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Primer largometraje como director de un productor ya veterano, con más de treinta películas en su filmografía, esta pequeña película japonesa trata de articular la dialéctica que se establece entre los recuerdos cada vez más difusos de Yuriko, una madre que padece Alzheimer y la memoria de su hijo Izumi, que conserva bien vivos aquellos momentos que marcaron el peor trauma de su vida. Hay un esfuerzo continuo de Kawamura por construir visualmente la ‘desaparición’ progresiva de los recuerdos de la madre y la memoria que atesora su vástago en lo que constituye lo más interesante de una puesta en escena meticulosa, precisa y minimalista. Su primera pista aparece ya en el largo y alambicado plano secuencia que abre el relato, en cuyo transcurso la madre se pierde y se busca a sí misma, en tiempos narrativos diferentes, dentro del mismo espacio y sin cortes ni marcas denotativas en la imagen. Ese esfuerzo de estilización prosigue después a lo largo de una obra de modesto tamaño artístico pero de apreciable voluntad formal, llena de pequeños detalles visuales y con algunos notables hallazgos de puesta en escena que generan los momentos más emocionantes y sinceros de la propuesta.

Carlos F. Heredero

Desde la primera secuencia, Genki Kawamura demuestra que su relación con el cine es mucho más larga de lo que advierte este primer título como director. Su inusual control del tempo, la gramática con la que enfrenta cada secuencia, la carga simbólica de cada imagen… Es difícil no sorprenderse ante el dominio del medio en su opera prima, como atestiguan los largos planos con los que da inicio esta película consagrada a la relación entre madre e hijo y atravesada por la enfermedad del alzhéimer. La desaparición de la memoria, por tanto, es el eje central de un relato que juega continuamente con la fragilidad de los recuerdos de los protagonistas.

Para poner en escena el deterioro mental provocado por el alzhéimer en primera persona, Kawamura recurre a elaboradas planificaciones que persiguen a la protagonista y que generan un bucle temporal donde presente y pasado se confunden. La solución parte, en esencia, de los mismos hallazgos que construían el film El padre (Florian Zeller, 2020), donde el alzhéimer también quedaba representado a través de la fórmula de la repetición y del juego con una temporalidad que se tambalea en el interior de la misma secuencia.

Pero lo problemático en A Hundred Flowers no es tanto que la virtud principal de su puesta en escena ya haya sido explorada con anterioridad como que Kawamura, de manera insistente, apele a un sentimentalismo que a veces tiene más que ver con un golpe de efecto que con una sensibilidad comunicante: la decisión de sembrar el relato de pequeñas pistas (el origen de las flores diarias, el significado de los fuegos artificiales ‘a la mitad’) para detonarlas más tarde quizás esté más próxima al truco de magia de salón que a una auténtica necesidad narrativa. O los peligros de que, después de haber asistido a una sugerente escritura visual tras la cámara, sean los personajes los que se detengan a enunciar sus sentimientos en voz alta y a explicarnos lo que hemos visto. O llevar hasta el extremo las situaciones que se construyen para dramatizar, como si fuese necesario, la tragedia que viven los personajes.

Tal vez el uso insistente y equívoco de la música pueda representar del todo el espíritu con el que se han acometido también otras disciplinas: si bien la presencia del Träumerei de las Kinderszenen de Schumann o El clave bien temperado de Bach remite al cliché de la música clásica en su expresión más perezosa, pueden justificarse por la condición de profesora de piano de la protagonista. El problema no es tanto el protagonismo de estas piezas populares como la confusa estrategia que pretende seguir la banda sonora: transformarse progresivamente en otra melodía, en una composición original que, lejos de aportar un peso narrativo, acaba edulcorando las secuencias de manera sistemática. ¿No estábamos hablando de un vaciado de la memoria, de la desaparición del habla, también del sonido? En lugar de desvanecerse progresivamente la música crece, la pieza clásica se transforma en un dulce con una armonía desligada del material del que partía, como si el film necesitara encontrar herramientas con las que conmover a toda costa sin importar su lógica interna. En ese sentido, el profundo control de Genki Kawamura sobre las herramientas que construyen el cine no ha impedido que el realizador huya de plantearse la naturaleza discutible de muchas de sus decisiones.

Jonay Armas