobre las consecuencias ideológicas de tan precavido mecanismo. CARLOS LOSILLA

MORIR, de Fernando Franco (Sección Oficial, Proyección Especial)

Morir

Casi al comienzo de la película, el personaje que interpreta Andrés Gertrudix le confiesa a Marian Álvarez que le ha mentido, que las pruebas médicas que se hizo antes de salir de vacaciones no habían salido bien, que tiene, como pronto sabremos, un tumor cerebral. Ella estaba planeando las vacaciones del año siguiente y él es consciente de que no durará tanto, de que no tiene futuro. Morir nos cuenta el proceso de la enfermedad y muerte del personaje de Gertrudix (espero que en este caso se me pemita el spoiler…): la operación y el postoperatorio, la inicial recuperación tras la vuelta a casa, la quimioterapia y el agravamiento de la enfermedad con la agonía final, de nuevo en la casa de vacaciones. Como una película de Haneke, pero sin ninguna ironía en el título y sin giros del guion. La película de Fernando Franco es como una metástasis de La herida, los mismos actores, el mismo tono, pero sin nada del nervio y la intensidad de aquella, también sin rastros de su inspiración, tan mecánica que se diría realizada con la más absoluta de las desganas, con unos diálogos que por momentos parecen apuntar involuntariamente a la comedia. Sin que se entienda muy bien por qué, Franco se ha pegado un tiro en el pie. El Festival de San sebastián se ha limitado a esconderla como una ‘proyección especial’ dentro de la Sección Oficial. JAIME PENA

SOLDIERS. STORY FROM FERENTARI, de Ivana Mladenovic (Sección oficial)

Soldati Poveste din Ferentari

Autora del documental Turn Off the Lights (201), la directora serbia afincada en Rumania Ivana Mladenovic dirige su primer largometraje de ficción con esta realista aproximación a la etnia gitana del enclave de Ferentari (en la periferia de Bucarest), a sus ambientes marginales, sus calles sucias de las que se recogen cubos llenos de jeringuillas, sus casas desvencijadas, sus ceremonias populares, sus bandas de delincuentes y su población heterogénea. La excusa narrativa es la relación gay que se establece entre un expresidiario sin oficio ni beneficio y un antropólogo que llega al enclave para estudiar su composición social, interpretado por el propio guionista del film, a su vez basado en el libro que este escribió para narrar, según confesión propia, algunas experiencias personales, así como para hablar de la homosexualidad en la sociedad romaní. Mladenovic filma con ambos personajes una película tan áspera y tan rugosa como los ambientes que retrata (y este es, sin duda, su mayor mérito), pero también un relato premioso y repetitivo, en el que nunca terminan de comprenderse de todo las reacciones de los personajes y en el que la puesta en escena deviene impotente para ir más allá del mero registro fenomenlógico. CARLOS F. HEREDERO

LA VIDA Y NADA MÁS, de Antonio Méndez Esparza (Sección oficial)

La vida y nada más

Realizador de la muy estimable Aquí y allá (2012; premio de la Semana de la Crítica en Cannes), el español Antonio Méndez Esparza (residente en Estados Unidos) dirige con La vida y nada más su segundo largometraje que, como el primero, vuelve a poner su foco en las vidas cotidianas de las gentes más humildes. Si allí era una familia mejicana cuyo padre regresaba a su país tras su experiencia como emigrante en el gigante del norte, aquí son una madre y su hijo de catorce años (en libertad condicional y con su padre en la cárcel), que viven en una ciudad al norte de Florida, los que protagonizan esta crónica de inapelable matriz realista que viene a radiografiar, sin retórica melodramática alguna, la dura experiencia de salir adelante en el vivir cotidiano. De nuevo, por tanto, una radiografía estrictamente conductista de la existencia, las angustias, la pobreza y las disyuntivas emocionales y morales de la clase obrera. Y de nuevo, también, un film que contempla a sus protagonistas desde una medida distancia, con imágenes limpias y transparentes que se suceden con la misma sequedad circunspecta que en el primer largo de su director. La encrucijada de la madre (el gran personaje de la película, pendiente de encarrillar a su conflictivo vástago y viviendo, al mismo tiempo, una inesperada pero difícil relación sentimental) y la herida que arrastra su hijo (necesitado de ajustar cuentas con su padre ausente y siempre bordeando la delincuencia) son los dos bastidores sobre los que pivota la narración: un relato que discurre sin grandes altibajos ni rupturas dramatúrgicas, pero sí a golpe de enérgicas y contundentes elipsis hasta configurar un retrato atravesado por la emoción y por la verdad que desprenden unos actores no profesionales, a la vez que se ponen de manifiesto con claridad los crueles y clamorosos límites, así como la cara menos complaciente del engañoso ‘sueño americano’. Una estupenda, necesaria y honesta película. CARLOS F. HEREDERO

Nada de Aquí y allá, una película más bienintencionada que lograda, hacía presagiar (al menos para mí) la madurez que Antonio Méndez Esparza alcanzaría con su segundo largometraje. La vida y nada más está ambientada en Florida en un barrio de mayoría negra y centrada en la relación entre un adolescente conflictivo, Andrew, y su madre, Regina. El padre está en la cárcel y Andrew apunta en su conducta un destino similar, que solo consigue esquivar por ser menor de edad y por los esfuerzos denodados de Regina. Sin aspavientos, con plena seguridad de lo que quiere filmar y cómo, Méndez Esparza se sirve casi exclusivamente de planos secuencia, fijos y por lo general muy breves, dejando que la historia vaya calando poco a poco mediante profundas elipsis, hasta llegar a un elegante y conmovedor plano final, lo más parecido a lo que esta película nos podría dar por un final feliz, una muestra de confianza en el joven y una recompensa para la madre, simplemente eso. Hay un rigor en la puesta en escena que, en su esencialidad, puede pasar desapercibido. Sin embargo, una de las secuencias claves en el desarrollo dramático de la película debería servir como muestra del talento de Méndez Esparza. Andrew ha huido hasta un barrio bastante acomodado y se ha sentado en un parque privado. Una pareja blanca (ella está embarazada) le pregunta quién es, qué busca, amenazándolo con llamar a la policía en vista de que él sigue callado. Asistimos a la escena desde una posición bastante alejada, hasta que Méndez Esparza decide cortar a un plano mucho más corto de Andrew justo en el momento que él se levanta, saca una navaja y se enfrenta a la pareja. Con dos planos, en el segundo de los cuales la pareja queda fuera de campo, un off dominado ya por las sirenas de la policía que se acerca, se resuelve una escena que no ofrece lugar a dudas sobre lo ocurrido y que se discutirá en un juicio posterior. JAIME PENA

MATAR A JESÚS, de Laura Mora (Nuev@s Director@s)

Matar a Jesús

Es fácil entender qué hace una película como Matar a Jesús en San Sebastián. Ambientada en Medellín, la película de Laura Mora habla de la violencia, una violencia que podría considerarse estructural y de la que no pueden escapar sus personajes. A partir de aquí Mora nos relata una historia (al parecer autobiográfica) de venganza. Unos sicarios asesinan a su padre, profesor universitario, estando Paula en su compañía. Al cabo de varias semanas, en una fiesta, cree reconocer el rostro del asesino, el Jesús del título. Paula inicia entonces un proceso de seducción que derivará en la planeada venganza o en un intento desesperado por comprender las razones últimas de una muerte entre las miles que se suceden en Medellín. Las buenas intenciones no se ven correspondidas por una torpe puesta en escena y unas interpretaciones más que discutibles (el hermano gritón de Paula es el peor actor del mundo, o al menos lo parece), como si Mora hubiese priorizado en todo momento las decisiones morales y sociológicas sobre las cinematográficas. Con Matar a Jesús podremos hablar sobre la necesidad de un diálogo entre víctimas y verdugos, pero no de cine. JAIME PENA

No es la primera vez, ni será la última, que el cine se asome a la sed de venganza para construir un relato de desarrollo personal y búsqueda de sentido vital. Esta es, precisamente, la historia que la realizadora Laura Mora cuenta en Matar a Jesús, largometraje que nace de su propia experiencia personal. A pesar de la cercanía desde la que concibe la cinta, este segundo largometraje de la colombiana se incluye dentro de estos argumentos universales. Pero para contar una historia hay que contarla bien, lo que ha convertido la obra de Mora en una película íntima con personalidad propia, de cuidada factura técnica y formal. Con ese movimiento de cámara en mano que tanto ha transitado por este festival, la cineasta mantiene en el centro de la narración a Paula (Natasha Jaramillo), una joven que presencia el asesinato de su padre y de la que no se aparta incluso sacrificando con ello la propia muerte, que queda fuera de campo. Con el negligente y corrupto sistema legal de fondo, tomarse la justicia por su mano se convierte en una opción tan lógica como probable, concebida así desde la primera escena para tomarse su tiempo en ser desmontada a lo largo del relato. Mora hace visible aquello que sucede en el interior de Paula, una transformación que se manifiesta en sus silencios, su rigidez corporal, su indecisión y su firmeza, haciendo partícipe al espectador de un proceso complejo que consigue retratar de manera verosímil: la humanización del criminal como aceptación y duelo. CRISTINA APARICIO

THE SEEDS OF VIOLENCE, de Lim Tae-gue (Nuev@s director@s)

The Seeds of Violence

A través del ejemplo del culto al autoritarismo, llegando incluso a la violencia física, en el marco del servicio militar, el debutante Lim Tae-gue propone una generalización de tal forma de conducta más allá de la institución militar, planteando cómo en el seno de la relación matrimonial también se genera ese tipo de comportamiento. Bien intencionada en su voluntad de denuncia de esas ‘semillas de violencia’, no ajena a las notas costumbristas desde una mirada extranjera como la nuestra, la peripecia de Jooyong, el soldado especialista atrapado por la tradición autoritaria, sea como sujeto paciente o como elemento agente, testigo a su vez del maltrato de su hermana por parte de su cuñado, es narrada con solvencia pero sin el brío suficiente como para llegar a interesarnos suficientemente. JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

SPELL REEL, de Filipa César (Zabaltegi)

