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Si dejamos al margen la polémica generada en México por la denuncia de Lalo Santos, quien asegura haberse sentido incómodo y hasta manipulado durante el rodaje del film, lo que ha llegado a la pantalla es un retrato de este personaje que puede situarse a medio camino entre el docu-ficción y la ficción reconstruida, sin que los límites entre uno y otra puedan trazarse con nitidez. Sea como fuere, el retrato resultante es de una banalidad fílmica asombrosa, tanto –incluso– como para preguntarnos cómo es posible que esto haya llegado a la sección oficial de Donosti, o dicho de otra manera, parta preguntarnos si también habría sido seleccionado de no estar firmado por Manuel Abramovich. La vida y las angustias de Lalo Santos (estrella fugaz de pornos patéticos, exhibicionista en las redes sociales) chocan en la pantalla con un personaje inexpresivo (el propio Lalo interpretándose a sí mismo) y con una puesta en escena tan plana como una pared. Sin progresión, sin complejidad interior, sin densidad ni pliegues que esconder, sin otra cosa que un montón de planos rutinarios y sin capacidad expresiva (y en realidad bastante timorata a la hora de filmar el sexo, incapaz de sobrepasar los límites propios del soft porn más rancio y antiguo), Pornomelancolía es, con mucho, lo peor del festival que hasta ahora ha visto este firmante.

Carlos F. Heredero

El argentino Manuel Abramovich pega diferentes momentos de soledad de Lalo, un sex-influencer que postea fotos y vídeos porno falseando una realidad feliz mientras su vida está marcada por el vacío. Los primeros planos del protagonista se suceden casi unos a otros –intentando mostrar una situación de ansiedad y desamparo emocional– mientras estos se mezclan con numerosas escenas de porno gay. Y es que Lalo consigue un trabajo como actor en la trucada industria audiovisual del sexo. A partir de ahí, la película se pierde en una oscuridad de erecciones, tanto sugeridas como explícitas, y en otros planos de soledad pura y dura del personaje. Hay estilo visual (el suyo), hay cierta estética, pero no hay objetivo.

Lalo se hace fotos desnudo. Luego practica sexo interpretando a Emiliano Zapata (pareciera que la porno sobre Zapata podría empezar un discurso cinematográfico que llevara a Abramovich por otros curiosos derroteros temáticos, pero luego no es así). Por tanto, al final, simplificando: Emiliano Zapata y su gran bigote follan en un sofá, follan en la cama, follan de pie, follan como sujeto activo, follan a un compañero con las manos sobre un caballo, follan con innumerables sombreros de charro, follan como sujeto pasivo, follan, follan, follan. Reiterativo y vulgar. Abramovich, pese a construir escenas que en algunos casos podrían ser visualmente interesantes, termina no sabiendo elegir hacia dónde va la cinta y con ello perdiendo al espectador.

Lalo vive anestesiado y esto se ve, pero se puede decir que sus ojos filmados por Abramovich al final no dicen nada de nada.

Raquel Loredo

El cineasta Manuel Abramovich plantea, con Pornomelancolía, un relato construido en torno al cuerpo de su actor principal, Lalo Santos, pero en realidad no se trata de una película consagrada a filmar los cuerpos. En su primera secuencia el intérprete aparece llorando en mitad de la calle, derrumbado y rodeado de la indiferencia del resto, pero la película tampoco busca explorar los motivos que conforman la infelicidad del personaje. Por su insistencia con colocar en la pantalla las capturas del dispositivo móvil del protagonista y por el trasfondo político de la película pornográfica que se anima a filmar se diría que, por encima de todo, Pornomelancolía busca denunciar la banalidad a la que ha empujado una tecnificación que lo ha vaciado todo de significado. La figura de Emiliano Zapata queda reducida al icono con el que concebir una película para adultos y la cuenta de Twitter del protagonista no deja de festejar la aparente felicidad de una vida plena que es de todo menos real. Pero por desgracia el film no termina por ahondar en ninguna de esas cuestiones que parece apuntar, quedándose a medio camino de explorar todas ellas: la obsesión por el teléfono móvil se reduce a una interesante secuencia en la que el personaje contesta una gran hilera de mensajes con el mismo emoticono, el apunte de Zapata queda convertido en anécdota y ni siquiera el propio acercamiento al mundo de la pornografía tiene un peso discursivo, la cámara empieza por filmar a otras cámaras, como si decidiera no mostrar el acto sexual, luego se dirige a los actores que presencian la escena, tratando de confrontar sus miradas con el gesto pornográfico, pero finalmente se lanza a mostrar los cuerpos sin filmar nunca la penetración, lo que finalmente sitúa todas las decisiones formales en torno a esta cuestión en tierra de nadie.

Quizás en esa ausencia de imágenes significativas (el fusilamiento final de Zapata, en plano general fijo, podría ser la única decisión reseñable) y el no ir más allá de lo que apunta es lo que sitúa la película en un terreno en el que todo queda apuntado pero también esquivo, falto de garra. En cierto modo, Pornomelancolía es una hermosa extensión de su personaje: nunca llega a encontrarse a sí misma. Lo que parecía una interesante oportunidad de ahondar en el culto al cuerpo, en la deshumanización de las comunicaciones, en el imperio de las redes como equívoca fuente de emociones personales, ha terminado en no abandonar su condición de gesto primigenio, de esbozo a un simple paso de encontrar su auténtica razón de ser.

Jonay Armas