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Un petit frère (Leonor Serraille). SEFF 2022 – Sección Oficial
Una saga familiar que a la vez niega los mecanismos de ese subgénero narrativo, Un petit frère es el segundo largometraje de Léonor Serraille, diríase que epítome de la nueva corrección –no solo política— que se está adueñando del cine europeo. No se puede decir que sea una mala película, pero tampoco lo contrario. Jamás incide en infamias formales de gran calado, y sin embargo nunca va más allá de evitarlas. Tiene un punto de partida intachable, como es contar la historia de una madre emigrante y sus dos hijos en la Francia de los últimos cuarenta años, e incluso es capaz de adoptar una perspectiva más o menos rigurosa, pero también esa decisión acaba mecanizándose, deviniendo pura fórmula… Un petit frère es cine histórico que se centra no solo en los personajes, sino sobre todo en los primeros planos, para elaborar una crónica que podría parecer de más amplio alcance –desde el momento en que estamos hablando del destino de las colonias, en este caso Costa de Marfil, integradas en la Francia moderna— y no obstante acaba desplegando un radio de acción muy limitado, presentándolo todo desde unas figuras de estilo que empiezan pareciendo innovadoras y luego no hacen más que repetirse.
Este sí-pero-no se centra en lo que se podría denominar la difuminación del trasfondo, tanto histórico como ambiental. Es decir, lo único que vemos son los personajes o sus interacciones, y nos enteramos de que la madre y luego los hijos se enamoran o cambian de vida a través de elipsis tan fulgurantes como previsibles. A su vez, ello puede resultar atractivo en determinados momentos, pero es un tanto tramposo en otros; juega a la sugerencia cuando en realidad lo que quiere es ahorrarse decisiones dramáticas que son ineludibles, o a las que debería haberse enfrentado sin dudarlo un instante. ¿Cine valiente o cine cobarde? A mí me da lo mismo, pues dudo que se trate de eso, pero si hay algo que creo fervientemente es que una película nunca puede pretender más de lo que da, ni aparentar más de lo que es. Y en eso Un petit frère no tiene mucho que ofrecer: su desbordamiento narrativo viene frenado no por un verdadero trabajo de puesta en escena, sino por una serie de trucos que finalmente –ay– son los que acaban dando la cara, con la consiguiente decepción por parte de esa audiencia que siempre pide algo más que buenas intenciones.
Leonora Addio (Paolo Taviani). SEFF 2022 – Sección Oficial
La primera película de Paolo Taviani sin su hermano Vittorio –lo que podría ser el inicio de una nueva filmografía si el tiempo no jugara tan en contra— plantea una serie de problemas críticos de difícil solución. Para empezar, los Taviani ya habían coincidido con Pirandello en Kaos (1984), por lo menos, un film de episodios con no pocos elementos en común con Leonora addio. Y en segundo lugar, esa misma condición fragmentaria forma parte de la modernidad de su cine, que ahora se renueva y se despliega en esta nueva propuesta, sin duda crepuscular e incluso puede que póstuma, por lo menos en lo que a la ausencia de Vittorio se refiere. ¿Hubiera sido lo mismo de sobrevivir también este último? ¿Y qué novedades ofrece en un sentido estricto, más allá del trabajo de archivo que rescata, a modo de contrapunto, algunos fragmentos del más ilustre cine neorrealista? Yo diría que ninguna, que todo sigue igual: Leonora addio recrea los últimos momentos de la vida de Pirandello pero también de su primera posteridad, si entendemos por ello las peripecias que afectaron a sus cenizas, conducidas de aquí para allá por diversas circunstancias, un trayecto que la película recrea en su primera parte en blanco y negro. Y no contenta con ello, la película introduce en su segunda parte la singular adaptación de uno de los últimos cuentos del autor italiano, “El clavo”, que sirve para desviar y a la vez redondear la propuesta, en un juego ficcional que acaba abriendo más puertas en lugar de cerrarlas todas.