Spell Reel

Desde el título, todo es doble en este trabajo colectivo coordinado por Filipa César. La realidad deja paso a su espejo, el prosaísmo de la bobina (reel) a la fascinación que puede emanar de ella (spell). Pero no se trata de una película sobre la capacidad mágica del cine, sino todo lo contrario: aquí se habla de lucha política y activismo fílmico. César ha recopilado el material que filmaron algunos cineastas durante y después de la proclamación de la independencia de Guinea-Bissau, en 1974, y ha seguido su rastro hasta 2014, cuando se proyecta al público guineano, convenientemente restaurado, en algunas sesiones en las que también participa el cineasta Sana Na N’Hada, responsable de algunas de aquellas imágenes y guionista de Spell Reel. Las películas aparecen en una pequeña pantalla que se abre en el interior de la gran pantalla, que a su vez también las alberga en su versión posterior, cuarenta años más tarde; otro expresivo desdoblamiento. Y su condición de testimonio gráfico y convocatoria fantasmal resulta ser igualmente un juego especular siempre latente, acechante a lo largo de todo el film. Spell Reel, sin embargo, acaba decantándose por una evocación nostálgica de la lucha entendida como gesto mítico, dejando un poco de lado, a medida que avanza, la relación entre esas sombras que se agitan en la pantalla y el proceso de desaparición a que se han visto sometidas, pues de la misma manera que el celuloide original se ha desvanecido al digitalizarse, también su condición política ha perdido su carácter activista para convertirse en mito. En efecto, esta otra duplicidad, que quizá fuera la más interesante, se pierde un poco en vericuetos estéticos más pendientes de transformar el relato en una videoinstalación un tanto forzada que en provocar las reacciones emotivas que se adivinan –pero apenas se materializan– tras la totalidad del dispositivo. CARLOS LOSILLA

POROROCA, de Constantin Popescu (Sección oficial)

Pororoca

Un larguísimo, virtuoso y enigmático plano-secuencia encierra, casi al comienzo de la película, todo el misterio que flota sobre la larga narración posterior (el film dura dos horas y media), de tal manera que la memoria de espectador –no el relato­­– se ve obligada a regresar una y otra vez a la situación filmada en aquel plano. En el recuerdo de aquel plano buscamos, quizás infructuosamente, alguna respuesta al enigma que atormenta al protagonista, un cariñoso padre de familia que pierde a su hija de cinco años mientras esta juega con otros niños en medio de un luminoso parque. Y ese enigma acompaña todo el itinerario del personaje, toda su dolorosa bajada a las tinieblas de la culpa, del horror y de la desolación en busca de su hija. El rumano Constantin Popescu filma ese recorrido con una utilización particularmente inteligente del formato scope y con admirable rigor dramatúrgico, depurando su puesta en escena de excesos melodramáticos sin eludir por ello las expresiones más duras de la herida que ese padre arrastra consigo. Su relación con su mujer, su investigación personal, su relación con la policía, su seguimiento a un hombre que le resulta sospechoso, se suceden sin que la película pierda nunca la compostura gracias a una mirada que mide con pudor exquisito las distancias y que logra trasladar al espectador la desgarrada vivencia interior del protagonista. Una hermosa y exigente conquista fílmica. CARLOS F. HEREDERO

Hay ocasiones en las que un cineasta da con la coreografía perfecta con que orquestar una escena de forma que queda integrada en ella la esencia misma de la película, formal y argumentalmente. Así sucede en Pororoca, el último largometraje del rumano Constantin Popescu, donde inserta un largo plano secuencia que integra todos los elementos del film. Con la cámara fija, y bastante distante del parque en el que se encuentran Tudor y sus dos hijos, Popescu pone el foco en la cotidianeidad y la intrascendencia de un momento familiar, lúdico y casi imperceptible del día a día. Es el mismo espacio de juegos infantiles que ocupaba también un lugar destacado en El tesoro (Comoara, 2017), el último trabajo del realizador Corneliu Porumboiu; el lugar donde la esperanza conquista a la desilusión imperante en una sociedad marcada por su historia. Al igual que allí, Popescu capta la naturaleza abierta, familiar y de confianza que se genera en este espacio de encuentros, un remanso de paz. Con un suave movimiento hacia delante, continúa el plano secuencia centrando la mirada en el personaje de Tudor. Con este ligero movimiento se personaliza la acción para contar la historia de un hombre concreto, despreocupado, ajeno a las banalidades (reivindicativas) que comparten otros viandantes (el joven con su perro y la anciana del banco) y que quedan en un segundo plano en el encuadre al tiempo que sus diálogos se entremezclan con los de él al teléfono. Desde esta posición, el realizador mantiene en el centro del plano al padre, las idas y venidas de sus hijos que juegan por allí, las conversaciones con otras madres; toda una lección de trivialidad vital que se limita a aparecer en pantalla para completar la escena. Sin cortar el plano, Popescu modifica la forma en que filmaba, desestabilizando una cámara fija, ventana abierta al mundo de los Ionescu, para convertirse en una cámara en mano nerviosa, intranquila, desequilibradora que inunda la pantalla de la tensión y el terror que azota ese momento intrascendente. Así, con una sola escena y a través de una estructura formal ininterrumpida (cómo la vida misma), surge la identificación con la estructura del film: la eclosión inesperada de un suceso cuyo alcance transforma el escenario vital para siempre. CRISTINA APARICIO

Los primeros 100 o 120 minutos de Pororoca (de sus 152 totales) son magníficos, extraordinarios. Durante una mañana en el parque, Tudor pierde a su hija de cinco años, Maria. De repente, la niña, que hasta hace poco estaba jugando con su hermano, Ilie, de siete, desaparece. Constantin Popescu filma la escena con largos planos en scope que muestran la cotidianidad de la situación: una mañana de un sábado todavía veraniego en la que los niños juegan, van a tomar un helado o son requeridos por sus padres periódicamente. Tudor realiza varias llamadas, va a buscar un café, habla con la madre de una amiga de Maria. En un determinado momento, Maria ya no está allí. La amplitud del encuadre, los movimientos de izquierda a derecha de la cámara, las salidas y entrada de campo de los personajes, nada anticipa una desaparición que, a partir de ese instante, condicionará la vida de los personajes y la propia puesta en escena. Pororoca se inicia como la típica película del nuevo cine rumano (la longitud de los plano o la distancia de la cámara con respecto a los personajes recuerdan a Cristi Puiu) que, con la desaparición, redescubre a Antonioni. Y así, cuando Tudor vuelva uno y otro día al parque buscando evidencias de la desaparición, Popescu filmará ese espacio como Antonioni filmaba Lisca Bianca en La aventura o el parque londinense de Blow Up. La influencia de esta última se hace todavía más palpable cuando Tudor recupera una serie de fotos tomadas en el parque esa misma mañana y cree descubrir el rostro de un potencial pederasta. Popescu se recrea filmando el parque, los objetos, los árboles, los espacios vacíos, algo que, unido al ambiente veraniego, parece abrir su película a unos territorios más cálidos y menos claustrofóbicos que los que nos tiene acostumbrados el cine rumano. En realidad toda la película bascula entre el parque y el apartamento de Tudor y su mujer, Cristina. Obviamente, este último se va haciendo cada vez más opresivo y cuando Cristina abandona a Tudor (una cómoda decisión de guión que minimiza el papel de la madre y simplifica el posterior desarrollo de la trama) Pororoca se transforma en otra película, la que ocupa los treinta o cuarenta minutos finales, en los que Popescu profundiza en la progresiva locura del padre, su enfermiza obsesión y la violencia más gratuita. Cuando una trama está condenada a no resolverse, la única conclusión posible es la que pone en escena ese vacío. Antonioni lo entendió perfectamente en Blow Up; Popescu arruina su propuesta y da al traste con lo que podría haber sido una de las grandes películas del año (basta comparar esas primeras dos horas con la rusa Sin amor, de Andrey Zvyaginstsev). JAIME PENA

SOLLERS POINT, de Matthew Porterfield (Sección oficial)

Sollers Point

Tras pasar un año en la cárcel, Keith cumple el resto de la condena con un arresto domiciliario, portando una muñeca localizadora en su tobillo. Los primeros minutos de Sollers Point respetan el punto de vista desde el interior de su casa, que en realidad es la de su padre. Cuando comienza a salir y a moverse por su barrio de Baltimore, el pasado no tarda en aflorar. Keith tiene demasiados asuntos pendientes, con su antigua novia, con sus viejos amigos, con sus enemigos de siempre. No parece que vaya a cambiar y que pueda reconducir su vida: trapichea con droga porque es la única forma que conoce de ganarse la vida, no rehuye una pelea y su carácter violento le granjea problemas con todo el mundo, empezando por su propio padre. Matt Porterfield se limita a constatar con sus elipsis que Keith es un caso perdido, que cada día que pasa hay más posibilidades de que todo se le vuelva a torcer. Sollers Point es el retrato de un pequeño delincuente que quizás nunca llegue a más, pero sobre todo se trata de un extraordinario retrato de un barrio obrero y multirracial. JAIME PENA

Como si fuera lo que los franceses llamarían une tranche de vie, el relato que estructura Matthew Porterfield alrededor de su protagonista (un joven de veinticuatro años que vive en libertad condicional, en casa de su padre, tras haber pasado un año en la cárcel) se despliega al margen de las estructuras narrativas tradicionales: no hay aparentemente ni planteamiento, ni nudo ni desenlace. Asistimos a los sucesos en los que Keith se ve envuelto, a su deseo de normalizar su existencia, de estabilizar sus relaciones afectivas y familiares, pero también a las explosiones incontroladas de su ira, a la violencia que se le escapa de las manos a la primera de cambio; en definitiva, a la lucha con sus demonios interiores, a los que tan difícil le resulta controlar. Porterfield no tiene soluciones ni recetas que ofrecer, no tiene ningún mensaje moralista que transmitir ni cae en la tentación redentorista respecto al futuro del personaje. Su mirada es mucho más honesta y limpia. Filma los hechos de manera frontal y directa, sin paños calientes, sin tremendismo, pero también sin romantizar al personaje. De tan difícil equilibrio surge finalmente una película excelente, que escapa a todos los tópicos del cine independiente y que busca la verdad en su acercamiento desnudo y directo hacia lo que su cámara registra. Una pequeña, pero valiosa lección de cine. CARLOS F. HEREDERO

EL SECRETO DE MARROWBONE, de Sergio G. Sánchez (Sección oficial; fuera de concurso)

Marrowbone

Guionista de Juan A. Bayona (en películas como El orfanato y Lo imposible), Sergio S. Sánchez debuta en la dirección con un producto de género que no oculta sus señas de identidad y que deriva, con toda evidencia, de algunos de los pliegues y de los trucos de El orfanato. Repetición de la jugada, por tanto, que no tiene mayor entidad de lo que, en realidad, no es otra cosa que un mal remedo de aquel film. Decía Ángel Fernández Santos que la máscara de una máscara solo ofrecía un mascarón, y eso es El secreto de Marrowbone: un amasijo de trucos de guion que se hacen trampas a sí mismos una y otra vez, un compendio de los códigos más gastados del cine de terror y una demostración (la enésima) de que el buen cine no se encuentra por la vía del mimetismo, ni por los caminos de la servidumbre dócil a las expectativas más convencionales de los espectadores. Así las cosas, el resultado es tan fallido como inane, tan insustancial como torpe. Lo que resulta difícil comprender es por qué los responsables de una película como esta querían pasarla por un festival, por cualquier festival. CARLOS F. HEREDERO

MEDEA, de Alexandra Latishev (Horizontes Latinos)

