Print Friendly, PDF & Email

La última película de Tizza Covi y Rainer Frimmel –¿recuerdan La pivellina?– empieza y termina con un personaje femenino andando por la calle y filmado de espaldas, marca indeleble de  cierto cine contemporáneo, desde la llamada “no ficción” hasta el peculiar minimalismo que inventó Gus Van Sant con Gerry o Elephant. Pero no se asusten, pues Vera es otra cosa muy distinta: un juego entre realidad y ficción que se salta todas las fronteras para construir un artefacto de inagotable complejidad, a la vez narrativo y autoconsciente. Y también una reflexión sobre el tiempo y el fracaso, sobre la vida y sus reflejos, entre ellos –por supuesto— el cine, que acaba alcanzando una emoción genuina, sin trampa ni cartón. Todo empieza como un documental sobre la actriz Vera Gemma –la hija del mítico Giulianno Gemma, uno de los reyes del spaghetti western entre los años 60 y 70–, que está dejando atrás definitivamente la juventud aún a la sombra de la figura paterna. Será a partir de un accidente estúpido, sin embargo, cuando le surja la oportunidad tanto de adentrarse en su última gran aventura vital como de interpretar el papel definitivo de su poco distinguida carrera, el de benefactora de una familia humilde, de un padre y su hijo que malviven en la periferia de Roma. 

Covi y Frimmel siguen a Vera sin hacer ruido, sin intervenir demasiado en su peripecia, observándola con afecto y pudor extremos, pero también intentando entender la trama extravagante que surge de sus andanzas, esforzándose por desentrañar esa historia absurda que desde el principio adivinamos sin futuro ni sentido. En una escena memorable, Vera acude a un cementerio acompañada por su amiga Asia Argento y, ante la tumba del hijo de Goethe, ambas pronuncian un elogio de la vida que es también un responso por las oportunidades perdidas, una de las vanitas más sentidas jamás vista en una película. Y desde esas honduras filosóficas  –pero de una filosofía cercana y humilde— el film pasa a proponer una serie de resonancias, como en cadena o en cascada, encabalgadas a modo de muñecas rusas, una relectura tanto de cierta historia del cine italiano, de De Sica a Fellini, como del género del retrato femenino, de Griffith a Cassavettes. Ya no solo se trata, entonces, de la imposibilidad del neorrealismo, o incluso de ese neo-neorrealismo que se propugna desde algunas tribunas críticas, sino sobre todo de la nostalgia como perversión y de la ficción como instancia que dignifica el arte y el cine pero que también puede demoler la vida. Sin moralismos ni énfasis alguno, Vera entona así un responso por el género de la “no ficción” que es también la culminación del arte discreto y sutil de Tizza Covi y Rainer Frimmel.