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22º Festival Internacional de Cine de Las Palmas (versión ampliada de Caimán CdC nº 178)

Abrir nuevos caminos

En un momento de la fascinante Mudos testigos (Luis Ospina y Jerónimo Atehortúa Arteaga), el metraje de una supuesta película colombiana del período silente transmuta y comienza a mostrarse confusa, su argumento se desmorona y la naturaleza de las imágenes parecen hablar otro idioma. Lo que era un relato amable se ha revelado como un desafío. Por supuesto no se trata de una película antigua, sino de un collage que recorre imágenes del cine colombiano y que reformula un nuevo relato a partir de aquellas, revisando así la Colombia de esa primera mitad del siglo XX. Lo mismo ocurre con Tomorrow is a Long Time (Zhi Wei Jow): lo que parece una obra acerca de los desafíos que sortear durante la adolescencia queda partido en dos y el servicio militar, localizado en plena selva, termina por acercar la película al imaginario emotivo y alucinado de Apichatpong Weerasethakul. Como anunciaron Hitchcock o Antonioni sesenta años antes, el cine del siglo XXI fragmenta en dos las historias como forma de expresión de un lenguaje que ya no puede experimentarse con ojos inocentes.

Si bien la Sección Oficial de Las Palmas ha recuperado en sus últimas ediciones un apego hacia el relato como principal criterio con el que decidir sus títulos (otro debería ser la diversidad geográfica), este año se observa una apuesta por el cine que parte desde esos planteamientos para intentar derribarlos, o al menos ponerlos en duda.

También lo más interesante de Voyages en Italie (Sophie Letourneur) es, precisamente, su punto de no retorno: una pareja trata de salvar su relación en unas vacaciones mundanas alrededor de Sicilia hasta que, en su último tercio, la narración en tiempo presente se sustituye por los balbuceos de dos personas que hablan en pasado, que desafían a su memoria y que intentan reconstruir, sin mucho éxito, el viaje que acaban de recorrer juntos. En The Adults (Dustin Guy Defa) el relato no encuentra lo que esperaba: falta una pieza fundamental en el clásico cuento del adulto que regresa a su barrio natal y descubre que nada es como antes. A diferencia de Beautiful Girls (Ted Demme, 1996) en el barrio ya no hay adolescentes que devuelvan la esperanza por un futuro mejor. Aunque la película mire con optimismo el reencuentro entre tres hermanos que no han aprendido a comunicarse, también deja en evidencia que esta nueva generación no cree en futuros utópicos.

El epítome de esos puntos de fuga lo materializó el díptico de João Canijo, a la postre ganador de la Lady Harimaguada de Oro. Quizá el género de historias cruzadas haya perdido su fuerza comunicante (y quizás también su pertinencia) conforme nos alejamos de los inicios del milenio. Bajo ese punto de vista no es tan interesante Viver mal, centrada en los dramas de diversos clientes de un hotel, como Mal viver, construida bajo el poso dramático y la propensión al soliloquio del cine de Ingmar Bergman y dedicada a la intrahistoria de la familia que regenta ese mismo hotel.

Martin Shanly ganaba el premio a la mejor interpretación por Arturo a los 30, que también dirige, una película que juega con lo patético para convertir el intento de rememorar un día terrible en una inesperada sucesión de imposibles. De modo que durante toda la semana estuvo presente el debate sobre la pervivencia del relato. El resto de actividades paralelas del Festival también intentaron mantener vivo el debate y seguir derribando esa sensación de que, en este presente tecnificado, la historia del cine empieza a quedar lejana y distante.