Medea

Si Alanis era una película a mayor gloria de Sofía Gala Castiglione, Medea se debe en buena medida a otra actriz, Liliana Biamonte. Su personaje, María José, es una estudiante universitaria a la que en las primeras imágenes de la película descubrimos con un evidente embarazo. Sin embargo, María José oculta su estado a su familia y amigos. Incluso sigue jugando al rugby como si tal cosa, entre otras cosas porque intenta seguir su vida habitual. Inevitablemente, sus relaciones sexuales acaban por verse afectadas y todo ello no hace sino redundar en su progresiva introspección. La cámara está siempre encima de la actriz, filmándola en primeros planos, encerrándola en su mundo, en las dudas que la atormentan. Se llama María José, pero podría llamarse Rosetta. Y si la película se titula Medea es porque Alexandra Latishev quiere anticiparnos tanto su denuncia (los embarazos no deseados entre adolescentes, la prohibición del aborto en Costa Rica) como el destino de su personaje. JAIME PENA

CARGO, de Gilles Coullier (Nuev@s director@s)

Cargo

Sólida, aunque algo plúmbea historia de la actitud de dos hermanos tras la muerte del padre, patrón de su barco de pesca en el puerto belga de Ostende, Cargo es la primera película de Gilles Coullier. Marcada por el áspero ambiente portuario, el núcleo del film remite a la dificultad de mantener el negocio de la pesca, ligado al enfrentamiento entre los tres hermanos herederos ante la mirada del hijo del que pretende seguir con el decadente negocio naviero, lo cual conducirá a ambos a situarse al margen de la ley, cuando el tráfico de emigrantes clandestinos se ofrece como opción de rentabilizar la continuidad en el mar. Realizado con pericia, sin embargo al film le falta cierta capacidad de hacerte vibrar con la peripecia de esta familia en descomposición. JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

YOU WERE NEVER REALLY HERE, de Lynne Ramsay (Perlas)

You Were Never Really Here

En No es país para viejos, Joel y Ethan Coen construían un memorable e implacable villano despojado de cualquier dato argumental que permitiera ubicar al personaje de Javier Bardem en un contexto determinado, dejando sin justificar su condición de asesino sin escrúpulos. Martillo en mano y sin apenas mediar palabra, en You were Never Really Here Joe, el personaje interpretado por Joaquin Phoenix, recuerda a aquel homicida con bombona de aire comprimido de los Coen, pero en este caso Lynne Ramsay realiza la operación inversa: insertar flashbacks que transitan sus traumas infantiles, los horrores de una guerra y una culpabilidad proveniente de la impotencia ante las desgracias mundanas que le ha tocado presenciar. Una vida fracturada y desprovista de apego (o equipada con vínculos fracturados, infectos o simplemente frágiles) se esconde tras la violencia que ha acompañado a este hombre a lo largo de su vida y también en el presente, violencia más sugerida que mostrada por la realizadora y que se apoya en el cuerpo apaleado de Joe. En este camino de redención o de inevitable gestación de nuevas oportunidades, Ramsay reconstruye la historia (y la pre-historia) de este hombre a partir de pequeños pedazos de trauma que justifican sus decisiones, sus actos y su manera de estar en el mundo. La asfixia se hace presente desde el primer minuto, visual y auditivamente, con la que será una escena recurrente durante el transcurro del film: Joe respirando en una bolsa de plástico en la que ha introducido su cabeza. Así será también el momento de redención (¿de reconversión? ¿De esperanza?), con la ausencia total de aire, en una de las escenas más cautivadoras de la cinta: la inmersión en el agua de Joe, y el rayo de luz que le alcanza dentro de las aguas negras, señalando que es fuera, en el mundo de los vivos, el lugar en el que nunca estuvo, el mejor sitio para comenzar. CRISTINA APARICIO

No deja de resultar sorprendente el premio al mejor guion que obtuvo –junto al de interpretación masculina a Joaquin Phoenix– Lynne Ramsay por este título, ya que no parece ser en ese ámbito donde la película pudiera destacar. Una historia consabida –ex soldado transformado en sicario, contratado para recuperar a la adolescente secuestrada por una red de abuso de menores– que más allá de algunas variantes argumentales ofrece como mayor atractivo una estentórea puesta en escena, repleta de planos de detalle, encuadres forzados, sonidos potentes, crispación y –sobre todo– mucha violencia, todo en un ambiente americano que no había sido hasta ahora el característico de los anteriores tres largometrajes de la cineasta. Sin duda se trata de un film potente y por momentos deslumbrante, pero tal vez cabría reflexionar sobre si su atractivo va más allá del envase que contiene una historia muy trillada en el thriller contemporáneo. JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

THE DAY AFTER, de Hong Sangsoo

The Day After

Tras la deslumbrante Lo tuyo y tú, que jugaba con múltiples dimensiones temporales en el seno de una narración endiablada, laberíntica, he aquí que la obra de Hong Sangsoo se acoge a un nuevo desvío con The Day After, aparecida el mismo año que su nueva colaboración con Isabelle Huppert, Claire’s Camera. Filmada en un sombrío blanco y negro, en interiores agobiantes y exteriores glaciales, puede que se trate de una comedia romántica, puede que de un melodrama pasional, puede que de ambas cosas a la vez o de ninguna de ellas. La historia, quizá vagamente autobiográfica, incluye a un escritor y editor atrapado por lo menos entre tres mujeres, quizá siempre la misma adoptando distintas formas. Y el estilo es austero, recurre al zoom –como es habitual en Hong–, y esta vez sobre todo al plano-contraplano en forma de panorámica, para transformar un puñado de decorados presuntamente realistas en el escenario de unos diálogos  que transitan con presteza de la banalidad a la trascendencia, con la velocidad con que los personajes acaban una botella de soju. En apariencia el relato es más lineal que en sus últimos trabajos, transcurre más o menos en una única unidad de tiempo, pero la extrañeza que provocan ciertos cortes, el paso de algunas escenas a otras, o simplemente un cambio de tono en una conversación, provocan que todo adquiera una apariencia alucinada, rematada por una plácida tormenta de nieve y un plano memorable de Min Hee-kim en un taxi espectral. La vida es una sucesión de escenas que nunca sabemos cuándo, cómo o por qué se producen. Y Hong es el filósofo, apacible y melancólico, que sabe filmar todo eso con una facilidad solo aparente. CARLOS LOSILLA

SAURA(S), de Félix Viscarret (Zabaltegi)

Sauras

¿Puede haber algo más aburrido que uno de esos documentales sobre cine que repasan fatigosamente la vida y la obra de un director o un/a actor/actriz? Supongo que esa pregunta sobrevolaba la mente de quienes están detrás de la serie Cineastas contados, basada en la mítica Cinéastes de notre temps, a juzgar sobre todo por las dos entregas vistas hasta la fecha, ambas presentes en San Sebastián, en la sección Zabaltegi. Tras La décima carta, que Virginia García del Pino dedicó a Basilio Martín Patino, llega ahora Saura(s), dirigida por Félix Viscarret, quizá no tan arriesgada pero igualmente interesante. Pues aquí se trata de acercarse a Carlos Saura a través de sus hijos y evitando el cotilleo, lo cual no era fácil. Viscarret soluciona la papeleta relacionando vida y obra, explicando películas como La prima Angélica o Elisa, vida mía mediante la obsesión por la figura paterna, que a su vez se muestra esquiva en la vida real, cuando se trata de que Saura hable de sí mismo frente a la cámara. A veces la película cae en el subrayado innecesario, y no siempre la puesta en escena está a la altura, pero el resultado es estimulante, divertido, original e inquietante: arroja nueva luz sobre la filmografía de un cineasta básico casi sin proponérselo, con escueta elegancia. CARLOS LOSILLA

12 JOURS, de Raymond Depardon (Zabaltegi)

12 jours - 12 days

En el cine de Raymond Depardon, la fotografía y el cine no son dos registros distintos, sino la expresión de un solo estado de ánimo, el de alguien que contempla el mundo con la firme voluntad de interpretarlo y se encuentra con que las imágenes se escabullen más deprisa de lo que desearía. Su último trabajo, 12 Jours, se inicia bajo la advocación de Michel Foucault e intenta retratar a unos cuantos internos forzosos de un psiquiátrico de Lyon, en el instante mismo en que un juez acude para revisar su caso. Lejos del documental reivindicativo o social, o partiendo de este modelo para ir mucho más allá, Depardon plantea un dispositivo férreo que poco a poco va mostrando su incapacidad para penetrar en las apariencias. Y por ello, la película nunca se propone explicar nada, ni mucho menos justificarlo o ver a los jueces como monstruos insensibles. Los pacientes son esfinges que pueden decir la verdad o estar mintiendo, inventando historias o dejando su alma al desnudo, pero eso no es lo que importa. Muy al contrario, 12 Jours es el feroz enfrentamiento entre dos discursos irreconciliables: por un lado, el discurso estructurado y lógico de la ley, que queda invariablemente roto en cada intervención de los letrados, en sus dudas y vacilaciones; por otro, el de los reclusos, delirante y desafiante, que pone a prueba una y otra vez la presunta solidez del poder, en el fondo una ficción mucho más débil y quebradiza. En cada plano-contraplano, Depardon cede la palabra por igual a todos ellos, y en esos intersticios aparece poco a poco la única verdad subyacente: la diferencia entre esos dos discursos es, simplemente, una diferencia de clase social, entre quien está legitimado para imponer su visión de las cosas y quien ni siquiera puede defenderla como verosímil, a imagen y semejanza de esos pasillos tenebrosos, de esa niebla impenetrable que se cuela entre las escenas. CARLOS LOSILLA

120 BATTEMENTS PAR MINUTE, de Robin Campillo (Perlas)

120 Battements par minute

La cinta de Robin Campillo sobre el activismo del grupo Act Up (en su ‘división’ parisina) durante los años más crudos de la epidemia de sida en Francia es una película valiente y necesaria, pero también desequilibrada. Apasionante en su retrato de las acciones casi performativas de la asociación, tediosa en algunos meandros y pasajes donde el peso recae casi exclusivamente en el diálogo; y entre estos dos extremos, un largo (excesivo) metraje que se atreve a poner el foco en un espacio y tiempo convulsos sin perder en ningún momento la capacidad de sus imágenes de rezumar verdad. A ello ayudan también unas interpretaciones más que notables y la voluntad de no apartar la vista donde a otro cineasta le habría podido el pudor: del sexo a la muerte, el mayor valor de 120 Battements par minute es seguir mirando. JUANMA RUIZ

LICHT, de Barbara Albert (Sección oficial)