La clave del film reside en las palabras que pronuncia el muchachito protagonista de la adaptación de “El clavo”, asesino de una niña a la que ni siquiera conoce: tanto ella misma como el clavo con que la mata estaban ahí por algo, cómplices de un destino implacable incapaz de esconder sus cartas. De la misma manera, Leonora addio también existe porque no puede ser de otra manera, porque el último de los Taviani se lo debía a Pirandello y viceversa. El núcleo del film es la muerte, su inevitabilidad y su belleza insomne, un misterio siempre sin aclarar. Y de ahí que la primera parte gire alrededor de unas cenizas que son las del literato pero también las del cine, por lo menos el cine de los Taviani y lo que representa, una modernidad sin relevo posible. Cuando, tras la comparecencia de “El clavo”, se produce la posibilidad de una nueva narrativa, todo regresa al color y al relato, a la ficción en estado puro que siempre estuvo en la base del cine de los dos hermanos pese a su sensibilidad post-neorrealista… En este sentido, es cierto que la puesta en escena resulta tan académica en blanco y negro como en color, en la recreación como en la adaptación. Pero también es verdad que ese estilo pasado de moda, plano y aburrido, es la razón de ser del film, algo así como un gesto de resistencia, como si se tratara de un universo que debe pero no quiere morir. Leonora addio no es una buena película, pero puede que sea esa misma insuficiencia la que convierte en valioso ese universo cerrado sobre sí mismo, ese mundo cultural que se apaga y cuyos últimos fulgores brillan aquí quizá por última vez.
Fogo-Fátuo (Joào Pedro Rodrigues). SEFF 2022 – Sección Oficial
Imaginemos que Fuego fatuo pudiera contarse como si se tratara de un argumento convencional. Hablaríamos, entonces, de un príncipe que decide desobedecer a su familia y empezar a vivir por sí mismo, entre otras cosas entregándose a un gran amor por completo ajeno a su mundo, todo ello contado desde su lecho de muerte en un esplendoroso flashback. Pasemos ahora la trama resultante por el filtro de cierto cine queer de los años 70 y 80, digamos que de Fassbinder a Werner Schroeter e incluso Almodóvar, y por la consiguiente estética camp, sin olvidar la tendencia al musical que solía subyacer en aquellas relecturas de los géneros clásicos. Y, en fin, observemos qué resulta de todo eso si añadimos una insólita libertad en el tono, una saludable desvergüenza en la iconografía y un humor que va de la ingenuidad a la malicia sin que le tiemble el pulso, y que atraviesa la película entera dejando al final, paradójicamente, un regusto amargo, melancólico, que atañe no solo al destino de los personajes, sino también al universo formal creado a su alrededor. Pues bien, de suceder todo esto seguro que acabaríamos en el territorio que Joao Pedro Rodrigues lleva frecuentando desde el inicio de su filmografía, pero también en una reinvención del melodrama y/o el musical que en su momento no hubiera desdeñado ni el mismísimo Douglas Sirk.
Pues Fuego fatuo presenta esquemáticamente todo lo dicho, pero igualmente una nómina de personajes y situaciones que incluye familias reales desopilantes, muchachitos ingenuos en busca de su identidad sexual, bomberos que les ayudan a encontrarlas, niños que cantan a las maravillas de la naturaleza y chistes casi dadaístas alrededor de todo eso y más, entre otras muchas cosas. La estrategia de Rodrigues consiste en introducir el escándalo en cualquier convención, ya sea temática o estética, y reconducirlo hacia el terreno de lo inaudito, en el sentido de lo inesperado o incluso lo subversivo, que a veces vienen a ser lo mismo, para extraer de todo ello imágenes insólitas, desconcertantes, que impugnan la tradición sin romperla, simplemente moviendo el suelo bajo sus pies. Es así como puede permitirse detener la acción para crear insólitos tableaux vivants a partir de Caravaggio o Bacon, algo que seguramente inquietaría hasta al Godard de Passion. O inventar una escena de sexo en la que un par de penes de plástico hacen las delicias del príncipe enamorado y su bombero. O simplemente bautizar el conjunto como “fantasía musical” y acertar de lleno, pues nada más cerca de la opereta clásica, pero también del delirio underground, que esta película de apenas una hora en la que los diálogos se encauzan a través de un endiablado ritmo poético y el relato descarta desde el principio cualquier naturalismo para contarse a sí mismo desde una desarmante inocencia. Fuego fatuo contempla la realidad como delirio digno de ser vivido y, por lo tanto, como privilegio que nadie tiene derecho a arrebatarnos.