Jonay Armas

 

MiradasDoc 2023

Espacio para nacer

Que una figura como Naomi Kawase esté presente en un festival como MiradasDoc es toda una declaración de intenciones. En primer lugar, por el gesto de reivindicar a una cineasta esencial de los inicios del siglo XXI, una de esas nuevas miradas que daba forma a las inquietudes de un cine en crisis en los albores del nuevo milenio, con permiso de Apichatpong Weerasethakul y con la mirada puesta en aquellos que abrieron camino previamente, léase Hou Hsiao-Hsien, Jia Zhangke y tantos otros entre los que es hora de reivindicar el nombre propio de la autora de El bosque del luto (Mogari no mori, 2007).

Y en segundo lugar, porque tiene todo el sentido que un certamen con la vocación de servir como punto de encuentro para dar a luz nuevas producciones documentales acoja a una cineasta como Kawase, que concibió sus primeras películas cámara en mano y filmadas por ella misma. De algún modo, la invitación de MiradasDoc es un premio a la voluntad misma de hacer cine, al deseo de encontrar la fórmula para hacerlo y de atrapar con la cámara lo que ocurre para darlo a conocer.

La humilde retrospectiva sobre la cineasta que planteaba el festival comprendía tres de sus piezas previas a esa etapa en la que se encuentra inmersa, y donde ha sustituido su necesidad de hacer las paces con sus orígenes por un cine con la voluntad de encontrar ficciones de carácter universal.

El documental Somaudo Monogatari (1997), el conmovedor mediometraje Tarachime (2006) y su primera ficción, Moe no Suzaku (1997), eran las piezas que conformaban el encuentro con el cine de Kawase junto con su reciente reportaje sobre los Juegos Olímpicos de Tokio, el controvertido Official Film of the Olympic Games Tokyo 2020 Side B (2022) que Kawase ha estrenado sin temor a las consecuencias. Tanto en Tarachime, donde la cineasta muestra su propia maternidad, como en la ficción de Moe no Suzaku, hay una pasión incendiaria que inunda las imágenes y que sirven como muestra de una de las filmografías más estimulantes de las últimas décadas.

Pero ahora es otra época y Kawase no sufre de ese deseo incandescente por exorcizar sus tormentos a través de la cámara. En su lugar, la visita dio lugar al encuentro con una mujer relajada y risueña, que acudía móvil en mano a registrar las reacciones de los espectadores en la sala. En la entrevista con Javier Tolentino previa a la proyección de su película, pregunta por qué le sirven agua en lugar de vino si nos encontramos en España. El resto de sus respuestas siguen la misma tónica, el drama solo se encuentra ya en sus primeras películas y ella parece haber hecho las paces con el mundo.

El interesante encuentro de ‘Miradas Afro’, la presencia del último film del legendario Sergei Loznitsa (The Kiev Trial), la apasionada opera prima del colombiano Theo Montoya o el fantástico largometraje de Camille Ponsin La Combattante (que el festival estrenaba bajo el título de Marie-José vous attend à 16h) eran otras de las sugerentes citas del certamen, pero el auténtico centro neurálgico lo operaba el mercado de nuevos proyectos, que ocupó la última mitad del festival y en donde se fraguan propuestas de futuro gracias al encuentro entre cineastas, productores, televisiones y distribuidoras que buscan la forma de que salga adelante un cine que aún está por hacer. En esa voluntad de propiciar un espacio en el que las nuevas miradas puedan nacer se encuentra el mismo deseo por cambiar las cosas de Moe no Suzaku, la misma pasión interior de Tarachime, la misma humilde persistencia por registrar el mundo de La Combattante. El cine sigue con vida.

