En un momento de El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde escribió por boca del personaje de Lord Henry que “lo único que vale en el mundo es la belleza y la satisfacción de los sentidos”. Como es sabido en la novela Basil Hokam pinta el retrato del joven Dorian Gray con la idea de capturar en la obra las diferentes fases del envejecimiento del personaje, mientras el joven mantiene intacta su belleza. El cuadro se convierte en una figura monstruosa a cambio de la eterna juventud del modelo. Coralie Fargeat traslada de manera muy peculiar la fábula de Wilde para plantearse de qué modo los mitos se han transformado en una sociedad en el que la belleza femenina es una construcción de la masculinidad. Un mundo en que el culto por la imagen, la búsqueda de la perfección del cuerpo se ha convertido en un virus letárgico que alimenta como un virus la sociedad del espectáculo.
La Dorian Gray de la película de Coralie Fargeat es una actriz de Hollywood, con una estrella en el paseo de la fama, que se da cuenta de que la juventud no es eterna. Después de un accidente de tráfico del que sale ilesa, Elisabeth entra en contacto con una organización que le propone la ingestión de la substancia del título. Elisabeth se transformará en la joven Sue y como el retrato de Dorian Gray irá envejeciendo mientras la joven ocupa su lugar. El proceso de envejecimiento del personaje pasa por diferentes fases. La joven Sue está hecha para gustar a un productor que le pide que no cese de sonreír mientras exhibe su cuerpo en un escenario. Elisabeth que había sido la reina de la belleza, para pasar a ser reina del fitness, va envejeciendo progresivamente y no soporta ver su imagen reflejada en el espejo.
Coralie Fargeat empieza rodando la película como si fuera una fábula minimalista, en la que todo se desarrolla ante un decorado frío y quirúrgico. La película avanza a partir de una serie de fases, casi sin diálogos. Todos los hombres que aparecen en la pantalla –entre ellos Dennis Quaid– aparecen como seres grotescos, caricaturas de sí mismos. Al cabo de dos horas de transformaciones, la fábula se transforma en una pesadilla macabra, en la que cuerpos femeninos esbeltos se convierten en monstruos sacados de un cuadro de Francis Bacon y el deseo femenino acaba bañado de tanta sangre como la que había en el final de Carrie de Brian De Palma. Fargeat juega con referencias constantes al género, desde Vertigo de Hitchcock y el tema de la mujer desdoblada, hasta los falsos sueños perversos de Inland Empire de David Lynch sin olvidarse de La mosca de David Cronenberg. Toda esta amalgama de piezas orientadas de forma clara hacia un cine de género que quiere ser cuestionamiento político de los estereotipos sociales tiene también un sustrato semidocumental a partir de la presencia del cuerpo de Demi Moore como protagonista. La actriz que fue el sueño de cierto deseo adolescente en los ochenta es hoy Elisabeth, la actriz que no quiere envejecer, que muestra su cuerpo operado y sobre cuya construcción gira una parte esencial de la película. The Substance acaba frente al lugar donde se construyen los sueños, para acabar preguntándose sobre el hedonismo como eje de la vida y cómo el culto apasionado a la belleza y a la juventud como móviles del individuo funcionan en un mundo en el que la belleza es una imagen construida a partir de una mirada que no cesa de desear.
Àngel Quintana
La fábula de El retrato de Dorian Gray se transparenta con facilidad bajo la aparatosa reapropiación que la francesa Coralie Fargeat (directora con este de su segundo largometraje) lleva a cabo para construir esta historia en la que una famosa estrella de Hollywood, ya casi en la cincuentena (Elizabeth / Demi Moore), se ve tentada por inyectarse la sustancia del título a fin de convertirse en una joven de exultantes formas carnales (Sue / Margaret Qualley) para poder mantener el apoyo de un poderoso productor de televisión no por azar llamado Harvey (Dennis Quaid), con fatales consecuencias autodestructivas. De tan evidente argumento se pueden extraer todas las consideraciones socioculturales que se quieran. Se puede hablar de una denuncia del edadismo. Se puede poner en valor el cuestionamiento de los estereotipos generados por las fantasías masculinas en la industria del espectáculo y sus dañinas consecuencias para muchas mujeres. Se puede desplegar una reflexión sobre cómo el deseo masculino normativo configura imágenes de una belleza artificial forzada a luchar contra el paso de tiempo. Pero para hablar de la película –y no de lo que quisiéramos ver en ella– tenemos que hablar de sus formas y contar cómo son sus imágenes, cuál es su diseño estético y su armazón narrativo, cómo se filman los cuerpos y cómo se retratan los espacios, así que vamos a intentarlo…
Fargeat elige explícitamente el territorio genérico del body horror en su versión gore más extrema, multiplica las vísceras que se desparraman por el suelo, las carnes que se abren por la mitad, las agujas que perforan las venas, los miembros que se retuercen y se avejentan, los ojos de varios iris, la carne deforme y monstruosa… hasta convertir lo que inicialmente parecería un paisaje cronenbergiano en un cuadro de Francis Bacon pasando por una multiplicidad de citas que ofrecen otros tantos guiños cómplices para la parroquia: El resplandor y 2001 (Kubrick), Vértigo (Hitchcock), Carrie (De Palma), El hombre elefante (Lynch), y así hasta el cansancio, todos ellos muy evidentes y muy autoconscientes. Los diálogos apenas existen y los que escuchamos tienen el nivel intelectual de un parvulario. El espacio tampoco existe, pues es ‘borrado’ una y otra vez por una planificación ensimismada, más atenta a los cuerpos que a su relación con el entorno. Todo son flashes abruptos y cegadores, impactos visuales, cortes de montaje que se quieren hacer visibles a toda costa, elipsis autocondescendientes para enmascarar las licencias narrativas a fin de que Elizabeth / Sue viaje una y otra vez, de manera completamente inverosímil, de su casa al estudio de televisión o al callejón donde le proporcionan la sustancia. No hay personajes: solo estereotipos o caricaturas de brocha gorda que harían enrojecer de vergüenza al más feroz de los caricaturistas.
Mientras tanto, la cámara se detiene y se pasea, con idéntica lujuria visual, por las formas esbeltas de Sue como por las formas monstruosas de la criatura que finalmente emerge del experimento para envolver, de esta manera tan tosca, tan gruesa y tan rimbombante un discurso primario donde los haya. La apuesta por el exceso puede indicar que estamos solo ante una inocente comedia gore, pero las pretensiones del discurso no casan con semejante lectura. Cabe destacar, sin embargo, la convicción indudable con la que Demi Moore a interpreta a Elizabeth (incluida la generosa exhibición de su fisonomía de mujer madura) en un papel propicio para ser considerado como un valiente autorretrato, pese a que dicha lectura termine finalmente ahogada y sepultada por litros de hemoglobina y toneladas de efectismo. Lo peor es que desde una mirada pretendidamente crítica de los estragos del deseo machista normativo se ofrezca tan solo más tosquedad, más zafiedad visual, más reduccionismo y más lecturas impositivas, subrayadas a machamartillo, y sin posibilidad de escape, sin dejar nunca que el espectador pueda pensar por sí mismo. Una propuesta como esta, una burda serie Z disfrazada con abalorios horteras para presentarse como artística, puede satisfacer a quienes puedan disfrutar con una sesión de divertida casquería, pero difícilmente puede sostenerse en serio como un discurso sociocultural.
Carlos F. Heredero