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Se amontonan demasiadas cosas y demasiados temas dentro de Suro, primer largometraje de Mikel Gurrea: la dialéctica entre diferentes maneras de enfrentarse a la vida en el campo por parte de la pareja que forman dos jóvenes recién casados (Iván y Helena), el riesgo de los incendios que amenazan a los bosques, la explotación de los emigrantes por parte de empresarios desaprensivos, el idealismo de la burguesía progresista sobre los contextos de la naturaleza, la convivencia de los urbanitas con las exigencias y servidumbres de la vida rural… El guion de la película trata de ‘coser’ entre sí todos estos hilos, pero el libreto deja ver sus costuras por todos los lados. Los personajes cambian de actitud y de estado de ánimo de una secuencia a la siguiente solo porque ‘lo dice el guion’, pero las imágenes no consiguen construir o dotar de verosimilitud a esa evolución, por lo que todo termina avanzando de forma más bien ortopédica. El incendio se nos anuncia ya desde las primeras secuencias (y tenemos la certeza de que acabará llegando), y lo mismo sucede con el depósito de agua, que sabemos de antemano terminará siendo restaurado, y así sucesivamente con muchos otros aspectos del film.

Hay una voluntad de indagar en las contradicciones de los protagonistas frente al mundo rural, pero las incongruencias se suceden una tras otra: el amigo que les lleva el burro desaparece como por encanto después de que el guion le adjudique una frase denotativa y explicativa sobre las condiciones laborales en las que deben trabajar los jornaleros (una frase que, de nuevo, anticipa –a sensu contrario– lo que ya sabemos que sucederá después cuando aparezca el empresario-cacique), Iván da por buena la versión del accidente que ofrecen los trabajadores sin haber presenciado lo que realmente ocurrió cuando, anteriormente, se mostraba receloso y hasta distante con los que culpan al joven marroquí, etc. Todo funciona como una arquitectura predeterminada de un guion que parece tener que recorrer las diferentes etapas de un itinerario trazado de antemano. Por otra parte, la extracción del corcho, que podría haber dado lugar a una exploración etnográfica muy interesante, casi se desaprovecha de forma meramente instrumental, y es una lástima porque por ahí podría haber encontrado Suro una vía mucho más sustanciosa, en lugar de querer dar tantas pinceladas dispersas sobre tantos temas diferentes sin llegar a profundizar de verdad en ninguno.

Carlos F. Heredero

Si hiciéramos el ejercicio de poner a un individuo extranjero cualquiera, sin darle más información, frente a un ciclo de cine español contemporáneo, probablemente llegase a la conclusión de que los núcleos urbanos han debido vaciarse. Una especie de éxodo de vuelta al campo, a veces con más o con menos originalidad en cada propuesta, sigue inundando las pantallas. En el primer largometraje de Mikel Gurrea, un estreno de marcado buen pulso, una pareja joven comienza su nueva vida en un, muy interesante por metafórico, entorno rural sitiado de alcornoques. Las diferencias entre ambos se van haciendo más tangibles al tiempo que el argumento les rodea a ambos de amenazas y que las interpretaciones del cast (especialmente de una muy generosa Vicky Luengo) termina de redondear el proyecto.

Centrándose en construir una historia en la que entrar con facilidad, y no perdiéndose en la tentación de coleccionar vacías imágenes preciosistas, Gurrea acierta en el ritmo, el tono y en hablar del amor adulto, real, sin sangrantes idealizaciones románticas. La película es un honesto ensayo sobre las relaciones de pareja que no sentencia, sino que propone. Porque imaginemos, ¿qué haríamos nosotros sabiendo que, visto lo visto, nuestro amor está abocado a la quema? El cineasta plantea esta pregunta y pone en imágenes la más común de las reacciones humanas ante lo paralizante de una relación rota. Gurrea se cuestiona algo así como: pero de verdad, cuando ya el fuego es imparable, ¿tiene sentido quedarse a defender la casa?

Raquel Loredo