Licht

En la Viena de 1777, Maria Theresia Paradis es una joven y virtuosa pianista de dieciocho años completamente ciega. Su destreza musical y su discapacidad la convierten en objeto de exhibición entre los nobles y los burgueses de la ciudad, mientras sus padres se benefician de la pensión que reciben por ella. Este es el punto de partida del nuevo largometraje de la austríaca Barbara Albert (Free Radicals, Falling, The Dead and the Living), cuyo relato asienta su principal núcleo dramático sobre la disyuntiva creada cuando la protagonista comienza a recuperar lentamente la vista a la vez que va perdiendo su destreza con el piano. Simultáneamente, la película despliega algunas jugosas reflexiones sobre la consideración social de los enfermos en la Viena rococó de finales del siglo XVIII y sobre la dialéctica entre la discapacidad física y la sensibilidad artística. La puesta en escena de Barbara Albert, sobria y contenida, deja también al descubierto la despiadada diferencia de clases en aquella sociedad, con todas sus expresiones de crueldad, marginación y explotación de los humildes. La cámara se acerca al rostro y al cuerpo de la pianista (soberbia interpretación de Maria Dragus) y extrae de ellos una sustanciosa materia de análisis, que no es otra sino la relación de aquellos con la escenografía, los protocolos, los códigos y los espacios de la sociedad a la que el film aplica su lupa de aumento. El resultado final no es una gran película, pero sí un trabajo honesto y riguroso, intenso y no exento de personalidad. CARLOS F. HEREDERO

La realizadora Barbara Albert se adentra en el terreno de la visibilización histórica con su último largometraje para contar la historia de Maria Theresia Paradis, una joven ciega de la corte vienesa del siglo XVIII con un gran talento para la música. Licht rescata uno de esos personajes femeninos enterrados bajo otros nombres varones sin autocompadecerse, ni victimizar: dando luz a la historia de una mujer más discapacitada por su condición femenina que por su estigma físico. Albert sitúa su cámara en el desconcierto de una joven que vive en un mundo de mentiras infinitas, donde la realidad es representada según dictan las normas sociales y la falta de luz no proviene de unos ojos enfermos, sino de la venda impuesta por las restricciones sociales. La imposibilidad de elegir es la condena inevitable de las mujeres, y así las retrata la cineasta: personas limitadas, despojadas del extenso abanico de posibilidades por no ser sujetos de pleno derecho. Mademoiselle Paradis no puede ver, pero puede deleitar a toda una sala con su virtuosismo al piano. Al revertirse los hechos se hace evidente la cárcel en la que se encuentra, una prisión de la que no podrá liberarse por mucho que su cuerpo empiece a sanar. Y es aquí cuando el film muestra toda la valentía con que la realizadora aborda el relato, al acercar la cámara al rostro de Theresia, a su ceguera, a sus ojos descontrolados y enfermos, y a un mundo que conoce y donde, con mejor o peor suerte, puede moverse con libertad, para terminar registrando la agonía insoportable que desvela la aparición de la luz. Quizá sea por eso tan valioso el plano final: un suspiro de alivio acompañado de una sonrisa, la felicidad tan permitida como satisfactoria de quienes deciden que es mucho mejor vivir en las sombras. CRISTINA APARICIO

PRINCESITA, de Marialy Rivas (Nuev@s Director@s)

Princesita

En el sur de Chile, Miguel ha formado una comunidad alejada del mundo y que le rinde culto a él mismo. A medio camino entre Charles Manson y una secta milenarista, la comunidad vive en torno a su líder, sus creencias, sus actos y sus decisiones. Entre esa gran familia se encuentra Tamara, de doce años, que espera que le venga su primera regla (este, uno de los temas de la sección: Village Rockstars, Blue My Mind) para concebir un hijo con Miguel, marcado desde su nacimiento por la pureza absoluta. Marialy Rivas ya había mostrado mucho interés en las sectas y en el fanatismo religioso en su primera película, Joven y alocada, pero si aquel acercamiento tenía algo de provocador y de cómico, el de Princesita se lo toma con mucha más gravedad. No es esta la única decepción que causa su segundo largometraje: por el camino se ha quedado también la ilimitada acumulación de recursos formales y narrativos de su ópera prima. Princesita es, por el contrario, una película monocorde, un cuento de hadas que culmina en una cámara de los horrores, un relato tan preconcebido y en el que no caben las digresiones que, cuando culmina la proyección, uno tiene la sensación de haber contemplado un largo cortometraje. JAIME PENA

TEMPORADA DE CAZA, de Natalia Garagiola (Horizontes Latinos)

Temporada de caza

Tras la muerte de su madre y luego de un incidente en el colegio, Nahuel es enviado por su padre adoptivo junto a su padre biológico en Neuquén, en la Patagonia. Nahuel procede de allí, pero la separación de sus padres lo llevó a Buenos Aires. Cuando es devuelto a su lugar de origen poco queda de aquel Nahuel que abandonó la Patagonia junto a su madre. El rebelde y malcriado adolescente de Buenos Aires tardará en (re)adaptarse. Desde el primer momento, cuando su padre, Ernesto, tarda tres horas en recogerlo (“tenía cosas que hacer”), Nahuel entiende que las costumbres y la concepción del tiempo en Neuquén poco tienen que ver con las de Buenos Aires. El paisaje que lo espera es todavía más inhóspito, sufriendo los rigores del invierno andino. Evidentemente, Temporada de caza cuenta el proceso de iniciación y adaptación de Nahuel en ese mundo, la conflictiva relación entre padre e hijo que se irá suavizando progresivamente pero no sin pocos altibajos. Recorrida en todo momento por un cierto aroma de western, con sus caballos, cacerías y el imprescindible aprendizaje en el manejo de la escopeta, no se le puede negar ambición a esta primera película de Natalia Garagiola, una propuesta que huye del minimalismo autocomplaciente de La novia del desierto o de la cómoda autorreferencialidad de Tigre, por citar otras dos óperas primas argentinas presentes en distintas secciones de San Sebastián. Presidida por la fotografía de Fernando Lockett, otra cuestión es el abuso permanente de la cámara en movimiento y un montaje entrecortado, agitado y tan violento que, por momentos, impide ver qué ocurre exactamente dentro del encuadre, una táctica que comienza a resultar extremadamente molesta en mucho cine contemporáneo influido de manera inequívoca por el cine de los Dardenne (¿un change.org a favor de una moratoria y su sustitución por el trípode?). Lo cierto es que el montaje de Temporada de caza podría obedecer a las dudas en torno al corte definitivo, lo que explicaría los problemas que la nieve causa a la continuidad entre las distintas escenas o las extrañas desapariciones de algunos personajes (la familia de Ernesto, que sale de viaje y de repente, muy avanzada la película, vemos que ha vuelto, si bien su peso dramático se ha esfumado por completo). JAIME PENA

LAS OLAS, de Adrián Biniez (Horizontes Latinos)

Las olas

Para enfrentarse a Las olas resulta conveniente atender al comentario que figura en el catálogo y en el programa de mano del festival, particularmente a estas dos frases: “un viaje fantástico por las diferentes vacaciones de su vida” y “una fantasía sobre la memoria y la experiencia vital”. Al inicio de la película Alfonso acaba su jornada laboral y se traslada hasta la playa en Montevideo. Al poco se baña en el mar y cuando lo vemos salir hemos viajado en el tiempo, según se sobreentiende de esa primera frase del catálogo, hasta uno de los períodos de la vida de Alfonso, primero sus vacaciones infantiles, luego las adultas, que se suceden a medida que se sumerge en el agua y vuelve a salir a un tiempo diferente, si bien el cuerpo es siempre el de Alfonso adulto y la tipología del escenario no cambia, playas, dunas y casas junto al mar. Cada uno de estos capítulos está titulado como algún clásico de la literatura de aventuras (de La isla del tesoro a La vuelta al mundo en ochenta días). Lo de la “fantasía sobre la memoria” es más una interpretación (muy bondadosa) del redactor, que sobrevalora las intenciones de Biniez. Su humor apagado y levemente absurdo, la escasa relevancia de todos y cada uno de los episodios, invitan antes a la siesta (una práctica gozosamente veraniega) que a la aventura. JAIME PENA

BLUE MY MIND, de Lisa Brühlmann

Blue my Mind

Mia acaba de mudarse a una nueva ciudad justo en medio del curso, al cambiar de trabajo su padre. En el instituto, su primera obsesión es encontrar nuevas amistades, una pandilla en la que hallar cobijo. A sus quince años aún no ha tenido su primer período y eso, además de otras cosas, hace que se sienta en una posición de inferioridad, una preadolescencia que quiere dejar atrás lo antes posible. De ahí que ponga el ojo en el grupo más rebelde de su clase. Si se trata de dar el salto a la adolescencia, lo mejor es encontrar el trampolín más potente. Y, así, en el curso de pocas semanas, coincidiendo con su primera regla, Mia se inicia en el alcohol, las drogas y el sexo, a toda prisa, mientras su cuerpo, concretamente sus pies y piernas, comienzan a experimentar unos cambios muy extraños. En un arrebato de rabia, Mia se come unos peces de la pecera de su madre y, a partir de ese momento, ya nada será igual. Como si se tratase de La mosca o Spiderman el contacto biológico con otra especie activa una mutación. ¿Real, metafórica? Digamos que Lisa Brühlmann da con una elegante formulación que le permite abordar un subgénero tan manido como el coming of age desde una perspectiva muy novedosa que rehuye el drama moralista y abraza con tanto entusiasmo como convicción la fábula fantástica. JAIME PENA

Debut de esta directora suiza en un intento de congeniar la denuncia (de los desatinos de cierta adolescencia actual), la parábola (la progresiva transformación de la protagonista, que no revelaremos para un hipotético público español) y el sensacionalismo que permite su inicial voluntad denunciadora, que por momentos está más cerca de Iquino o De La Loma que de un tratado sociológico, con la consabida estrategia de atraer mediante aquello que se está denunciando. Todo ello está acompañado de un simplismo notable en la construcción argumental y en el progresivo desplazamiento hacia territorios inverosímiles, con la culminación de esa parábola final, cuyo sentido no es fácilmente deducible. JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

JUSQU´À LA GARDE, de Xavier Legrand (Perlas)

Jusqa la garde - Custody

Canónica reconstrucción del penoso proceso consecutivo a la separación matrimonial en presencia de un monolítico padre maltratador, este primer film de Legrand cumple a satisfacción su función didáctica de denuncia de la inconsciencia de ciertas sentencias de custodia compartida, pero de una forma notablemente plana, sin ahondar en la identidad de sus protagonistas, que así se convierten más en figuras cercanas al tópico que en seres vivos y personalizados. De ahí que el film satisfaga sus planteamientos de origen, pero solo en el sentido de confirmar aquello que lo motivaba –la justa denuncia– sin ir más allá de esa por otra parte loable propuesta de partida. JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

UNA ESPECIE DE FAMILIA, de Diego Lerman (sección oficial)

