Si Lewis Carroll hubiera nacido en el siglo XXI, seguramente Alicia en el país de las maravillas hubiera sido muy distinta: en lugar de espacios y habitaciones, la protagonista hubiera transitado pantallas o salas de un museo de arte contemporáneo. Pues bien, algo de eso hay en Piaffe, el primer largometraje de Ann Oren, creadora multidisciplinar que se enfrenta a su ópera prima contando la historia –¿la historia?– de una artista de foley que, incapaz de recrear adecuadamente los sonidos de un caballo para un anuncio, no solo se mete en su papel hasta conseguir que le salga cola, sino que además conoce a un botánico con el que aprenderá a conectar sexualidad animal y vegetal. Eva, que así se llama el personaje, va de un sitio a otro a lo largo y ancho de una ciudad que parece construida en estudio pero no es más que una visión estilizada y desolada del universo urbano contemporáneo, un decorado colorista que a veces oculta una bulliciosa puesta en duda del sistema. Y su periplo desvela otra realidad en la que se alternan surrealismo y sensibilidad pop para dar vida a un artefacto –ay– bastante menos provocador y complejo de lo que aparenta.
Por supuesto, el objetivo es la puesta en escena de nuevas mutaciones corporales –más allá de Cronenberg e incluso de Julia Ducourneau–, una serie infinita de transformaciones que dan buena cuenta de este presente huidizo que niega todos los límites. Pero la obsesión por crear un ambiente siempre cambiante y continuamente renovado hace que las intuiciones de Oren, a veces poderosas, terminen pareciendo más bien meras ocurrencias, un catálogo de imágenes extravagantes que en muchas ocasiones no van más allá de sí mismas. Puede que esa sea la intención, hablar de un mundo superficial con un discurso igualmente epidérmico, pero entonces este crítico tiene la sensación de que hay en Piaffe algunos apuntes que delatan una contradicción en los términos. Y que el discurso sobre los nuevos sonidos y su relación descoyuntada con la realidad, así como el sexo visto a la vez como sumisión y transgresión, por poner solo dos ejemplos, no solo nunca alcanzan poderío visual digno de tal nombre, sino que además se diluyen en un viaje demasiado empeñado en llegar a diferentes puertos como para ser en verdad sugerente.
Carlos Losilla