Jonay Armas

 

The Wonder (Sebastián Lelio). San Sebastián 2022 – Sección Oficial

Adaptación de la novela homónima de Emma Donoghue, la nueva realización del argentino Sebastián Lelio (integrado ya de lleno en lo que podríamos llamar la ‘industria internacional’) es una producción Netflix que aborda el caso de una niña que ha dejado de comer y que permanece ‘milagrosamente’ viva en las Midlands irlandesas a mediados del siglo XIX, allá por 1862. Hasta allí se desplaza una enfermera británica que debe observar el fenómeno y tratar de averiguar lo que de verdad se esconde bajo las apariencias que imponen la superchería religiosa, las viejas tradiciones y los atavismos científicos propios de la época. Como si fuera el desarrollo de un paréntesis que abre y cierra una puesta escena metaficcional (las dos secuencias que muestran los decorados del plató donde se escenifican los hechos), que descubre el artificio y pone de relieve que nos adentramos en una ‘construcción narrativa’, el relato de Lelio avanza bajo la presión de una música un tanto impostada, que muchas veces se superpone a las imágenes sin llegar a fusionarse con ellas, y con una realización más bien académica que no va mucho más allá de la ilustración correcta y cuidada de las páginas del guion. Al final, la amarga y terrible verdad intrafamiliar que subyace bajo el caso queda silenciada y el hallazgo en cuestión no tiene apenas desarrollo ni consecuencias. El personaje de la monja, del que Lelio se olvida durante la mayor parte del metraje, se recupera al final de forma meramente instrumental y no es esta la única facilidad que el guion se concede a sí mismo (incluido el truco del suspense final sobre la ‘muerte’ de la niña y su resolución) en un film tan aplicado como tradicional.

Carlos F. Heredero.

Sebastián Lelio comienza su nueva película recordando que solo es una película. La cámara muestra los interiores de un estudio cinematográfico, muestra aquello que nunca se muestra antes de que, en el mismo plano, termine por encuadrar el decorado y adentrarse en una ficción en la Irlanda del siglo XIX. En ella, una enfermera asiste al extraño caso de una niña que va a cumplir cuatro meses sin haber probado bocado. El objetivo no es comprobar si se trata de una santa o de una farsa, ella está obligada a vigilar, pero su opinión queda censurada en un mundo dominado por los hombres.

Empezar la película mostrando los estudios empuja a verlo todo desde el descreimiento, a poner en tela de juicio los mecanismos del propio filme además del relato religioso de los habitantes del pueblo. En ese gesto hay algo de honestidad por parte del realizador, reconociendo la impostura de los elementos que maneja. Los excesos de la puesta en escena de Lelio son más autoconscientes que nunca: sus constantes movimientos de cámara, los encuadres insistentes dedicados a Florence Pugh, cuyo trabajo bien merecería un artículo aparte, la insistencia de las respiraciones, una banda sonora constante y sin medida y una intensidad emocional en crescendo continuo. Todo parece recalcado esta vez por el deseo de ponerse al servicio de una reconstrucción, lo más dramática posible, de la novela de Emma Donoghue.

Lo más interesante de The Wonder, más allá de una interpretación principal que da sentido por sí misma a la película, es ese enfrentamiento entre ciencia y religión, entre lo racional y lo espiritual, el choque irreconciliable entre una científica y las costumbres y creencias de un pueblo que conoce bien las épocas de hambruna y que busca, en los mitos y en las tradiciones, una explicación al infortunio. La enfermera terminará por entender que la ciencia fracasa frente a la fuerza de un relato común como motor de una comunidad. Es la creación de otro relato igual de poderoso, y no los hechos, lo que va a abrir una nueva puerta, una posibilidad de sortear que el fanatismo se cobre una vida inocente. Se trata de un atrevimiento que proyecta la película de manera desesperada sobre nuestro más inmediato presente, inundado por las fake news, por el miedo a lo desconocido y por el descreimiento de la razón. Por el camino, Lelio olvida quizás que el cine es también una religión, y que hacer películas tal vez sea el mayor acto de fe. Se equivoca el cineasta al cerrar su película insistiendo de nuevo en que todo forma parte de un decorado, como si después de haber sembrado las dudas de los mecanismos que dan vida a la ficción regresara, una vez más, para terminar imponiendo qué es lo que hay que pensar sobre el relato, del mismo modo que la autoridad masculina del pueblo trataba de acallar los pensamientos de la enfermera.

