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Italia, siglo XVII. La pandemia de la peste asola las ciudades. La autoridad eclesiástica impone su patriarcado despótico sobre la vida interior de un convento en el que una monja desafía -con sus visiones, sus estigmas y su sexualidad- el orden medieval monástico. El material de partida, extraído del libro de Judith Brown dedicado a Benedetta Carlini (una monja lesbiana que se entrega a la satisfacción del deseo sáfico y dice ser portadora de la palabra de Dios) ofrecía ciertamente un territorio propicio para el cine de Paul Verhoeven, aunque la realidad es que el personaje histórico le importa poco al cineasta, que encuentra en su figura todo lo que su cine busca una y otra vez: la transgresión generada por el deseo incontenible, lo revulsivo de las pulsiones más irracionales y las raíces atávicas de lo más vital y carnal que llevamos dentro. Y sin duda por ello Verhoeven construye un personaje a su medida, pero, ¡ay!, concediéndose a sí mismo –en la construcción del guion— todo tipo de arbitrariedades y de giros dramáticos incoherentes (hasta el punto de que resulta imposible encontrar ninguna lógica interna en el comportamiento de los personajes), a la vez que se permite todo tipo de ocurrencias  supuestamente ‘epatantes’ para mentalidades conservadoras o pusilánimes: visiones místicas en la que Jesucristo se le aparece a Benedetta para apartarla del pecado (o para incitarle a cometerlo), una serpiente venenosa y agresiva que toma el lugar de la tentación (así de original y de sutil se muestra la puesta en escena…), encuentros lésbicos explícitos filmados con delectación mal disimulada, una pequeña talla en madera de la virgen convertida en consolador sexual y abundante violencia sangrienta con formato gore.

Por momentos, parecería que estuviéramos ante un giallo de Mario Bava con colores saturados y con el mismo gusto hortera y de discoteca barata que exhibía aquel subgénero que hoy tiene aggiornatos defensores. A ratos, se diría que asistimos a un soft porn de los años setenta con no mucha mayor inventiva ni calidad que la de algunas películas ‘S’ españolas de producción infame. Entre medias, claro está, la puesta en escena de Verhoeven encuentra momentos aislados de cierta potencia visual, pero el conjunto aparece irremediablemente dañado por su continua y explícita búsqueda de los morceaux de bravure que tanto le gustan al director y por la incoherencia dramática interna de su narrativa. Podría aducirse que el discurso del film llama a la rebelión popular contra el despotismo eclesiástico patriarcal, al tiempo que denuncia la hipocresía consustancial de la Iglesia católica, pero esta lectura solo puede extraerse (y también con problemas) de la construcción meramente argumental. Su puesta en escena, su estilo y sus formas, mientras tanto, nos hablan de otra cosa muy diferente: de la personalidad de un cineasta autocondescendiente que, para ser fiel a sí mismo, busca a toda costa la provocación sin darse cuenta –y esto es lo más patético— de que solo escandaliza por su supuesto atrevimiento a quienes entren a ver su película dispuestos a dejarse escandalizar. Por eso quizás las risas estentóreas se escapaban una y otra vez en un auditorio que, por fortuna, parecía tomarse a chirigota todos los delirios estrictamente ridículos que abundan en un film, también, excesivamente largo e innecesariamente prolijo.

Carlos F. Heredero

Benedetta podría ser considerada como una apología del caos lúdico, en el mejor sentido de la palabra. La historia de un relato de deseo y exorcismo se mezcla con un claro sentido iconoclasta respecto a la religión y respecto al cine de género, para acabar desembocando en un auténtico delirio visual. Este caos no hace otra cosa que reflejar el mejor cine de Verhoeven, el kitsch de Las Vegas en Showgirls sustituido por un convento y la entrepierna de Sharon Stone de Instinto básico es cambiada por un aparato consolador con la imagen de la virgen. A sus 84 años de edad y después de muchas dificultades en el montaje, Verhoeven ha conseguido dar forma a un viejo proyecto de adaptación de un libro de Judith C. Brown titulada Sor Benedetta, entre santa y lesbiana. La historia parte de unos hechos reales acaecidos en Pescia en el siglo XVII cuando una joven monja tenia éxtasis místicos que la convirtieron en una santa porque hacía el amor con Jesucristo. Un tiempo después esa monja santa fue convertida en proscrita al descubrirse sus relaciones amorosas con otra monja del convento, Sor Bartolomea. Este argumento permite a Verhoeven enlazar con sus relatos de mujeres difíciles de calificar que esconden sus verdades y anteponen los impulsos del deseo a toda posible norma. En Benedetta nunca sabemos si el éxtasis místico de la joven monja es una mentira provocada o no es más que una cuestión de fe. En cambio, si que tenemos claro que el amor carnal, el deseo y la pasión transforma su vida. A partir de ahí, Verhoeven juega con la irreverencia desde el exceso visual, mezclando estilos diferentes, mostrando una vez más su habilidad para lo novelesco y para construir grandes puestas en escena espectaculares que juegan entre el artificio y el naturalismo. Lo que menos interesa a Verhoeven es encontrar la fidelidad histórica con los hechos reales. Benedetta habla de mundos posibles que conectan con los inicios de su filmografía, en especial Los señores del acero pero también con cierta tradición de películas de deseo en los conventos desde Narciso negro de Powell/Pressburger hasta Extramuros de Miguel Picazo.

Ángel Quintana