Una especie de familia

En Una especie de familia el tema se impone en todo momento a los personajes; esto es, los personajes no existen más allá del conflicto que la película nos propone. Y eso que durante algunos minutos Diego Lerman nos seduce con sus imágenes, con Malena (Bárbara Lennie) en su coche saliendo de Buenos Aires y adentrándose en la carretera, en un camino de 800 kilómetros que la llevará hasta un hospital donde una mujer, Marcela, está a punto de dar a luz y entregarle su hijo en adopción. Todo el relato parece avanzar con agilidad, sin ningún trasfondo, sin ninguna trampa que haga peligrar la adopción y la propia puesta en escena de Lerman. Pero por fin la amenaza sale a la luz y la denuncia del tráfico de recién nacidos se convierte en el único interés de la película, mientras los personajes, el marido de Malena, Marcela o el personal del hospital, pero también la propia Malena, quedan reducidos a meras marionetas de una serie de peripecias un tanto improbables (o que la película convierte en caricaturas). Una especie de familia es mucho mejor cuando acompañamos a Malena dentro del coche, cuando los elementos sensoriales dominan a los narrativos. A Lerman, que puede filmar escenas tan impactantes como la de las langostas, le falta el talento necesario para enterrar o, al menos, disimular mediante elipsis todos aquellos giros de guión cuya única finalidad es la de construir un discurso, una denuncia. JAIME PENA

La sinopsis oficial de este film argentino dice que su protagonista, una joven médica de clase media, “debe enfrentarse a todo tipo de obstáculos legales y morales que la harán preguntarse constantemente qué límites está dispuesta a cruzar para conseguir aquello que más desea” (poder adoptar un hijo, más concretamente), y está bien que nos lo aclaren, porque si fuera por las propias imágenes de Diego Lerman resultaría mucho más difícil explicar de qué va realmente un relato confuso, lleno de inverosímiles fílmicos (es decir, acciones y detalles que no son coherentes con el propio sistema de la película), de comportamientos difíciles de entender y de muchas cosas que, ante la imposibilidad de encontrarles su lógica, más parecen caprichos que necesidades. Si a eso se le añade una puesta en escena incapaz de sacar partido a las situaciones que retrata, un conjunto de interpretaciones más que mejorables (incluida esta vez, ¡ay!, la habitualmente magnífica Bárbara Lennie), un ritmo desfallecido y una clamorosa ausencia de estilo, el fracaso está servido. Y la pregunta surge inevitable: si ya está en competición la soberbia y rigurosa Alanis, de Anahí Berneri, ¿qué necesidad había de incluir una segunda película argentina si se trataba de una obra tan fallida y tan errática como esta ‘especie de familia’…? CARLOS F. HEREDERO

VISAGES, VILLAGES, de Agnès Varda y JR (Proyecciones especiales)

visages villages

La memoria era uno de los ejes centrales de la obra de Chris Marker, un cineasta que se servía de la cámara para preservar recuerdos y desafiar así el paso del tiempo. Con esta misma obsesión, o quizá más intimidada por el agotamiento vital que acompaña al paso del tiempo, la confesión de Agnès Varda acerca de su mayor deseo (que los rostros no caigan en el olvido de la memoria) asienta las bases de la relación que establece con el artista visual JR, con quien codirige Visages, villages, su último largometraje. De la admiración mutua a la complicidad y naturalidad espontánea, la relación entre ambos realizadores se sostiene gracias al equilibrio (y la complementariedad) que permiten sus inquietudes artísticas: la conquista del espacio público para dotarlo de rostro e historia, y la perpetuidad de la imagen filmada que salvaguarda del olvido (propio del arte efímero). Al igual que en Los espigadores y la espigadora, la narración parece que se construye a golpes de ingeniosa experimentación, asumiendo riesgos y apostando por las ventajas que acompañan al acto de fe de dejarse sorprender. Con dos perspectivas muy distintas (la de una vista cansada y desgastada de tanto mirar a lo largo de tantos años y la oscurecida por la incertidumbre o el desconocimiento de lo que está por llegar), apuntando en la misma dirección, coincidir en la visión de conjunto es lo que termina por vertebrar el proyecto de esta peculiar pareja. Quizá sea necesaria una actitud vital enérgica y de apertura, la que permite capturar la naturaleza íntima de lo que está ante los ojos, y esa es la verdadera esencia de una realizadora como Agnès Varda, capaz de señalarse, autorreconocerse, desafiarse, cuestionarse y sí, disfrutar, a pesar de lo borrosos que puedan guardarse ya sus recuerdos. CRISTINA APARICIO

LOVE ME NOT, de Alexandros Avranas (Sección oficial)

Love me not

Bajo una estructura narrativa cien veces ensayada ya antes por el cine negro clásico (un matrimonio, un crimen, una personalidad suplantada, un seguro que cobrar…), Alexandros Avranas va desvelando poco a poco otra punzante disección de la sociedad griega contemporánea, retratada aquí de nuevo con perfiles de frialdad, deshumanización y crueldad que rozan las fronteras de lo surreal. Una escenografía desnuda y sin apenas calor humano, una planificación que pivota mayoritariamente sobre encuadres frontales que buscan la mayor simetría posible y una dirección de actores que privilegia el hieratismo hermético van dando forma a una puesta en escena bajo la que se tiene casi siempre la tentación de buscar la metáfora oculta o la simbología subterránea. El problema es que tanta frialdad y tanta distancia terminan por dejar la película en tierra de nadie, por más que su deriva final (a partir de la irrupción de un nuevo, inesperado personaje) consiga crear no poca desazón ante lo imprevisible y lo progresivamente atroz de lo que sucede. Por desgracia, la propuesta no termina de cuajar ni en el terreno del cine de género, ni en el ámbito de la metáfora social, puesto que la deliberada abstracción de su dramaturgia no llega a desplegarse con la necesaria capacidad de sugerencia, déficit mayor de una puesta en escena mucho más plana de lo que en realidad podría parecer. Y es una lástima. CARLOS F. HEREDERO

THREE BILLBOARDS OUTSIDE EBBING, MISSOURI, de Martin MacDonagh (Perlas)

Three Billboards outside Ebbing Missouri

Las tres vallas publicitarias que dan título al nuevo film de Martin MacDonagh (Escondidos en Brujas) son el MacGuffin de una historia cuya moraleja sobre la perpetuación de la violencia se pronuncia en voz alta y en términos nada ambiguos durante el metraje. Pero para llegar a esta conclusión, MacDonagh pone en juego a todo un plantel de personajes tan herederos del universo de los hermanos Coen (la elección de Frances MacDormand es casi una confesión de las deudas contraídas) como del noir sureño de True Detective (otro tanto con la presencia de Woody Harrelson). El director maneja el tono con tanto aplomo que las transiciones entre drama y comedia (y vuelta) transcurren a veces en un mismo plano, sin que sean visibles los puntos de soldadura entre un género y otro. Algún que otro gag fuera de tono no empaña la monumental apuesta de Three Billboards, que a base de diálogos afilados y golpes contundentes noquea al espectador sin contemplaciones con su retrato de la ‘white trash’ en la América profunda: la misma América que, en una espiral similar de ira y malcontento, acabó alzando a Donald Trump. La dosificación de los impactos (valga como ejemplo la revelación inicial de los tres letreros) convierte al conjunto en una verdadera sinfonía cinematográfica de la rabia y la impotencia del ser humano. JUANMA RUIZ

Pocas veces en tiempos recientes un guion y unos diálogos tan logrados, servidos por unos intérpretes idóneos, han sido el armazón ideal de uno de los mejores filmes no ya del año, sino de bastante tiempo atrás, tal como es esta última aportación de Martin McDonagh a la sección de ‘Perlas’. Dentro del espíritu que introdujo Fargo (y en ese sentido la presencia de Frances McDormand no es en absoluto ajena a ello) este film de insólito título va incluso más allá, pues es capaz de aunar lo feliz de su construcción narrativa con las sutilezas de los detalles en su retrato de la América profunda, a lo largo de todo su desarrollo, jalonado por tales giros de la trama capaces de hacernos pasar sin transición de la ironía al sentimiento, del repudio hacia un personaje aparentemente tópico al encandilamiento ante su evolución. Creo que Toronto y Venecia sólo fueron el comienzo de un largo reconocimiento. JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

LA SENS DE LA FÊTE / C’EST LA VIE!, de Olivier Nakache y Eric Toledano (Sección oficial)

Le Sens de la Fete - Cest la vie

La extraña servidumbre que el festival de San Sebastián parece mostrar respecto al cine de estos dos realizadores franceses nos ha vuelto a castigar, este año, con una más de sus banales comedias siempre disfrazadas de un engañoso barniz biempensante y autocomplaciente. Ahora el objeto del relato son los preparativos de una boda por parte del equipo profesional encargado de organizar esos pretenciosos eventos que algunos horteras se pagan para autocelebrar su propio ego, tal como sucede con el novio que contrata la fiesta en este caso. Por momentos podría dar la impresión de que la película de Toledano y Nakache se encaminara hacia los territorios esperpénticos y salvajes por los que transitaba Las truchas (1978), de José Luis García Sánchez, pero no hay caso: enseguida la ñoñería, el ‘buen rollo’, la reconducción amable de todos los conflictos y el dócil acatamiento de las más manidas expectativas sentimentales arrollan con todo y terminan por arruinar definitivamente un insulso producto de consumo provinciano francés que no pinta absolutamente nada en un festival de categoría A. Muy lamentable. CARLOS F. HEREDERO

Con la Torre Eiffel de fondo, una pareja ultima y ajusta el presupuesto de su futura boda con el responsable de una empresa de catering. Así comienza La Sens de la fête, el último largometraje de Olivier Nakache y Eric Toledano con el que continúan  la disección de la sociedad francesa propia del resto de su filmografía. Inmigración, clase social, cuestiones de género, los realizadores convierten en comedia aspectos más propios del drama social sin conseguir satirizarlos. El predecible relato que transita por los embrollos de un peculiar equipo de catering se sustenta en el guion para conseguir el efecto cómico, un humor plano que carece del dinamismo que aportan los gags visuales, los cuales se emplean en contadas ocasiones. La evolución de los personajes se sucede torpe y pareja a la evolución de la trama: desde su protagonista, que va del esnobismo a la solidaridad pasando por el adulterio y la hostilidad laboral, hasta unos secundarios que parecen trazados en dos claves visibles al principio y al final del film, según toque revelación personal. El resultado es un film complaciente que en su afán de encandilar, traiciona la burla autoconsciente en la que parecen haberse instalado los directores, destilando una sensiblería nada sutil y deleitándose en ella. CRISTINA APARICIO

NO INTENSO AGORA, de Joâo Moreira Salles (Zabaltegi)

No intenso agora - In the Intense Now

Es ya un tópico decir que el cine es el único arte capaz de capturar el momento. Y sin embargo, esta película aborda esa cuestión huyendo de todo lugar común y abordando, además, su esencia más o menos oculta. Pues, en efecto, ¿cuál es el protocolo que sigue el acto de filmar para conseguir esa captura en toda su intensidad? ¿Hay una puesta en escena del ‘documental’? ¿Sigue siendo real la ‘realidad’ cuando queda sometida a un encuadre o a un cierto tipo de manipulación por parte de la cámara? No intenso agora, el último largometraje de Joâo Moreira Salles –productor de Eduardo Coutinho, entre otros–, reflexiona sobre esas cuestiones y muchas más a lo largo de 127 intensos minutos, que parten de una anécdota familiar y acaban convirtiéndose en el epitafio de un cierto concepto de la revolución.