Vera (Tizza Covi, Rainer Frimmel). SEFF 2022 – Sección Oficial
La última película de Tizza Covi y Rainer Frimmel –¿recuerdan La pivellina?– empieza y termina con un personaje femenino andando por la calle y filmado de espaldas, marca indeleble de cierto cine contemporáneo, desde la llamada “no ficción” hasta el peculiar minimalismo que inventó Gus Van Sant con Gerry o Elephant. Pero no se asusten, pues Vera es otra cosa muy distinta: un juego entre realidad y ficción que se salta todas las fronteras para construir un artefacto de inagotable complejidad, a la vez narrativo y autoconsciente. Y también una reflexión sobre el tiempo y el fracaso, sobre la vida y sus reflejos, entre ellos –por supuesto— el cine, que acaba alcanzando una emoción genuina, sin trampa ni cartón. Todo empieza como un documental sobre la actriz Vera Gemma –la hija del mítico Giulianno Gemma, uno de los reyes del spaghetti western entre los años 60 y 70–, que está dejando atrás definitivamente la juventud aún a la sombra de la figura paterna. Será a partir de un accidente estúpido, sin embargo, cuando le surja la oportunidad tanto de adentrarse en su última gran aventura vital como de interpretar el papel definitivo de su poco distinguida carrera, el de benefactora de una familia humilde, de un padre y su hijo que malviven en la periferia de Roma.
Covi y Frimmel siguen a Vera sin hacer ruido, sin intervenir demasiado en su peripecia, observándola con afecto y pudor extremos, pero también intentando entender la trama extravagante que surge de sus andanzas, esforzándose por desentrañar esa historia absurda que desde el principio adivinamos sin futuro ni sentido. En una escena memorable, Vera acude a un cementerio acompañada por su amiga Asia Argento y, ante la tumba del hijo de Goethe, ambas pronuncian un elogio de la vida que es también un responso por las oportunidades perdidas, una de las vanitas más sentidas jamás vista en una película. Y desde esas honduras filosóficas –pero de una filosofía cercana y humilde— el film pasa a proponer una serie de resonancias, como en cadena o en cascada, encabalgadas a modo de muñecas rusas, una relectura tanto de cierta historia del cine italiano, de De Sica a Fellini, como del género del retrato femenino, de Griffith a Cassavettes. Ya no solo se trata, entonces, de la imposibilidad del neorrealismo, o incluso de ese neo-neorrealismo que se propugna desde algunas tribunas críticas, sino sobre todo de la nostalgia como perversión y de la ficción como instancia que dignifica el arte y el cine pero que también puede demoler la vida. Sin moralismos ni énfasis alguno, Vera entona así un responso por el género de la “no ficción” que es también la culminación del arte discreto y sutil de Tizza Covi y Rainer Frimmel.
My Love Affair with Marriage (Signe Baumane). SEFF 2022 – Sección Oficial
Segundo largometraje de Signe Baumane tras más de 30 años de carrera en el cine, My Love Affair with Marriage se presenta como una comedia de animación en torno a una alter ego de la cineasta que atraviesa distintas etapas sentimentales y sexuales en busca de una identidad que siempre parece tardar en tomar forma. El título resulta definitorio, pero no del todo, pues el film no se limita a explorar los mitos del matrimonio y el amor romántico, sino que se lanza a un modus operandi de más amplio alcance, que intenta igualmente cuestionar estereotipos, indagar en las trampas de la familia y el concepto tradicional de pareja y ponerlo todo bajo la lupa de una mirada inquisitiva y mordaz, que experimenta laboriosamente sobre el terreno para luego preguntarse si es posible decidir libremente en todos esos ámbitos. Por un lado, pues, la estructura podría venir heredada de ciertas comedias hollywoodienses de los años 60 y 70 en torno al aprendizaje del amor y del sexo, incluidas sus trampas y espejismos, desde las de Frank Tashlin hasta las de Richard Quine, por citar dos ejemplos muy distintos. Por otro, todo eso se somete a una implacable deconstrucción que respeta la estructura episódica tan típica de ese cine y a la vez la concibe de manera muy diferente, como camino hacia la liberación.
