No es hasta la mitad de Grand Marin que la presencia continua de las gaviotas, con sus ralentíes al vuelo y la difuminación de su contorno, adquiere un sentido. Lili (la protagonista de esta historia, interpretada por la propia realizadora Dinara Drukarova) quiere ser libre. Quiere huir a un lugar alejado e inhóspito, a lo alto de una montaña para saltar desde allí, para volar. Pero su primer movimiento (o al menos así se puede interpretar esa llegada al pueblo pesquero en el Mar del Norte, como el primer destino en una huida hacia delante) al emprender una nueva vida, es buscar trabajo en un barco.
Siendo muy reduccionistas, podría decirse que Grand Marin es la historia (otra más) de una mujer en un mundo de hombres, pero Drukarova se aleja del cliché para adentrarse en el conflicto en el que Lili está sumida. Sin revelar nada de su pasado, evitando así la compasión o la justificación hacia esta mujer, la cineasta delimita el relato a ese punto de inflexión sin idealizar la nueva vida. La pesca (su funcionamiento, su logística) está filmada desde la mecánica, casi a modo de documental de fábrica, sin desviar la mirada del aspecto más sucio y visceral del proceso. En contraposición a esta crudeza, hay cierta belleza en los paisajes, sublimes, deshabitados, inmensos, y también imágenes que tienden a lo onírico (las gaviotas en alta mar, o Lili sobre un suelo de hielo en el que se filtra lo que podría ser sangre). Pero quizá la mayor contradicción de todas se encuentre en ese anhelo por volar y en la libertad que encuentra Lili en medio del mar. Agua y aire, pez y ave. Quizá se trate, entonces, de aprender a ser humano en un mundo libre.
Cristina Aparicio