Estamos en 1966 y la madre del cineasta llega a China en viaje de placer y se encuentran inmersos en plena Revolución Cultural. Imágenes en color, procedentes de una cámara amateur, empiezan a enfrentarse, a partir de ese momento, con filmaciones de noticiarios, o películas de ficción, o incluso con cierto cine militante, que dan cuenta del mayo francés de 1968, de la Primavera de Praga de 1966 y de la situación coetánea en el Brasil de finales de los sesenta. ¿Qué sucedió con todo eso? ¿Cómo lo vemos ahora? ¿Qué es capaz de decirnos esa voz over que narra y narra, que no deja de comentar no solo lo que ve, sino también lo que no se ve e igualmente lo que vemos nosotros, espectadores, en la oscuridad de la sala de cine? Aquellas imágenes ya no son las mismas, ahora testimonian varias derrotas, la de unos ideales y, sobre todo, la de una ilusión, la de un deseo insatisfecho. Daniel Cohn Bendit publicó un libro que finalmente banalizó todas aquellas esperanzas, la población checa regresó a su vida cotidiana para sumirse en el triste verano que siguió a aquella primavera y la familia del cineasta volvió a Brasil huyendo de la convulsa Europa, sumiéndose en la melancolía de un continente que pronto debió enfrentarse a sus peores tiempos. Quedó el momento capturado, es cierto, el instante de la felicidad y de la risa, de la alegría de lo que hubiera podido estar por venir, pero eso solo pertenece ya al cine y a la memoria, colectiva o individual.

No se puede negar que Moreira, a veces, arrastra al espectador hacia un relato que tiene más de documental convencional, de reconstrucción subjetiva, que de reflexión sobre las imágenes. Pero la mayor parte de esta película emocionante y torrencial, de esta epopeya del fracaso y la esperanza que emana de él, no puede ser más fascinante. Pues en ella se habla, ante todo, no tanto de la Historia como de su puesta en escena, de cómo el paso del tiempo influye en la percepción que podamos tener de ella y el modo en que, de alguna manera, estamos condenados, como Sísifo, a recrear una y otra vez esas imágenes, esas ilusiones que solo duran un instante  pero que nos dejan el legado una sabiduría inmarcesible: filmar es un acto político, encuadrar es dar testimonio de la lucha de clases en un momento determinado. Y por mucho que, a veces, la sombra de Chris Marker sea demasiado alargada, no hay duda de que esta es una película poderosa: cine-ensayo en toda regla, también en primera persona, que lleva la relación cineasta-espectador a dimensiones que todavía están por descifrar. CARLOS LOSILLA

EN CUERPO Y ALMA, de Ildikó Enyedi (Perlas)

En cuerpo y alma

Una idea ocurrente –una mujer y un hombre que trabajan en el mismo matadero tiene los mismos sueños– no alcanza todas sus posibilidades por una prolongación morosa y trazada sobre un hilo narrativo en ocasiones forzado. Sin embargo, este film logró el Oso de Oro en la Berlinale y apunta rasgos interesantes sobre la solitaria cotidianidad de los personajes centrales, a través de una puesta en escena atenta sobre todo a la expresividad del encuadre, con numerosos planos de detalle o rompiendo los cánones habituales del enfoque de cámara. La flojera le viene también por el carácter excesivamente explícito, pese a su voluntad metafórica, del repetido sueño compartido por los protagonistas, carente de cualquier variación y definitiva muestra de una obsesión no resuelta. JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

VILLAGE ROCKSTARS, de Rima Das (Nuev@s Director@s)

Village Rockstars

En una remota aldea de la India unos niños imitan a un grupo de rock. Se han fabricado los instrumentos con recortes de poliespán y utensilios varios con los que realizan playbacks de las canciones de moda. Entre esos niños está Dhunu, de diez años, la única chica del grupo. Pero pese a su título, la película no trata tanto de un ficticio grupo de rock infantil; en última instancia no es más que un punto de partida y una subtrama a la que Rima Das vuelve periódicamente. Su atención prioritaria está concentrada en las vivencias de los niños, en sus juegos y en las circunstancias familiares de Dhunu, huérfana de padre, ahogado en una de las inevitables inundaciones que asolan la región año tras año. Una y otra vez los vemos ir y volver de la escuela, revolcándose en los cenagales, acompañando a los animales, ayudando en las tareas del campo. Das los filma casi siempre al contraluz, con el sol muy bajo, los juncos en primer plano meciéndose con el viento. La influencia de Terrence Malick es indudable, si bien es un Malick mucho más pobre, un Malick sin Lubezki, un Malick en potencia en el que el talento supera ampliamente a los medios que Das tiene a su alcance. En realidad Village Rockstars es una película sobre aprender a tocar una guitarra, sobre aprender a vivir y sobre el mismo aprendizaje del cine. A Dhunu le viene su primera regla y la tradición manda que no debe volver a jugar con los niños. Nada debería impedir a Das convertirse en la gran cineasta que apunta en esta su segunda película. JAIME PENA

LA NOVIA DEL DESIERTO, de Cecilia Atán y Valeria Pivato. (Horizontes Latinos)

La novia del desierto

“¿Alguna vez viste volar una gaviota en el desierto?”.  La ópera prima de Cecilia Atán y Valeria Pivato, La novia del desierto, se adentra en el proceso de reconstrucción (y reubicación) de  una mujer de mediana edad que tras veinte años de servicio doméstico para la misma familia, se ve forzosamente abocada al cambio. Las directoras construyen una puesta en escena con planos generales donde solo queda enfocado lo que se sitúa en el centro del relato: la evolución de Teresa (Paulina García). La cámara sigue de cerca los movimientos de esta mujer (incluidos primeros planos que privilegian el oído y el cuello, de manera muy similar al cine de Lucrecia Martel) sin apartar la mirada de ella: todo lo demás queda desenfocado o fuera de campo. Con el foco de atención en Teresa, el resto de elementos formales dan cuenta del progreso que experimenta a partir de la relación que establece entre sus estados anímicos y las metáforas visuales: el desarraigo y los planos estáticos de las habitaciones vacías del hogar recién desalojado (y los buzones-casa destrozados por la tormenta), la soledad y el imposible funcionamiento de la red del teléfono  móvil, la ilusión y esperanza y la cálida iluminación con filtros rosas y azules mientras bailan los protagonistas. Las realizadoras emplean los elementos arquitectónicos para delimitar el espacio entre sus personajes, un determinismo espacial que más que condicionar, otorga el aire necesario para una búsqueda interior. CRISTINA APARICIO

TIGRE, de Silvina Schnicer Schlieman y Ulises Porra Guardiola (Nuev@s Director@s)

Tigre

Una primera película que apuesta por una fórmula muy definida pero que lo hace con innegable solidez. Esa fórmula, muy del gusto de los festivales europeos, derivaría de la combinación de un escenario exótico, todavía agreste e incontaminado, una isla en la Delta del Tigre, y un drama familiar que acontece durante varios días en ese espacio cerrado, una casa a la que vuelve Rina después de muchos años, y con ella otras dos generaciones de la familia. Hay algo ahí de la Lucrecia Martel de La ciénaga, un cine más sensorial que narrativo que igualmente remite a algunas de las propuestas ‘fluviales’ de Gustavo Fontán (aunque también hay algo del Olivier Assayas de L’Heure d’été). Pero el drama, un conflicto maternofilial, está más enunciado que desarrollado, o al menos resuelto en muy pocas escenas y más interiorizado que exteriorizado, algo que afecta a también a las subtramas (por ejemplo los primeros amores de las nietas), todo ello redundando en un clima entre sensual y opresivo que, por mor del calor, la humedad o los insectos, parece llevarnos a un ambiente muy lejano, un mundo colonial que parece salir a la luz cuando todas las mujeres se visten con esos trajes de época rescatados del baúl. Un exorcismo que se diría imprescindible, precisamente, para dar carpetazo a todos los fantasmas familiares que alberga la casa. JAIME PENA

AU REVOIR LÁ-HAUT, de Albert Dupontel (Sección Oficial, fuera de concurso)

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Y, de pronto, se obró el milagro: el académico ‘cine de qualité’ francés de los años cincuenta resucita en San Sebastián de la mano de Albert Dupontel para contarnos una historia que transcurre en la posguerra de la Primera Guerra Mundial y que ‘samplea’ sin escrúpulos todo tipo de antecedentes fílmicos, por lo demás harto heterogéneos: Capitán Conan y La vida y  nada más (Tavernier), El pabellón de los oficiales (F. Dupeyron), El fantasma de la ópera en sus más dispares versiones, y hasta La bella y la bestia (Cocteau) y Judex (Georges Franju). De poco vale el hecho de que, en esta ocasión, el férreo y determinista guion que ahorma y ‘enjaula’ la película se disfrace –mediante su puesta en escena– de burlesque a base de pinceladas que acentúan lo grotesco y la deformación (de encuadres, de rostros, de perspectivas visuales), porque todo en esta narración larga y premiosa se ve venir desde lejos y carece de respiración y de pálpito vital. Entre medias intenta abrirse paso una historia de consabidos ribetes antibelicistas y (muy discutiblemente) antimilitaristas, pero se llega con tanto esfuerzo a su desenlace que, cuando este sobreviene, la sesión se ha hecha tan cansina y reiterativa, tan feísta y evidente, tan subrayada y tan obvia, que se ahoga en su propia salsa. Una película bastante vieja, en definitiva. CARLOS F. HEREDERO

HANDIA, de Aitor Arregi y Jon Garaño (Sección Oficial)

Handia

Jon Garaño, director de Loreak en compañía de José María Goenaga, recupera a su coguionista en aquel film (Aitor Arregui) para filmar la historia de Miguel Joaquín Eleizegui Arteaga (más conocido como el ‘Gigante de Alzo’; 1818-1861), un hombre más grande y más alto de lo normal que llegó a pasearse, como atracción de feria, por media Europa y que llegó a ser recibido, incluso, por la reina Isabel II de España. La ficcionalización del personaje da como resultado, empero, un relato discursivo y premioso, que se alarga y se alarga sin llegar a crear la tensión dramática necesaria y sin conseguir desplegar ninguna reflexión de verdadera entidad. Los tópicos se multiplican (los carlistas como ¡‘defensores’ de los fueros y de los humildes!, el terruño como refugio entrañable…), los acontecimientos se suceden, se pasa de un país a otro porque lo dice el guion y, al final, resulta inevitable recordar un film como El hombre elefante, lo que  nos permite contrastar la mirada moral de David Lynch frente al drama de su personaje y la mucho más problemática y dudosa de los directores de Handia. Ilustrativa y plana, la película ocupa quizás abusivamente un puesto en la sección oficial de un festival que no debería ceder a este tipo de servidumbres locales.  CARLOS F. HEREDERO

NI JOUGE, NI SOUMISE, de Yves Hinant y Jean Libon (Sección Oficial)