Por supuesto, reconvertir esa tradición, sustituir los seres de carne y hueso por técnicas de animación a medio camino entre el underground y la artesanía más elaborada, ya ejerce un primer efecto que se diría doble: paradójicamente, humaniza a los personajes, pero también plantea una distancia, impide cualquier atisbo de hegemonía por parte de la mirada masculina, como diría Laura Mulvey. Y esa creación de un espacio de reflexión entre observador y representación se ve incluso aumentado por otros procedimientos igualmente efectivos, ya sea el recurso al musical, contemplado como la voz del sistema y no como la exteriorización del sentimiento, o la parodia del documental científico visto también como instancia opresora que negaría cualquier tipo de disidencia al respecto. Baumane, de este modo, parece tener las cosas muy claras, quizá demasiado, pues, tras la explosión de vida inicial, My Love Affair with Marriage se convierte poco a poco en un film un tanto unidimensional, que crea personajes pero no les da opción para que evolucionen espontáneamente ante los ojos de la audiencia, que parecen solo destinados a ilustrar mecánicamente un discurso preconcebido. Dicho de otro modo, ¿cómo puede suceder que una película que empieza siendo tan divertida y desprejuiciada se muestre a la vez tan discursiva y paternalista con sus personajes e incluso con su audiencia?
A Couple (Frederick Wiseman). SEFF 2022 – Sección Oficial
Si hay algo que no se le puede negar al cine de Frederick Wiseman es coherencia y minuciosidad en el método. Sus documentales, casi siempre muy largos e igualmente profusos, investigan cada detalle, ilustran cada rincón de su objeto de estudio –sea una biblioteca o un museo–, rastrean la totalidad del territorio que se le ofrece a la vista con vocación entomológica. Y se despliegan con parsimonia, sin prisa, buscando más una puesta en duda permanente que extraer conclusiones más o menos concretas. Por eso resulta desconcertante que cuando se aparta un poco de este camino, como en A Couple, cambie no solo de procedimiento, sino también de objetivo: aquí se trata de situar la cámara delante de una actriz y dejar que recite, convenientemente modificadas, las cartas que Sophia Tolstoi le escribió a su marido, el insigne autor de Ana Karenina, mezcladas con fragmentos del diario de este, para que quede en evidencia el carácter endiablado e insoportable de él y el sometimiento de ella durante muchos años de matrimonio espolvoreados por el nacimiento de trece hijos.
En principio, parecería que Wiseman quiere emular el método de Straub & Huillet: rodaje en plena naturaleza, atención por la voz, rotunda negativa a la recreación dramática. Pero nada más lejos de la realidad: A Couple se pregunta cómo filmar la palabra, sin duda, pero lo hace desde una interpretación (la de Nathalie Boutefeu, también coguionista) que no desdeña el matiz, la pausa, el énfasis. Y en lugar de intentar la restitución de una materialidad, se decanta por transmitir un mensaje, ilustrar un discurso. En otras palabras, le importa más la opresión de Sophia, presentada aquí como escritora frustrada por culpa de su marido –entre otras cosas–, que el contenido literario de las cartas, escupidas con evidente rabia en medio de un paisaje idílico. Eso puede que resulte en una cierta arbitrariedad en la puesta en escena, incluso en ausencia de complejidad a la hora de abordar sus materiales de partida, como si allí solo contara el reproche. Pero es que Wiseman, en el fondo, no ha renunciado del todo a su método: lo mejor de A Couple es su condición oblicuamente documental y cómo la utiliza, es decir, el modo en que la cámara y el montaje se acercan a un cuerpo y un paisaje atomizándolos y acosándolos, extrayendo de ellos no una totalidad sino un puzle inevitablemente incompleto que la mirada de la audiencia debe terminar de construir. Una película tan insuficiente como –a su manera— fascinante y enigmática.
Holy Spider (Ali Abbasi). SEFF 2022 – Sección Oficial
Estamos en Mashhad, lugar santo de Irán, donde un asesino en serie se está cebando en las prostitutas del centro urbano con el fin –tal como le cuenta a un periodista local— de librar a la ciudad de esas almas corruptas. En medio de este clima llega una periodista empeñada en resolver el caso. Y, para terminar, todo se precipitará cuando los crímenes vayan en aumento y la policía no parezca demasiado interesada en la cuestión… La trama, pues, sigue el esquema del thriller más adocenado, aunque sea en un contexto poco frecuentado por el género y en la recreación de un caso real, sensación que no desaparece al examinar la puesta en escena, funcional y más bien dada a la velocidad y los planos cortos. Todo se limita a ilustrar la que parece ser la tesis principal del film: el asunto no puede reducirse a la existencia de un psicópata veterano de guerra, fanático del islam y entregado a su guerra santa particular, sino que se extiende a un sistema fundado en el machismo como forma de vida, donde todos y todas son culpables aunque sea por omisión. Y esa dialéctica entre la simpleza del continente y la literalidad del contenido da como resultado una película no solo plana y evidente, sino, sobre todo, muy poco honesta con sus personajes y con su audiencia, llena de trampas y efectismos.
