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Al inicio de Rodeo, la notable ópera prima de Lola Quivoron, podría surgir la tentación de asociarla con un cierto cine “realista” de habla francesa, quizá incluso con alguna de las vetas que recorren la filmografía de los hermanos Dardenne, por ejemplo, y sobre todo con Rosetta. Estamos ante una adolescente que camina sola por el mundo, seguida por una cámara nerviosa pero igualmente atenta al detalle, y que además quiere aprender a habitarlo, en su caso a través de su inserción en el universo de la velocidad y de las motos. Su integración en ese ámbito no será fácil, quizá porque su condición mafiosa y machista no se lo pone fácil. Poco a poco, no obstante, irá haciéndose un lugar, ganándose una fama, pero también enfrentándose a múltiples peligros y enemigos. El realismo se ha convertido en algo más: una fábula de aprendizaje que bebe de diversos modelos sin proponérselo, con aguerrida espontaneidad, desde los jóvenes frágiles e impulsivos de Nicholas Ray a los marginados idealizados de Léos Carax, salvando todas las distancias posibles. Rodeo –y la alusión del título no es gratuita— se inscribe en la tradición francesa pasando por la norteamericana, algo que no es en absoluto nuevo en el cine del país de al lado.

Y la cosa no termina ahí. La segunda parte, que gira alrededor de la promesa de un golpe maestro que puede suponer un cambio definitivo en la vida de la protagonista, mezcla la emoción contenida y el aliento trágico con una convicción poco frecuente en el cine de ahora. La película de Quivoron es así plenamente contemporánea –atenta a la cinética del movimiento y a la plástica del metal y de la máquina, en una poética del cuerpo transformado que acaba superando a Titane, por ejemplo, en otro terreno más arriesgado y sin necesidad de tantas alharacas— y quizá involuntariamente clásica, desde el momento en que los personajes no sirven a una causa sino que constituyen la causa de todo efecto. Es una lástima, por tanto, que en esta última mitad la deriva fatalista, por otro lado expuesta sin miedo alguno, se vea a veces empañada por un cierto sentimentalismo derivado no tanto de las situaciones como de algunas prótesis argumentales que no necesitaban tantos subrayados, como la relación de la protagonista con la mujer y el hijo de su jefe, que lo dirige todo desde la cárcel. Aun así, estamos ante un debut tan poderoso y temerario como las máquinas sobre ruedas que lo recorren.