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A partir del coming of age de Misha –un niño proveniente de Rusia de 11 años de edad que se reencuentra con su madre Sofía en Grecia tras dos años separados, para descubrir que ella está casada con el hombre al que cuidaba– la directora Elina Psikou elabora un trabajo de extraña e incómoda atmósfera. Una obra que se sirve de la inquietante simetría kubrickiana y de la melancólica y tenebrosa mirada al mundo infantil de autores como Michel Gondry en Kidding o Spike Jonze en Donde viven los monstruos para reelaborar los preceptos de sus precedentes y entregar un trabajo que aúna a partes iguales un realismo magnificado que amplifica el lado más kitsch y trash de una Grecia en decadencia en los albores de la crisis de 2008, y un realismo mágico de cuento de hadas potenciado por unos insertos entre el videoclip y el musical para introducirse en la mirada extrañada de su protagonista infantil.

Esa mirada infantil incómoda se plasma en la puesta en escena a partir de la mencionada simetría kubrickiana. Encuadres de una rigidez magnificada por una profundidad de campo que permite a la directora representar tanto las distancias físicas y emocionales del trío familiar artificialmente impuesto –todo ello desde el punto de vista y la mirada de Misha– como reproducir –a partir de un juego de luces y sombras en el hogar familiar que esconde los recovecos de un hogar de límites infinitos– aquellos aspectos que al pequeño se le escapan y que reconstruye a partir de las sombras que se proyectan en el hogar familiar. De idéntica manera, la mirada hacia la infancia y la iconografía infantil de Gondry y Jonze –la antropomorfización de los peluches tanto como elemento de confort como de representación de los traumas y los miedos– sirven como armazón formal y conceptual cuya disparidad de elementos confluyen en la cita olímpica –Misha recibe su nombre de la mascota de las Olimpiadas de Moscú de 1980 y la obra se sitúa durante el verano de las Olimpiadas de Atenas de 2004– como metáfora de la ilusión y la esperanza perecederas.