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La pregunta y la sospecha surgen de manera inevitable: Si esta película de producción norteamericana no estuviera rodada en Marsella, donde transcurre la práctica totalidad de su historia, ¿habría sido incluida nada menos que en la Sección Oficial del Festival, donde comparece fuera de concurso…? Permítasenos dudarlo. Dirigida de manera impersonal por Tom McCarthy y protagonizada por un soberbio Matt Damon (en uno de los mejores trabajos de su carrera), Stillwater no es –ni pretende ser— otra cosa que la enésima versión de la odisea que vive un padre (Bill Baker) para reencontrarse con su hija y sacarla de la cárcel francesa donde cumple condena por un supuesto delito de asesinato: un proceso que no es solo de reencuentro paterno-filial, sino también de autorredención personal para el protagonista. Todo transcurre aquí conforme a códigos y lugares no solo previsibles, sino también (en algunos casos) convertidos ya casi en un cliché: la relación de Bill con un niña pequeña (mediante la que parece reconciliarse con la función paterna que nunca había desarrollado antes con su hija) y el amor que encuentra, inesperadamente, con una madura y lúcida actriz francesa que le ayuda como traductora en su investigación. La historia podría haberla filmado (mejor) el Sydney Pollack de otras épocas, resulta demasiado larga (su escasa capacidad de síntesis hace que su metraje se alargue innecesariamente durante dos horas y veinte) y apenas deja en pie la composición de Matt Damon (un introvertido y tosco trabajador de los pozos de petróleo de Oklahoma) y el soterrado contraste cultural y social entre este blue collar religioso de la América profunda y una mujer europea culta y progresista (excelente Camille Cottin), terreno de juego que proporciona algunos de los matices más de fondo y menos evidentes dentro de un film donde todo transcurre, exactamente, como cualquier aficionado al cine adivina desde el principio que va a suceder, o a terminar sucediendo.

Carlos F. Heredero

Stillwater podría titularse Un americano en Marsella. A diferencia de Gene Kelly, en el musical de Vincente Minelli, no encontramos una mirada al tipismo francés, sino que en esta curiosa producción de Tom McCarthy, el tema clave no es el proceso de redención de un personaje atormentado porque su hija está en la clase, sino el diálogo intercultural que se establece entre un americano -arquetípico- y cierta forma de vida francesa, de la que Marsella, con su multiculturalidad, es un buen ejemplo. Tom McCarthy rueda una película comercial con un trasfondo de cine de intriga que tiene como principal aliciente un claro deseo de no cargar las tintas y jugar con cierta ambigüedad moral. En un segundo plano existe otra película más simpática sobre un hombre de la América profunda, que ha perdido su vida y que encuentra junto a una joven actriz y su hija un refugio en un mundo que no le corresponde. La relación entre estos dos mundos y el contrapunto de la hija encarcelada crean los mejores momentos. Lo más interesante de Stillwater no es como se resuelve la intriga, sino el momento en que el padre ve como su hija se baña en la playa o cuando el americano juega con su hija adoptada. Estos pequeños destellos de ternura dan cierta consistencia a una película que sin ser gran cosa, aborda un choque cultural que el cine americano y el cine europeo algunas veces han ignorado.

Ángel Quintana