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En el pasado Festival de Cannes, Julia Ducournau ganaba la Palma de Oro con Titane. En el Festival de Venecia, Audrey Diwan recibía el León de Oro por El acontecimiento. El Festival de San Sebastián otorgó la Concha de Oro a Aline Grigore por Blue Moon, y no solo: el Premio Especial del Jurado era para Lucile Hadzihalilovic por Earwig, la Concha de Plata a la Mejor Dirección fue para Tea Lindeburg por As in Heaven, el Premio a la Mejor fotografía lo ganaba Claire Mathon, por Enquête sur un scandale d’état, y el Premio a la Mejor Interpretación Protagonista (un galardón que se otorgaba sin distinción de género) lo recibían dos mujeres (Flora Ofelia Hofmann Lindahl, por As in Heaven, y Jessica Chastain, por The Eyes of Tammy Faye). Por su parte, el único largometraje español que estaba presente este año en Cannes era Libertad, la película de Clara Roquet que inauguró también la SEMINCI de Valladolid, certamen clausurado, a su vez, por otro film dirigido por una mujer (Funny Boy, de Deepa Mehta).

Son datos que están ahí y que –con independencia de la valoración crítica que podamos hacer de cada una de estas películas (sin duda unas mejores que otras, como ha pasado siempre con los filmes dirigidos por hombres cuando estos eran los únicos que ganaban premios en los festivales)– expresan una corriente cultural de doble dirección, cuanto menos. Por un lado, la progresiva sensibilidad de los jurados de los festivales y de los comités de selección de los mismos hacia la realidad profesional y creativa de las mujeres. Bienvenida sea esa sensibilización si camina en dirección de la necesaria paridad e igualdad de oportunidades en los mecanismos de selección, algo que sería deseable que no se confundiera con la estricta entidad artística y con el valor estético de las películas a seleccionar o juzgar: criterios que –como muy bien explica Harold Bloom– no entienden de género, ni de raza, ni de religión, por mucho que la buena voluntad de un enfoque multiculturalista pueda imaginar o pretender.

Viene esto a cuento por la necesidad de advertir, desde la irrenunciable exigencia propia del ejercicio crítico, contra las resistencias a valorar ahora las películas dirigidas por mujeres con los mismos criterios estrictamente cinematográficos con los que hemos valorado y jerarquizado, desde siempre, a las películas dirigidas por hombres que ganaban premios en los festivales. Los datos recopilados en el primer párrafo son incontestables porque expresan, también, la progresiva y creciente visibilización del trabajo fílmico de las mujeres, síntoma de un reequilibrio necesario hacia el que todavía será necesario avanzar mucho más. No hay ninguna duda de esto. Pero tampoco de que ganar un premio en un festival no siempre es garantía inequívoca de irrefutable  valor artístico. No lo fue nunca y tampoco lo es ahora, ya sean hombres los galardonados o ya sean mujeres las que encabecen el palmarés. Lo más perjudicial que puede encontrar ese necesario camino a recorrer, que desde Caimán CdC seguimos reivindicando con plena convicción, es un nuevo paternalismo crítico disfrazado de feminismo políticamente correcto.