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Entre octubre, noviembre y diciembre se recoge en forma de embudo, cada año sin excepción, la acumulación de películas españolas que, esperando su selección en algún festival, apuran hasta final de año para cerrar su estreno oficial en salas. El Festival de San Sebastián (sobre el que publicamos aquí la crónica correspondiente) marca un punto final al circuito y, por tanto, también al de la espera. En Caimán aguardaremos hasta enero para ordenar tendencias, discernir relaciones y establecer corrientes. Sin embargo, las conexiones posibles entre dos de los estrenos más importantes de este mes: El agua, debut en el largometraje de Elena López Riera, que pasó por la Quincena de los Realizadores de Cannes, y La Maternal, segunda película de Pilar Palomero, que compitió en la Sección Oficial del Festival de San Sebastián, y las relaciones que, a su vez, éstas establecen con Alcarràs, la película de Carla Simón que tuvo su estrenó en abril después de ganar el Oso de Oro en Berlín, nos permiten avanzar ya la importancia particular de estos tres títulos con respecto a lo que ha significado el cine español de 2022.

Y no se trata solo de la repercusión que lleva asociado el peso específico de los festivales en los que cada una de estas cintas han sido seleccionadas. Los vínculos encadenados entre ellas se sustentan en asuntos formales que tienen que ver, esencialmente, con un juego de hibridación en el que lo real se entrevera con la ficción. En una línea que conecta también con el cine de Isaki Lacuesta, se intercalan de este modo imágenes de distinta procedencia y condición (del registro real de las manifestaciones de los agricultores en Alcarràs a los testimonios en primera persona en El agua y La Maternal), mientras el trabajo con actores naturales y su convivencia con los profesionales colabora a profundizar en la disolución de unos límites que se disgregan y dispersan para, a su vez, encontrar nuevos puntos de contacto con el naturalismo (en Alcarràs y La Maternal) o lo fantástico (El agua). Pero además, y sobre todo, las tres cintas comparten una relación temática que, si bien en algunas cuestiones funciona solo en una doble dirección (como cuando hablamos del peso de lo rural o de una vuelta a los orígenes de las propias cineastas en los casos de Alcarràs y El agua), encuentra una conexión total si nos referimos a la reflexión que  proponen en torno a los vínculos familiares y, sobre todo, al peso que estos lazos ejercen sobre la evolución personal de los personajes femeninos adolescentes.

Mariona, Ana y Carla, figuras principales de Alcarràs, El agua y La Maternal, respectivamente, son tres jóvenes que, de una u otra forma, se encuentran ancladas en un entorno constrictivo del que buscan salir. Las tres observan el mundo de los adultos, como si de un juego de espejos se tratara, en una búsqueda de la identidad personal que pasa por discernir entre lo que les es propio y lo que forma parte de una herencia o un legado intergeneracional. En las propuestas de López Riera y Palomero además, el concepto de transmisión se concentra específicamente en el vínculo entre madres e hijas para ahondar en el poderoso retrato de unas relaciones afectivas ambivalentes y unos modelos de identificación complejos (un asunto sobre el que, por otra parte y como forma de cerrar el círculo, concentra Carla Simón su corto Carta a mi madre para mi hijo, estrenado en el Festival de Venecia). Tal y como ocurría también en Cinco lobitos, la película de Alauda Ruiz de Azúa (presente a su vez en el Festival de Berlín) o en Petite maman (Céline Sciamma, 2021), la conexión entre madres e hijas se establece en forma de vasos comunicantes para poner en escena la intercambiabilidad posible de los roles. La vivencia amorosa en paralelo de Ana y su madre en El agua o la experiencia de la maternidad adolescente no buscada, que primero vivió la madre y ahora afronta Carla en La Maternal, nos hablan de una transmisión invisible, pero tan profunda como ineludible, mientras hacen evidente ese juego según el cual las hijas ejercen por momentos de madre mientras las madres se convierten de pronto en hijas. En una mirada que conecta además con lo explorado en literatura por figuras como Virginia Woolf, Joan Didion y más directamente con la Vivian Gornick de Apegos feroces (1987), las diferencias en la relación polarizada de estas jóvenes con sus madres, pero también con el propio cuerpo, con el deseo y el amor o con la maternidad, pasa por demarcar la necesidad de una reflexión profunda, y en ocasiones dolorosa, en torno al peso de los modelos heredados.

Jara Yáñez