Ali Abbasi –ya lo sabemos por Border, su película anterior— no es un director precisamente sutil, ni tampoco sabe aprovechar el trazo grueso para crear estéticas alternativas. En Holy Spider, desde el principio sabemos que todo se va a desarrollar a partir de un montaje paralelo cuyas partes confluirán en un momento determinado para estallar e iluminarse mutuamente. Pero es que además ese automatismo expresivo le lleva a tratamientos aún más dudosos. Su intención es utilizar el género para explorar el trasfondo del radicalismo islámico desde dentro, describir un cuerpo social podrido hasta la raíz cuyas víctimas propiciatorias son las mujeres. De manera contradictoria con este respetable parti pris, sin embargo, convierte frecuentemente su material en puro espectáculo, filma los asesinatos con evidente delectación aunque sea para condenarlos, y consigue que el conjunto, finalmente, bordee el sensacionalismo narrativo y discursivo, algo que se acentúa incluso cuando terminan los crímenes para que empiece una parte del film todavía más sospechosamente didáctica. Holy Spider es de esas películas que logran efectos diametralmente opuestos a los que se proponen, y no precisamente para bien.
Le Pharaon, le Sauvage & la Princesse (Michel Ocelot). SEFF 2022 – Sección Oficial
¿Puede que la animación sea una de las últimas etapas de la deriva abstracta y desencarnada que está tomando cierto cine, cada vez más conceptual y menos corporal? Es solo una hipótesis, y quizá errada, pero esta última película de Michel Ocelot abriría una pequeña senda en ese camino general al intentar una depuración extrema que, por si fuera poco, se pliega sobre sí misma en un gesto máximo de autoconciencia. Se trata de contar tres historias correspondientes a otros tantos estadios o etapas del arte del relato, del antiguo Egipto al siglo XVIII pasando por la Edad Media. Y de hacerlo, además, en un marco narrativo en el que se presenta a una narradora frente a una audiencia que la mira y nos da la espalda, como si en realidad fuera a nosotros a quien se dirige. Le Pharaon, le sauvage et la princesse narra así esos tres cuentos en el estilo habitual de Ocelot, deliberadamente esquemático y altamente estilizado, pero lo hace también con un tono narrativo igualmente reducido a sus líneas más generales, como si el cineasta quisiera presentarse a la vez como narrador y como historiador de los modos del relato.
Desde una historia de amor contada casi a la manera de los jeroglíficos egipcios a un cuento moral que bebe de la cultura de la Ilustración, pasando por la narración más tradicional y también más turbia de todas, que intenta dar vida al presunto “oscurantismo” medieval, el film de Ocelot transita un universo de líneas sinuosas y volúmenes monocromáticos que a veces inundan la pantalla como si se tratara de una sucesión de cuadros geométricos. El más logrado, como sugeríamos, es el segundo, que se desarrolla a base de masas negras que van tomando sucesivas formas, una manera de reducir al máximo la figuración expresiva. En cambio, los otros dos, uno por síntesis excesiva y el otro por desbordamiento analítico, delatan una cierta tendencia a la autoimitación por parte de Ocelot, dejan una sensación de déja vu que ni siquiera las novedades que pretenden introducir son capaces de superar. Queda, eso sí, la reivindicación de la ficción como goce y forma de conocimiento, del placer de narrar impuesto aquí de un modo explícito, por mucho que la estética no contribuya demasiado a reforzar la idea.
When the Waves Are Gone (Lav Díaz). SEFF 2022 – Sección Oficial
Quizá la más narrativa de las películas de Lav Díaz, sin duda la que se adscribe con mayor fuerza a una cierta tradición del relato y del género, When the Waves Are Gone contiene un plano que podría resumirla a modo de metáfora: uno de los protagonistas, tendido en una cama y rodeado de prostitutas, explica la mismísima trama del film a sus compañeras de lecho en pocos minutos, algo que al director le ha costado más de dos horas, todo ello en el interior de un relato que acabará durando más de tres. Pues, en efecto, la película combina una historia de gran intensidad dramática, e incluso trágica, con la habitual puesta en escena de su responsable, consistente en planos largos, larguísimos, a su vez a medio camino entre una extrema sofisticación, claramente visible en la construcción del encuadre, y una tosquedad incierta, basada en su extraña temporalidad e incluso en la ocasional irracionalidad que preside la relación entre contenido y continente. ¿O acaso es muy habitual que una historia de venganza entre dos policías filipinos absurdamente enfrentados, situada bajo la héjira del presidente Duterte, contenga escenas que consisten en largos bailes de sus protagonistas ante la cámara o que algunas situaciones se resuelvan con torpeza indiferente, con tal de transmitir sin descanso una sensación de delirio y alucinación?