Ni juge ni soumise - So Help Me God

En lo que prácticamente puede considerarse un spin off de una serie televisiva belga de gran éxito popular (titulada Strip-Tease), el documentalista Jean Libon y el periodista Yves Hinant recuperan a una peculiar jueza de instrucción, Anne Gruwez, como protagonista de un (engañoso) documental que muestra la trastienda cotidiana del trabajo de esta magistrada y sus muy peculiares maneras de relacionarse con los delincuentes, con el crimen y hasta con sus propios colaboradores. Convertida desde el principio en su propio personaje, la jueza se ‘interpreta’ a sí misma con indudable desparpajo y despliega dosis ingentes de incorrección política cuya explicitud convierte a la película entera en una comedia, bien a su pesar, o bien (mucho más probablemente) de forma expresa y deliberada por parte de los realizadores. El arranque tiene indudable frescura y se beneficia del factor sorpresa, pero el problema es que, una vez asimilada esta, la propuesta ya no va más allá ni se muestra capaz de evolucionar ni, mucho menos, de ofrecer en los últimos sesenta y nueve minutos mucho más de lo que ya se ha visto en los primeros treinta. Lo que queda es un juguete tan simpático como inofensivo, tan ingenuamente provocador como cinematográficamente insustancial. CARLOS F. HEREDERO

LA DOULEUR, de Emmanuel Finkiel (Sección Oficial)

La Doleur - Memoir of Pain

Si no existiese El amante de Jean-Jacques Annaud, La Douleur podría pasar perfectamente por la peor adaptación de Marguerite Duras. Emmanuel Finkiel, que a este paso va a quedar como el director de una sola buena película, Voyages (1999), vuelve a un terreno muy conocido, precisamente el de aquella ópera prima: la memoria de la deportación y los campos de concentración nazis. Lo hace a partir de un material tan sugestivo como peligroso, el relato evocativo y autobiográfico del largo año de espera por parte de Duras a que su marido, Robert Antelme, volviese (vivo) de Dachau, coqueteando incluso para ello con el colaboracionismo. Finkiel es consciente de ese peligro que encierra adaptar a Duras, razón por la cual nos propone dos fórmulas. En primer lugar estaría la académica, la reconstrucción de época, de ese periodo que va de abril de 1944 a abril de 1945; la fórmula Annaud, se podría decir. En segundo lugar nos encontraríamos con la que cede el peso del relato a la voz de Duras, a su texto de 1985, y que Finkiel ilustra con imágenes imprecisas, abstractas, como reproduciendo los mecanismos confusos de la memoria, pero también imitando por momentos el estilo de la Duras cineasta. Pero el material del que parte es el mismo, por más que en una de estas dos fórmulas que se alternan esté más o menos deconstruido, y se trata de unas imágenes en las que es fácil reconocer la impostura de pretender que unos actores (Mélanie Thierry, Benjamin Biolay, Benoît Magimel) pasen por personajes históricos del calibre de Duras, Mascolo o Mitterand. El cartón piedra seguirá siendo cartón piedra incluso convertido en meros escombros. Como es bien sabido a la Duras novelista solo la puede adaptar la Duras cineasta y no hay mejor adaptación que la que nos propuso en L’Homme atlantique. JAIME PENA

Adaptación del libro homónimo de Marguerite Duras, el nuevo largometraje de Emmanuel Finkiel se esfuerza sobremanera (y ese sobreesfuerzo se hace constantemente visible en la pantalla) por mimetizarse con la peculiar escritura de la autora de India Song o Nathalie Granger para narrar los años finales de la ocupación nazi de Francia y la dolorosa vivencia autobiográfica de la narradora, cuyo marido (Robert Antelme) había sido capturado por los alemanes y posteriormente encerrado en Dachau, de donde al final salió casi como un cadáver viviente. Buscando esa correspondencia, el cineasta borra sistemáticamente el foco de todo lo que rodea a la protagonista en cada encuadre para tratar de expresar visualmente el desgarrado aislamiento emocional en el que esta vive instalada. La propuesta tiene un interés historiográfico indudable (las reuniones de la Resistencia, las relaciones de Marguerite con un colaboracionista de la Gestapo, los meses que siguen a la Liberación, la toma del poder por los gaullistas, la dialéctica entre el olvido y la memoria), pero la fórmula narrativa –sustentada durante gran parte del metraje sobre el off literario que proporciona el original– acaba por resultar un poco impostada y, lo que es peor, desperdicia la oportunidad de cuestionar la supuesta ‘autenticidad’ de unos hechos y, sobre todo, de unas vivencias emocionales que la escritora novela, estiliza y ficcionaliza en su libro, pero que la película da por `veraces’ sin establecer ninguna distancia respecto al texto al que ilustra con más academicismo del que en principio pueda parecer. CARLOS F. HEREDERO

THE SQUARE, de Ruben Östlund (Zabaltegi)

The Square

Después de Play (2011) y Fuerza mayor (2014), que le han labrado un cierto prestigio a lo largo de esta década, Ruben Östlund consiguió la Palma de Oro en el último Festival de Cannes con The Square, ya desde entonces discutida y polémica, que ahora se encarga de abrir la sección Zabaltegi-Tabakalera en el Festival de San Sebastián. He aquí una película que se quiere épica, monumental, nada menos que 144 minutos dedicados a glosar la decadencia de la civilización occidental, así como suena, y que lo hace a través de un fresco coral, en el que varios personajes de distinta catadura y extracción social giran alrededor de un protagonista aglutinador, a su vez el director de un museo de arte contemporáneo en Estocolmo. Varios acontecimientos provocarán su caída, social y laboral: un incidente en plena calle, que acaba con la sustracción de su billetera y su móvil –además de los gemelos de su abuelo–; la polémica campaña publicitaria de la última exposición que se propone mostrar en el museo, dedicada –nada más y nada menos– a discutir nuestra implicación en lo que sucede en la calle, desde la pobreza a la creciente indiferencia mutua; y su aventura amorosa con una periodista americana, que vendrá a complicar su caótica vida privada.

Por supuesto, cada una de estas vertientes obliga a que de ellas dependan unas cuantas más, lo cual convierte The Square en una sucesión de set pieces que en ocasiones parecen más ocurrencias un tanto infladas, o bien muestras de un ingenio imaginativo pero también caótico, que propuestas más o menos elaboradas. En este sentido, Östlund prefiere el golpe de efecto al rigor o la disciplina formal, bosquejada únicamente a través de una utilización de la elipsis o el fuera de campo más bien caprichosos. Y sin embargo The Square posee dos virtudes innegables. La primera es el esfuerzo, ya existente en Play y Fuerza mayor, por convertir el relato en algo así como una performance continuada, en una sugerente puesta en relación entre las armas del cine y las del arte y el teatro contemporáneos, todo ello en armonía con el tema mismo de la película. La segunda no tiene tanto que ver con el texto como con el contexto, pero es quizá la más poderosa. Al proponerse como película de inauguración de Zabaltegi, al proyectarse en un centro de arte como Tabakalera, al mostrarse así como una instalación más en medio de otras (posibles o reales) instalaciones, The Square se presenta al final más como un objet d’art que como una película, lo cual convierte en potencialmente interesantes no solo su presencia en el festival, sino también la interacción que pueda establecer con el resto de la programación de Zabaltegi y puede que del resto de las secciones. La película de Östlund puede que no sea una lección de cine, pero sí es una de las películas del año, un objeto de debate en movimiento que  el propio Östlund, en su presentación, llevó aún más allá de esos confines: su billetera y su móvil, por voluntad propia, quedaron en el suelo de la sala, ante la pantalla, durante toda la proyección, en un intento de extender su discurso a la realidad en que se estaba desenvolviendo en aquel preciso instante. CARLOS LOSILLA

ALBERTO GARCÍA-ALIX. LA LÍNEA DE SOMBRA,  de Nicolás Combarro (Nuev@s Director@s)

 Alberto García Alix La línea de sombra

A la vez testimonio de una supervivencia y repaso por una trayectoria creadora en el campo de la fotografía, este documental recorre algunos jalones de la heterodoxa peripecia vital de uno de los más destacados artistas españoles de los últimos decenios. Alternando simplemente el relato en primera persona, filmado en un permanente primer plano largo del propio artista, y diversas series de fotografías más o menos vinculadas con el discurso a la vez autobiográfico y en ocasiones (las menos) sobre la propia concepción de su medio, el film adquiere un indudable valor como evocación de los años de eclosión –y sucesivos–­ de una inquieta parte de la juventud española, pionera en su viaje por los paraísos artificiales de la heroína, protagonista de la ‘movida’ y eternamente superviviente. En ese doble aspecto testimonial, el trabajo de Combarro cumple sus objetivos desde una apreciable sobriedad y escaso sensacionalismo. JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

Bajo su aparente sencillez, Alberto García-Alix. La línea de sombra esconde un sorprendente debut, un documental de una extraordinaria solidez y que, en su mera combinación de fotografías y el rostro de García-Alix, indaga en el destino de toda una generación, la del “underground, anterior a la Movida”. Nicolás Combarro apenas se sirve de esos dos elementos, la imagen fotográfica y el registro sonoro de la voz de García-Alix, para dejar que el fotógrafo trace un recorrido biográfico por toda una vida profundamente marcada por la drogadicción y las distintas enfermedades que de ella se han derivado (Hepatitis C, VIH). En realidad, La línea de sombra (ese es el título que figura en los créditos) es una autobiografía de García-Alix puesta en escena por Combarro con singular brillantez: véase el plano cenital que sirve para que el protagonista vaya colocando sobre una mesa diferentes autorretratos de distintas etapas de su vida y que culmina con una última foto que, en realidad, es el primer autorretrato del autor. No es menos destacable el episodio que ilustra el primer contacto con la heroína por parte de García-Alix y cómo uno tras otro fue cayendo su grupo de amigos, entre ellos su propio hermano (su relato del velatorio y la tentación de retratarle rodeado de velas y coronas resulta impagable). Basta con encadenar dos fotos para conformar una narración, como el propio fotógrafo entendió en sus vídeos de la primera década de este siglo. Han pasado quince, diez años de esos vídeoS también narrados por un autor obsesionado por dejar testimonio de su propia vida y de la gente que la ha rodeado. Pero el mayor impacto deriva de la comparación de su voz en esos vídeos con la de ahora, mucho más áspera y grave, una voz tan poderosa como las propias imágenes que comenta. JAIME PENA

THE THIRD MURDER, de Hirokazu Kore-eda (Perlas)

