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En una mítica escena de Pat Garrett y Billy The Kid (Sam Peckinpah, 1973), el ayudante del Sheriff (Slim Pickens) muere tiroteado junto a un lago. En la banda sonora suena la pieza de Bob Dylan Knockin’ on Heaven’s Door. El hombre que, actuando de acuerdo a los dictámenes de la ley, puede llamar a las puertas del cielo. ¿Qué pasa cuando el cielo no existe y solo queda el infierno? ¿Es posible hacer el bien en el infierno? ¿Qué implica hacer el bien cuando solo persiste el mal? ¿Qué se puede llegar a salvar? Black Flies de Jean-Stéphane Sauvaire parece hacerse todas estas preguntas hasta llegar a la clave del auténtico dilema moral.

Dos paramédicos que trabajan en un servicio de urgencias en Nueva York se encuentran con todo tipo de desastres y trabajan para ayudar a auténticos seres sin atributos, a verdaderas piltrafas humanas. Un día se encuentran ante una madre seropositiva, que no toma los medicamentos prescritos, que persiste en su adicción a la heroína y que acaba de dar a luz a un hijo. Los paramédicos han de actuar de oficio para salvar vidas, pero al hacerlo dudan sobre qué implica salvar una vida cuando esta está condenada a las llamas eternas del infierno. El dilema moral parece marcar el epicentro de una película que en algunos instantes parece recuperar algo de la película de Martin Scorsese Al límite (Bringing Out The Dead, 1999) y en otros instantes parece transformarse en una especie de relato de aprendizaje sobre los múltiples caminos de un oficio que en el fondo consiste en ayudar a los demás, aunque para ayudarlos sea preciso sumergirse en la mierda urbana. Sauvaire filma con un tono efectista, buscando los momentos de impacto visual, sin mostrar ningún paciente que no sea extremo y afianzando la amistad entre los dos protagonistas (el veterano Sean Penn y el joven Tye Sheridan). Black Flies tiene momentos de intensidad y otros excesivamente gratuitos. El problema es que todo acaba desembocando en un final sin ambigüedades. Sauvaire cree que es posible hacer el bien en el infierno y parece invocar los aplausos a los sanitarios que desde algunas balcones se escucharon cuando la peste vació las ciudades. Àngel Quintana