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Todas las historias están ya contadas. Y todas las historias pueden volver a contarse, de nuevo y de una forma distinta. También la clásica historia de la relación entre un hombre adulto y una adolescente. La de 16 Printemps tiene, claro, dieciséis años y la interpreta una actriz de diecinueve que coincide que es también la directora, Suzanne Lindon (nacida en 2000 y ya con veinte años). No solo eso: actriz, directora y personaje comparten nombre, Suzanne. Todo apunta a algún tipo de inspiración autobiográfica, aunque nada sabemos de ello, solo que Lindon comenzó a escribir el guion con dieciséis años, cuando aún estaba en el instituto.

Álter ego o lo que sea, su Suzanne se enamora de un actor de teatro, Raphaël, en quien se fija una mañana camino de clase. Aunque esas palabras se acabarán verbalizando, es difícil definir como enamoramiento lo que vemos en pantalla. Aburrida de su entorno adolescente, Suzanne se enamora de un adulto más que de hombre de treinta y cinco años, quizás de un ideal masculino para cuando ella también llegue a esa edad. No hay pasión, tampoco atracción física, pero tampoco podemos hablar de un amor platónico. Ni en la mirada de ella ni en la de él, por más que esa idea, o concepto, flote en el ambiente: dejando a un lado sus propios prejuicios, Suzanne comienza a vestir con minifalda, claramente para llamar la atención de Raphaël. Pero vamos a aceptar que se enamoran y que su pasión se traduce por otras vías, más abstractas. En la habitación de Suzanne cuelga un gran cartel de A nuestros amores, anunciando su estreno en 1983. Toda una declaración de intenciones, más sobre el personaje que sobre la directora. El cartel lleva como único título el nombre de la protagonista que interpretó con dieciséis años Sandrine Bonnaire, Suzanne (¿fue ese el primer título de la película de Pialat, antes del definitivo?). En A nuestros amores también había mucho teatro, pero la promiscuidad de la Suzanne de Pialat poco tiene que ver con la Suzanne en cierto modo asexuada de Lindon.

Al anuncio de la primera cita, Suzanne reacciona bailando en la calle. Y ya en esa primera cita, sentados en una terraza de una cafetería, los dos inician una suerte de danza con sus brazos y sin dejar de estar sentados. Esa pasión amorosa se expresa de este modo, como un baile un tanto abstracto que parece representar el equivalente al viento en los árboles, sobre todo si aceptamos que a Raphaël le ha aconsejado su director teatral que se comportase en escena como un árbol (hay mucho humor soterrado en la película de Lindon). Hay mucho movimiento en 16 Printemps, pero son siempre movimientos muy lentos, como anclados en el suelo. Lindon se sirve de la danza para sustituir a los diálogos, a esas frases que se han repetido miles o millones de veces en películas, novelas y fotonovelas. La estilización implica una distancia, emocional, por supuesto. Posiblemente porque tanto Suzanne como Suzanne Lindon no creen en el amor romántico ni en el amor de perdición, un mero concepto teórico del que habrán leído pero puede que ni una ni la otra experimentado. Lindon parece reírse de estas historias y de estos personajes (Raphaël tiene algo profundamente infantil, tan estúpido o más que los compañeros de instituto de Suzanne). Tanto que cuando la mera idea del enamoramiento se enuncia la película ya solo puede acabar.