Jonay Armas

 

Heartbeat / A Short Story. San Sebastián 2022 – Zabaltegi

Aunque parezcan dos trabajos por completo distintos, cuando no opuestos, los cortos de Lee Changdong y Bi Gan que se han convertido en las inesperadas estrellas de la sección Zabaltegi Tabakalera, en el Festival de San Sebastián de este año, presentan más de un punto en común. Primero, por supuesto, el hecho de proceder de dos cineastas asiáticos de indudable prestigio que el certamen, además, acostumbra a programar con cierta frecuencia. Segundo, su condición de fetiche en torno a una visión del cortometraje como práctica tan o más importante que el largo: si Lee y Bi pueden hacerlo, todos los demás también. Y, en fin, una cuestión formal de no menor importancia, a saber, un cierto discurso sobre la ligereza/pesadez de las imágenes que recorre ambas propuestas con la misma intensidad, aunque a veces no lo parezca. Veamos, pues.

Mientras Heartbeat, de Lee, parece un ejercicio de corte realista, simple y liviano en concepción y ejecución, A Short Story, de Bi, se inclina por un barroquismo que empieza en su propia y confesa condición de fábula o cuento. Estamos ante la peripecia de un niño que corre hacia su casa desde la escuela temiendo que su madre se haya suicidado, todo ello filmado en un único travelling que se pega a su rostro para abandonarlo únicamente al final (Lee), y ante una narración fantástica que implica a un espantapájaros y un gato negro inscritos en paisajes de corte onírico donde intentarán demostrar algo a su audiencia (Bi). Y sin embargo, ¿acaso el dispositivo de Heartbeat no es tan enrevesado y artificioso como el de A Short Story? ¿No estamos ante dos filmes cuyo mayor anhelo parece ser exhibirse a sí mismos como artefactos que celebran el cine en su vertiente de ‘gran espectáculo’, por mucho que se disfracen de ‘gran arte’? Lee lleva al límite su habitual esplendor narrativo, paradójicamente, en una sola toma, pues lejos de intentar aprehender la realidad circundante, pretende expandirla para contar una gran historia familiar. Y Bi condensa sus dotes de esteta pos-posmoderno en una ‘historia corta’ que no solo se prolonga virtualmente más allá de su final, sino que encierra en sí misma mil y una imágenes, innumerables subtramas, cada una de ellas adornada con algún que otro truco visual. Todo explota a cada momento, como si se tratara de demostrar a la audiencia, sin descanso, que está ante sendos filmes de importancia, por mucho que se presenten en formato corto. Y así, este crítico no puede dejar de sentirse un poco abrumado por tanta insistencia y acaba prefiriendo a Lee y Bi cuando optan por el largo, donde todo eso, aun existiendo, queda diluido en relatos menos autocomplacientes.

Carlos Losilla

 

Heartbeat. Caiman Ediciones

 

Heartbeat (Lee Changdong)

Cortometraje de encargo en torno a la importancia de visibilizar la depresión, el film de Lee Changdong pretende representar el viaje impulsivo de un niño que, angustiado por lo ocurre en la intimidad de su hogar, abandona el aula y atraviesa las calles de la ciudad para volver a casa a reunirse con su madre, que convive con esta enfermedad mental y que la vecindad parece ignorar por completo. El sublime tratamiento del fondo choca de manera frontal con la forma: el autor decide contar esta historia en un solo y sobrecogedor plano secuencia que otorgue sentido al trayecto solitario del niño, que ponga en valor el acto impulsivo del abandono de la escuela y su travesía épica a través del edificio tratando de rescatar a su madre, solo que el plano secuencia ha sido falseado, troceado de manera minuciosa: el niño no deja de forzar el tropiezo con otros adultos durante su huida, encuentros que el montaje aprovecha para empalmar una toma con la siguiente y proponer una falsa sensación de naturalidad que derrumba las supuestas virtudes que dan sentido a filmar esta historia en un solo plano. La aparente espontaneidad del acto de registrar la realidad se transforma en una estudiada coreografía que acaba rozando lo perverso. El virtuosismo que podría tener una pirueta visual como esta queda desdibujado por la trampa, por el atajo tomado por el autor. Al final lo que queda es una pieza que intenta superponer la manera de acercarse al relato sobre el respeto por la enfermedad en sí. En el intento de espectacularizar los acontecimientos hay algo reprobable a nivel estético que impide justificar la innegable nobleza de su fondo.