Sando me no satsujin - The Third Murder

Con su último largometraje, Hirokazu Kore-eda adopta la perspectiva de las estrategias legales para indagar acerca de la naturaleza de la verdad situando a la justicia en el foco de los cuestionamientos morales. Con la delicada y cuidada puesta en escena propias del estilo del japonés, El tercer asesinato (Sando-me no satsujin, 2017) continúa con la disección de culpabilidades que derivan de la paternidad y condicionan las relaciones paternofiliales (una constante en su filmografía), con un guion que, a pesar de transitar el género judicial con toques rebajados de noir detectivesco, condensa la ternura habitual del realizador. Con una impecable atención al detalle, y una composición que conjuga la superposición de imágenes (en el cristal de la cárcel se funde la imagen del condenado y el reflejo de su abogado) con los paralelismos visuales donde el crimen inicial se re-escenifica por distintos personajes, Kore-eda deja clara la tesis del film: no hay un abismo entre buenos y malos, ni entre la verdad y la mentira, tan solo una humanidad que a veces tiene más difícil habitar donde ya se ha perdido la capacidad de proyectarse en el otro. CRISTINA APARICIO

A través de una trama criminal y sus consecuencias judiciales, Kore-eda propone una aguda reflexión sobre la verdad y su relato, no muy ajena a lo que en su momento realizó –salvando muchas distancias– Kurosawa en Rashomon. Una sucesión de versiones diferentes en torno a un crimen que, al principio del film, parece habérsenos mostrado con toda claridad, nos introduce en el equívoco –y a veces imposible– territorio de la Verdad. La perplejidad de un abogado defensor ante el carácter, crecientemente atrayente, de un supuesto (¿o cierto?) asesino, permite indagar en una personalidad mucho más compleja de lo que inicialmente parecería, al tiempo que el absorbente recorrido indagatorio del letrado se jalona con sutiles notas sobre el Japón contemporáneo. En el fondo nos quedan muchas preguntas abiertas: ¿puede un amante cuidador de pajarillos ser un taimado homicida? ¿Puede la mentira ser una prueba de humanidad? Magnífico, pues, el film de Kore-eda procedente de la Mostra veneciana. JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

CALL ME BY YOUR  NAME, de Luca Guadagnino (Perlas)

Call me by your name

Impregnado del aroma ‘Ivory’ (responsable del guion) y procedente de Sundance y Berlín, este título de Guadagnino fue el encargado de abrir la sección ‘Perlas’, que recoge algunos de los títulos más destacados de la producción del año. En este caso se trata de un elegante –aunque obviamente impostado en su esteticismo y su convicción– relato de la iniciación homosexual de un joven de diecisiete años, poseedor de todas las virtudes (lee sin parar, toca el piano, habla varios idiomas, enamora a las chicas,…), durante el período estival en un lugar de la Lombardía en 1983, al contacto con un discípulo americano de su padre, en el marco de la alta y cultivada burguesía italiana. Tópica en tantas cosas, inmotivada en otras muchas, Call Me by Your Name se recubre de una apariencia de fineza y cultura bajo la que se pretende subyugar al espectador deslumbrado ante el liberalismo familiar y la ‘alegría de vivir’ del despertar al sexo. JOSÉ ENRIQUE MONTERDE

INMERSIÓN, de Wim Wenders (Sección oficial)

Submergence - Inmersión

¿Es exagerado decir que la filmografía de Wim Wenders (sí, ese, el olvidado autor el autor de obras tan importantes como Alicia en las ciudades, El amigo americano, En el curso del tiempo, El cielo sobre Berlín o París, Texas) lleva ya más de veinte años sin brújula (al menos desde que filmó la muy sugerente Lisbon Story en 1994)…? Sea como fuere, lo más probable es que  Inmersión, la decepcionante  inauguración de San Sebastián 2017, no será la película que le ayude a encontrarla. Una desvaída historia de amor en la que la pasión brilla por su ausencia queda sumergida aquí -y nunca mejor dicho­- por las pomposas pretensiones con que se dibujan los respectivos universos de sus protagonistas: una joven biomatemática que investiga las abisales profundidades marinas para encontrar nuevas fuentes de vida que puedan ‘salvar el planeta’, y un espía británico que persigue terroristas del Estado Islámico en África para ‘salvar al mundo’ de sus bombas asesinas. Filmada sin tensión, sin personalidad, sin fuelle y sin aliento, llena de tópicos visuales, con una banda sonora enfática y convencional donde las haya, la película se llena de analogías de vergonzante obviedad (los descensos de ambos a las oscuridades del océano y de la Tierra) y de cansinas equivalencias (forzadas por el montaje alternado de las separadas trayectorias de uno y otro). La guinda la ponen los planos que  cierran el film, de grosera simbología cósmico-romántica. Inefable. CARLOS F. HEREDERO

ALANIS, de Anahí Berneri (Sección oficial)

Alanis

Anahí Berneri es una directora extraordinariamente honesta con sus actrices: de ahí que sus películas lleven el nombre de sus personajes cuando esa es la forma más sincera de reconocer su trabajo. Ocurría con Silvia Pérez en Encarnación (2007) y vuelve a suceder en Alanís con Sofía Gala Castiglione, cuyo rostro y cuyo cuerpo sostienen toda la película, una película opresiva pero no tan irritante con la anterior, Aire libre (que bajo ningún concepto hacía honor a su título). La gran paradoja de Alanís es que esa opresión y sensación de claustrofobia es consecuencia de que su protagonista, con su bebé de año y medio, se vea expulsada de la casa en la que ejercía la prostitución, condenada a vagar por las calles hasta que una tía la acoge en la trastienda de su comercio: el desamparo como opresión y el encierro como liberación. El retrato de Buenos Aires es tan sórdido como desasosegante, pero Bernerí lo compensa con la calidez con la que retrata a su protagonista y a su pequeño hijo. Lo que nos viene a proponer en última instancia es una suerte de refugio, la comunidad solidaria del prostíbulo, algo así como una versión porteña, en sus imágenes finales, de L’Apollonide. JAIME PENA

El quinto largometraje de la directora argentina de Por tu culpa (2010) y Aire libre (2014), que ya pasó por Toronto antes de llegar a Donosti, ha resultado ser la primera película importante de la sección oficial. Crónica seca, lacónica y emocionante de la dura supervivencia de una joven prostituta y de su hijo de año y medio (al que todavía le da pecho) a partir del momento en que es desalojada del piso en el que vive junto con otra compañera de profesión, sus imágenes –filmadas todas y cada una de ellas en rigurosos planos fijos– encierran a su protagonista en el estrecho marco de unos encuadres tan cerrados como los horizontes vitales de esta mujer que recorre las calles de Buenos Aires, sus callejones estrechos, sus extrarradios más degradados y sus escenarios más duros sin perder nunca la entereza ni la dignidad. El gran logro de Anahí Berneri consiste en trazar un retrato de la sordidez más atroz sin caer en el miserabilismo ni en la autocomplacencia, sin deslizarse hacia el folletín melodramático, pero sin rehuir ni una sola de las aristas más duras y atroces de la vida de su protagonista. El retrato adquiere así una franqueza y una verdad que traspasan la pantalla, a la vez que absorben y casi ocultan la exigencia y la radicalidad de un admirable ejercicio de estilo que apenas se hace notar, pero que confiere a la película buena parte de su fuerza y de su sinceridad expresiva. Entre medias se abre paso un universo femenino y marginal en el que la solidaridad entre iguales y la comprensión de los colegas contribuye a sostener la vida cotidiana de un personaje para el que nunca se reclama la condición de heroína (la mirada de Anahí Berneri es ajena a todo paternalismo), pero que consigue hacerse con la empatía de sus espectadores. No es poca ni despreciable conquista. CARLOS F. HEREDERO

EL AUTOR, de Manuel Martín Cuenca (Sección oficial)

El autor

La gran virtud de la literatura de Javier Cercas es la de convertir en simples los asuntos de cierta gravedad y ambigüedad moral, lo que le lleva a caer, con no poca frecuencia, en la banalidad. Más aún cuando sus propuestas metanarrativas son trasladadas al universo cinematográfico y son, para ello, simplificadas aún más. Ocurría con la adaptación de Soldados de Salamina de David Trueba y vuelve a suceder, de forma todavía más acusada, en El autor, de Manuel Martín Cuenca, versión de El móvil. Aquí toda la parodia sobre el mundo literario se convierte en involuntaria autoparodia, en buena medida por culpa de un clamoroso miscasting, el de María León, que podría pasar por una de las peores interpretaciones del cine español reciente. A partir de ahí la historia del novelista en ciernes que busca la inspiración en sus vecinos de edificio, pero no en sus vidas anodinas, sino en los pequeños dramas entrecruzados que él provoca con su intervención, va basculando entre lo grotesco y el drama moralizante. Martín Cuenca no se cree a su propio personaje (Javier Gutiérrez), al que le falta maldad y le sobra ingenuidad para ser un deus ex machina con todas las de la ley. JAIME PENA

Una novela corta de Javier Cercas (El móvil) le sirve esta vez como punto de partida al director de La flaqueza del bolchevique (2003) y Caníbal (2013), películas que ya estuvieron también en el festival donostiarra. Como en ellas, y como también sucede en La mitad de Óscar (2010), aquí de nuevo la soledad que camina por el borde del abismo ­–y que finalmente se adentra en lo más oscuro de sus profundidades– vuelve a engendrar un retrato desazonador y revulsivo, una radiografía implacable de un personaje que se busca a sí mismo –y que cree encontrarse– en las aristas más perturbadoras de un universo que el espectador no termina nunca por saber, en este caso, si existe únicamente en el imaginario mental del protagonista o si realmente es aquel que el personaje se empeña en construir con los materiales que le proporcionan las vidas, los anhelos y las necesidades de sus propios vecinos. Todo parte del deseo de escribir una gran novela (‘literatura de verdad’, en sus palabras) que alimenta las fantasías de un mediocre pasante de notarías espoleado por el éxito comercial de la literatura de consumo que escribe su propia esposa. A partir de ahí, y una vez superados los titubeos un poco explicativos del primer cuarto de hora del relato, la narración se abisma –junto a su protagonista– en un huis clos progresivamente creado y manipulado por este escritor cuya imaginación solo se pone en funcionamiento cuando él mismo irrumpe, sin ningún tipo de escrúpulos, en la existencia de quienes le rodean.

El resultado es una obra tan inquietante como revulsiva, atravesada de forma intermitente, y soterrada, por un sentido del humor que nunca es complaciente y que a veces encuentra una cierta filiación buñueliana. La inmersión en ese desconcertante universo se abre también a la metáfora sobre las fantasías y los miedos del creador, sobre los límites de su imaginación y sobre las barreras éticas que este puede llegar a cruzar en su avasallador deseo por dar a luz una gran obra de arte. Dimensión autorreflexiva, a la vez, que enriquece y potencia las diversas lecturas transversales a las que se brinda El autor, un film imprevisible, difícil de catalogar, capaz de suscitar una risa que se congela y de propiciar reflexiones a contracorriente. Una obra cuya mejor baza está precisamente en todos esos riesgos que asume voluntariamente, a los que se enfrenta con una valiente desnudez estética (llena de grandes ideas de puesta en escena) para convertirse, decididamente, en una de las películas españolas más importantes de este año. El cine español entra en la presente edición de Donosti con sus mejores galas. CARLOS F. HEREDERO