Sabemos el final casi desde el principio, lo cual sugiere una estructura más bien convencional, pero esa aparente previsibilidad se demora en continuos desvíos no tanto narrativos como descriptivos y contemplativos –algo habitual en el estilo de Díaz, por otra parte– que aquí adquiere una apariencia todavía más rarificada que de costumbre. La tensión entre la linealidad de lo que se cuenta y la oscilación permanente del cómo se cuenta, siempre dubitativo entre proporcionar información y dilatar su comparecencia, provoca de este modo que la película aparezca permanentemente sumida en un estado de histeria que, a su vez, se intenta frenar mediante la ralentización de las formas. Y el resultado es algo así como un film concebido a partir de atmósferas y ambientes continuamente traspasado por perfusiones indiscriminadas y gestos súbitos de ruptura y cambio de tono. Como colección de texturas es insuperable. Como metáfora del país, sin embargo, resulta un poco obvia, no tanto por su explicitud como por su arbitrariedad e intermitencia.
Fairy Tale (Alexandr Sokurov). SEFF 2022 – Sección Oficial
No es Fairytale un mero capricho visual, ni un intermedio más o menos lúdico en la filmografía de Aleksandr Sokurov. Ya Francofonia –su largo anterior, estrenado hace nada menos que siete años— recorría los caminos de la disolución iconográfica y redirigía la condición esquiva de las formas como superación de un cierto estadio de la representación, el mismo que Sokurov había puesto en duda desde siempre pero cuyo umbral no se atrevía a traspasar. En Fairytale, es como si se hubiera dado el paso, o por lo menos como si estuviera más cerca. Sueño o pesadilla, reciclaje de imágenes y sonidos que parecen surgidos de un estado de duermevela del que resulta imposible salir, la película recrea un encuentro imposible entre Churchill y Hitler, Stalin y Mussolini, incluso Jesucristo y Napoleón, en un purgatorio que semeja un infierno, embarcados en lo que parece su condena, paradójicamente cercana a lo que podría ser su ideal: dirigirse cada día a una multitud que los aclama, para regresar luego a un estado de letargo y deambulación sin fin. Dejo para los especialistas las cuestiones técnicas que están detrás de esta operación de manipulación de las imágenes, desde el juego con los archivos y materiales preexistentes hasta la inclusión de actores y decorados digitalizados, y me centro en lo que se oculta, según creo, tras esa operación de desmontaje.
Pues, más allá de eso, Fairytale no piensa, no habla de nada, simplemente especula. El relato convencional ya no sirve ante el deseo de dar vida a la reimaginación de la Historia, pues no se trata de reescribirla sino de verla como un espacio delimitado pero cambiante, que surge de aquello que sabemos pero también de lo que intuimos. Eso que comúnmente se considera el inicio de la era contemporánea, la Segunda Guerra Mundial y sus alrededores, no fue la consecuencia de una cadena de causas y efectos, sino el resultado, complejo e indefinido, de una serie de entrecruzamientos, de figuras sobredimensionadas por el mito, que aquí hablan entre sí como si fueran antiguos compañeros de trabajo que recuerdan los viejos tiempos. Todo fue una farsa, sí, pero también una tragedia de la que ni ellos ni nosotros somos todavía plenamente conscientes y que puede volver a ocurrir, como parece afirmarse y hasta anhelarse en el film. Y esa idea de la repetición, que está en la base de todo, afecta igualmente a un escenario dantesco –Mussolini cita una y otra vez el inicio de la Divina Comedia— cuya transformación incesante impide su identificación más o menos certera. Pues Fairytale no es tanto una fantasmagoría como una realidad inevitablemente deformada por el uso y el desgaste, una ficción imposible que nunca llega a arrancar del todo, o que se reinicia sin cesar, porque ni siquiera encuentra ya su lugar en el tiempo. De El Greco de Madre e hijo, Sokurov ha pasado directamente al desierto de lo real, como hubieran dicho los Wachovski y Zizek. Y del fin de la pintura a la deslocalización de una imagen que ha perdido ya todo referente realista. Fairytale es un apunte indispensable para entender en qué se está convirtiendo ahora buena parte del cine que estamos viendo, más allá de pandemias y plataformas.
