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La selva es ese espacio a salvaguardar de la acción del hombre; ese espacio reservado para el misticismo donde la comunión de lo natural y lo humano depende casi exclusivamente del equilibrio entre ambas fuerzas. Esta mística conexión está presente desde el arranque de Selva trágica, la última cinta de Yulene Olaizola, donde una voz en off va introduciendo al espectador en la leyenda de Xtabay, una mujer mitológica que viene a simbolizar a la propia selva. Este es, además, el punto de partida de un proyecto donde lo onírico y lo fantasmagórico dan forma a una estética cuasimágica. Hay, incluso, cierto aire lynchiano en la puesta en escena: en el uso de una música más atmosférica que narrativa (que propicia tensión, misterio pero también confusión y angustia) y en la confusión entre lo real y lo imaginado como parte de la paranoia que produce la inhóspita jungla.

Así, cuando los cuerpos yacen muertos en el suelo en distintos momentos del relato y son devorados por animales (que, sin necesidad de matar, se alimentan de la torpeza del hombre a la hora de mantenerse con vida), lo alegórico se confunde con la propia narración donde la amenaza no parece provenir de la naturaleza. Porque existe un pacto entre especies basado en el respeto, pero que el ser humano parece incapaz de mantener: destruir, conquistar, agredir, apropiar… son la larga lista de acciones que motivan la codicia del hombre, en un relato donde lo femenino se convierte en una presencia perturbadora. Se establece un interesante juego de miradas con el que los personajes se desafían entre sí, y esa es también la forma en que la realizadora apela casi directamente al espectador. Cautiva la manera en que Olaizola convierte el drama colonial en un enigmático alegato medioambiental que parece transitar un limbo natural e indeterminado en el que los hombres jamás encuentran su sitio.