Jonay Armas

 

A Human Position (Anders Emblem). San Sebastián 2022 – Zabaltegi

A Human Position es un auténtico ejercicio de puesta en escena. En ella Anders Emblem ofrece la vida cotidiana y la intimidad de dos chicas en una Noruega que parece desconectada de sus habitantes. Los planos huyen de la simetría, como si algo no fuese bien, pero al mismo tiempo están profundamente construidos, preocupados por una perfección estética que parece esconder algo en su fondo. Las niñas apenas hablan, la cámara registra sus tiempos muertos, sus momentos de descanso, su deambular por la ciudad volviendo a casa, la vida de una juventud que ha convertido su valioso tiempo en una espera interminable. Filmar un estado de ánimo. Una de las chicas debe investigar la deportación forzada de un refugiado para un artículo de su trabajo y entonces la película se transforma, de manera inesperada, en un improbable relato detectivesco, como si el film intentase vaciarse de los elementos de todo género que intenta absorber el relato y llevarlo a su terreno. En esa férrea convicción por huir de todo convencionalismo hay algo magnético y hermoso, tanto como en la hipnótica insistencia por la repetición con variaciones, por repetir espacio y encuadre pero trabajando con mínimos detalles que son diferentes en cada nueva aproximación. En su contención y admirable tesón por mostrarse vulnerables, el trabajo de las dos actrices es a la vez tan discreto como conmovedor. Una película de personajes sin serlo, una película de detectives que nos niega su propia trama, un relato de Noruega que no impone su discurso. En su aparente sencillez y su deliberada construcción aletargada, A Human Position ofrece profundas recompensas. Si bien su pausada forma de acercarse al mundo de las jóvenes puede constituir un verdadero desafío de contemplación, el valioso ejercicio de Emblem ha quedado traducido en una película a la que volver.

Jonay Armas

Dos grandes temas, por lo menos, parecen recorrer este segundo largometraje de Anders Emblem. Por un lado, estaríamos ante un relato sobre la depresión, encarnada en la figura triste de una joven que recorre los espacios de su casa, y de su ciudad, sin mostrar demasiado interés ni siquiera por la chica que convive con ella. Por otro, se trataría de una metáfora sobre Noruega, materializada en la peripecia ausente del inmigrante desaparecido que se convierte en la mayor obsesión de la protagonista, periodista que investiga el caso para el diario de la pequeña localidad de Alesund en el que trabaja, a la sazón ciudad natal del director. Sin embargo, nada hace pensar –puesta en escena mediante– que estos dos apuntes sean más importantes que otros que recorren el film y que a veces apenas se dan a ver: todo es fragmentario y huidizo en esta película delicada y sensible. En el plano inaugural, una vista de la ciudad la muestra apacible y tranquila, bañada por la luz eterna del sol de medianoche, hasta que la figura de Asta irrumpe plácidamente por la parte inferior del encuadre. Estamos, pues, ante un film sobre la vida como algo que se desplaza en el espacio y lo modifica, y este sí es uno de los grandes temas del cine por excelencia.