Forever Young (Valeria Bruni Tedeschi). SEFF 2022 – Sección Oficial
El cine de Valeria Bruni-Tedeschi es siempre capaz de lo mejor y lo peor, de presentar ideas deslumbrantes que se desmoronan al poco tiempo de cobrar vida en pantalla o de empezar en lo más bajo e ir subiendo lentamente hacia cimas impensables al inicio, por mucho que nunca haya conseguido logros de verdadera enjundia. Pues bien, en este sentido, quizá Les Amandiers sea su mejor película hasta la fecha, por lo menos para quien escribe estas líneas, precisamente por llevar la segunda de esas opciones hacia límites que ni Es más fácil para un camello… ni Actrices, que hasta el momento me parecían sus films más sugerentes, se habían atrevido a explorar. Por un lado, Les Amandiers vuelve sobre el tema del teatro y de la interpretación, dejando a un lado la vertiente de psicodrama familiar que igualmente recorre su cine. Por otro, lo aborda desde un punto de partida fascinante: no tanto la confusión entre la vida y la ficción, entre la realidad y la representación, como la idea de que el teatro forma parte de la vida de tal manera que a veces acaba convirtiéndose en su esencia, de que los actores solo pueden ser actores y no otra cosa incluso en su cotidianeidad, no de que viven para actuar sino de que viven actuando y modificando así la realidad, algo que se puede extender también a su audiencia y que Bruni-Tedeschi utiliza para construir su film.
La excusa es la escuela de interpretación del Théatre des Amandiers en la época en que lo dirigió Patrice Chéreau, al que aquí da vida Louis Garrel. Y la trama se articula alrededor de unos cuantos actores y actrices jóvenes que son admitidos allí, de las relaciones que se entablan entre ellos y del montaje que preparan, una adaptación del Platonov de Chejov. Nada nuevo, pues, que este subgénero del teatro dentro del cine no haya explotado antes. Poco a poco, no obstante, este esquema se va haciendo cada vez más delirante y consigue que, cuando Bruni filma la realidad, esta se transfigure en un delirio más digno de un melodrama desatado o de un musical que de una película nostálgica, que es lo que en principio parece. Escenas como la de la sobredosis en el restaurante o la espera de los resultados de unas pruebas clínicas en una cabina telefónica (¡) se convierten así en momentos bigger than life que trascienden cualquier otra consideración, que llevan la película a extremos tan aberrantes como fascinantes, por lo menos para quien quiera verlos. Les Amandiers seguramente quería ser una crónica de finales de los años 80 desde una perspectiva autobiográfica (Bruni aprendió con Chéreau), del advenimiento del SIDA y la década siguiente como cierre de etapa histórica, pero finalmente es más bien un pequeño tratado sobre la representación cinematográfica, sus relaciones con el teatro y eso que llamamos “realismo”. No sé si a Jean Renoir le hubiera gustado, pero, por lo que respecta a este crítico, puedo decirles que ha empezado odiándola y ha terminado con una indefinible sensación de desconcierto, algo que cada vez aprecia más en el cine de ahora.
Close (Lukas Dhont). SEFF 2022 – Sección Oficial
El cine está atravesando un cierto regreso al orden, si se puede llamar así. Y no me refiero ahora al retorno de la ficción y sus tribulaciones, con ejemplos múltiples que otro día les expondré con más calma, sino más bien a la recuperación de un cierto sentido de lo emocional y lo directo que resulta cuanto menos turbador tras años de no ficciones y distanciamientos diversos. Frente al cine de la ausencia, el cine del desborde. Y en esto los temas relacionados con la problematización de las convenciones sexuales se está convirtiendo en un terreno fértil para experimentos y tentativas. Lukas Dhont ya ensayó tales derivas en Girl, su primer largo, y ahora, con Close, vuelve a ello abandonando incluso el minimalismo de su debut para lanzarse a un relato mucho más abierto, o abiertamente melodramático, que se centra en la peripecia de dos muchachos adolescentes cuya relación genera desconcierto en su entorno y termina con la soledad dolorosa de uno de ellos.
