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Esta película, por el momento la más singular de la sección oficial sevillana, empieza con dos imágenes no menos extrañas. En la primera, un grupo de músicos recorre una calle de Jerez mientras uno de los directores, Gonzalo García-Pelayo, camina hacia atrás en sentido contrario. En la segunda, una manada de caballos entra tumultuosamente en la ciudad nocturna, invadiendo las calles en tropel. Más allá del gesto surrealista, y de su repetición a lo largo del film, ambas sugieren una cierta anomalía: Siete Jereles no solo se niega a ser una película como las demás –de hecho, forma parte  sino que también propone una invasión de los sentidos, una subversión de las formas. Lo que sigue será un recorrido que igualmente supone un giro respecto a los tipos de representación habituales en el “documental artístico”. Aquí no habrá bustos parlantes, ni voces en off que expliquen nada, ni siquiera un hilo conductor que una las diversas partes… Muy al contrario, se trata de seguir a los caballos y a los autores para ver qué nos depara ese recorrido.

Los autores, que no el autor. Pues Siete Jereles está dirigida por Gonzalo García Pelayo y Pedro G. Romero y escrita por este último, lo que supone una continuación del giro que se produjo en la filmografía del primero a partir de Nueve Sevillas (2020), también codirigida por ambos.  En los años 70 y 80 del siglo pasado, García-Pelayo cimentó una fama de cineasta maldito solo reconocido por una minoría de la crítica del momento. Su regreso a partir de Alegrías de Cádiz (2013) fue distinto y se basó en su reivindicación por parte de un sector de la Academia que culminó, precisamente, en sus primeras colaboraciones con Romero, reconocido artista contemporáneo que influyó no poco en su deriva posterior. Y es desde ahí que nos habla Siete Jereles, no desde la inocencia primera de García-Pelayo. Desde ese punto deben verse sus viñetas sobre la cultura del flamenco en esa ciudad recorrida por caballos, concebidas más como performances que como otra cosa. Y desde esa perspectiva sería conveniente contemplar sus texturas a modo de atmósfera espectral, como si los caballos y la marcha atrás del cineasta significaran un trayecto por una tierra de fantasmas que ya no tiene cabida en el mundo de hoy, o solo la tiene como paseo por un museo aún en movimiento, pero definitivamente perdido en el tiempo. Así, la colaboración con Romero adquiere todo su sentido: García-Pelayo se ha convertido en un clásico a su pesar, y la suya en una obra a punto de ser engullida por la Institución Cine de este país cuando aún intenta disentir de ella. Siete Jureles es el testimonio de esa tensión, de ese intento de marcha atrás quizá paralizado, quizá irresoluble, definitivamente fantasmagórico.