Close habla así de amistad y quizá de homosexualidad, de iniciación a la vida y aprendizajes varios, y pretende hacerlo a través de dos estrategias que son ya tópicas en este tipo de cine: llegar al fulgor a partir de la inocencia de la imagen y hacerlo con el pudor correspondiente, es decir, sin exhibicionismos de ningún tipo. Fulgor y pudor, pues, y las difíciles relaciones entre ambos. Los problemas empiezan, sin embargo, cuando Dhont se confirma como un cineasta mucho más convencional de lo que parece, algo que ya asomaba la cabeza en Girl, e intenta realizar esa mezcla en cada momento del film, casi en cada uno de sus planos, otorgando a la puesta en escena una intensidad digna de mejor causa y, a la postre, más construida y artificiosa de lo que pretende. Por decirlo de otro modo, si me permite el juego de palabras un tanto fácil, va en busca del fulgor sin pudor alguno y por ello cae en un impudor fulgurante. Pues no basta con filmar a dos adolescentes corriendo y corriendo, en medio de un dudoso esplendor floral, para sugerir felicidad y plenitud. Ni mucho menos, en la segunda parte, someter al superviviente de la pareja a un constante asedio de situaciones emocionales límite para luego filmarlo invariablemente al borde del llanto. Dhont es demasiado consciente de que quiere hacer cine pudoroso como para lograrlo, con lo cual su puesta en escena deviene paradójicamente ampulosa y excesivamente codificada, de la misma manera en que persigue con excesivo celo el fulgor de las imágenes como para que el resultado sea creíble. Vemos más el proceso de un cineasta siempre esforzándose que el producto de ese empeño. Y el relato, en fin, exhibe tanto más sus costuras cuanto que las intenta ocultar con excesivo denuedo: lo que se desbordan no son, así, las emociones, sino sus modos de fabricación, tan laboriosos como agotadores.
Sonne (Kurdwin Ayub). SEFF 2022 – Sección Oficial
He aquí una producción de Ulrich Seidl que apenas tiene que ver con su cine, por lo menos en lo que se refiere a su ambigüedad moral. Pues en Sonne, la película realizada por Kurdwin Ayub tras la celebrada Paradise! Paradise!, las cosas están muy claras desde el principio: se trata de describir la existencia cotidiana de tres muchachas iraquíes de origen kurdo que viven en Viena a partir del éxito de un vídeo que suben a las redes sociales y en el que interpretan su particular versión de Losing my Religion, el clásico de R.E.M. Desfilan de este modo sus amigas y, sobre todo, la familia de una de ellas, sobre la que el film se centra para comentar sus contradicciones. De este modo, desde el choque entre las tradiciones de su cultura y el contexto occidental en el que inevitablemente se mueven hasta su problemática inserción en los nuevos lenguajes corporales y sociales, por lo menos desde la aparición de internet, Sonne pretende armar una ficción con aires de no ficción (o viceversa) que a la vez huela a real y cuente una historia, lo cual origina a su vez otra contradicción, esta vez en el interior del propio film: ¿cómo librarse del relato dominante si el relato fílmico no es capaz de inventar nuevas formas para hacerlo?
De eso se trata, en efecto: el film de Ayub convierte lo que una vez fue innovador –digamos que a principios de este siglo– en pura fórmula, en una sucesión de tropos y figuras retóricas que parecen concitar todos los clichés posibles al respecto. Aparecen, sí, las otras pantallas, desde el móvil al ordenador, pero no para inventar relatos alternativos, sino para someterse al relato dominante, que sigue siendo el de la pantalla de cine, pues siempre se muestran en una posición subsidiaria. Igualmente, es inevitable que cualquier audiencia occidental observe a las muchachas protagonistas como conejillos de indias que el film ha escogido para convencerla de aquello que ya está convencida: las dificultades de las mujeres para alcanzar visibilidad en un universo de imágenes siempre recurrentes, la desintegración de la familia tradicional en contacto con esas representaciones que se metamorfosean a sí mismas día tras día, todo ello incluido en una trama que al final se revela banalmente melodramática… Las formas fluidas y cambiantes que intentan introducirse terminan siendo rígidas, rocosas, repetitivas, machaconas. Pues no hay duda: el gran problema de Sonne es que no sabe crear continentes flexibles para sus contenidos y se convierte, así, en una película aún más conservadora que aquellos modelos sociales que intenta cuestionar.