En efecto, A Human Position intenta explorar lo que su título evoca: ¿cómo adoptar una posición, una postura ante el mundo que resulte “humana”, que no deje aparte ni nuestro cuerpo ni nuestro punto de vista? En lugar de recurrir a grandes discursos, o a situar esa cuestión en el centro del film, Emblem prefiere pequeños apuntes cotidianos insertos en encuadres a su vez traspasados por entramados de líneas que se van cruzando. Los tejados de la ciudad se superponen así a las paredes de la casa, e incluso al diseño de algunas sillas que aparecen aquí y allá (la novia de Asta es restauradora), para crear un laberinto espacial que en realidad es más fácil de transitar de lo que parece. Se trata solo de encontrar un lugar en el que sentirse cómodo, como hace el gato de la pareja, de la misma manera que la cámara también debe hallar la posición correcta. Y en esa búsqueda, Emblem logra un cuento de iniciación encubierto cuyo minimalismo podría recordar a Ozu, entre otros, pero que en realidad se halla igualmente en búsqueda constante, en su caso de un estilo. No cabe mayor honradez por parte de un cineasta, ni mayor respeto por sus criaturas, todo ello refrendado por un par de actrices prodigiosas. Y cuando una canción o una serie de miradas revelan la densidad de los sentimientos sin necesidad de subrayarlos, entonces sabemos que en realidad se trataba de una historia de amor, y que ahí culmina todo, o todo queda resumido. En cualquier caso, estamos ante una de las mejores películas, por ahora, de la sección Zabaltegi Tabakalera.

Carlos Losilla

 

A Hundred Flowers (Genki Kawamura). San Sebastián 2022 – Sección Oficial

Primer largometraje como director de un productor ya veterano, con más de treinta películas en su filmografía, esta pequeña película japonesa trata de articular la dialéctica que se establece entre los recuerdos cada vez más difusos de Yuriko, una madre que padece Alzheimer y la memoria de su hijo Izumi, que conserva bien vivos aquellos momentos que marcaron el peor trauma de su vida. Hay un esfuerzo continuo de Kawamura por construir visualmente la ‘desaparición’ progresiva de los recuerdos de la madre y la memoria que atesora su vástago en lo que constituye lo más interesante de una puesta en escena meticulosa, precisa y minimalista. Su primera pista aparece ya en el largo y alambicado plano secuencia que abre el relato, en cuyo transcurso la madre se pierde y se busca a sí misma, en tiempos narrativos diferentes, dentro del mismo espacio y sin cortes ni marcas denotativas en la imagen. Ese esfuerzo de estilización prosigue después a lo largo de una obra de modesto tamaño artístico pero de apreciable voluntad formal, llena de pequeños detalles visuales y con algunos notables hallazgos de puesta en escena que generan los momentos más emocionantes y sinceros de la propuesta.

Carlos F. Heredero

Desde la primera secuencia, Genki Kawamura demuestra que su relación con el cine es mucho más larga de lo que advierte este primer título como director. Su inusual control del tempo, la gramática con la que enfrenta cada secuencia, la carga simbólica de cada imagen… Es difícil no sorprenderse ante el dominio del medio en su opera prima, como atestiguan los largos planos con los que da inicio esta película consagrada a la relación entre madre e hijo y atravesada por la enfermedad del alzhéimer. La desaparición de la memoria, por tanto, es el eje central de un relato que juega continuamente con la fragilidad de los recuerdos de los protagonistas.

Para poner en escena el deterioro mental provocado por el alzhéimer en primera persona, Kawamura recurre a elaboradas planificaciones que persiguen a la protagonista y que generan un bucle temporal donde presente y pasado se confunden. La solución parte, en esencia, de los mismos hallazgos que construían el film El padre (Florian Zeller, 2020), donde el alzhéimer también quedaba representado a través de la fórmula de la repetición y del juego con una temporalidad que se tambalea en el interior de la misma secuencia.

Pero lo problemático en A Hundred Flowers no es tanto que la virtud principal de su puesta en escena ya haya sido explorada con anterioridad como que Kawamura, de manera insistente, apele a un sentimentalismo que a veces tiene más que ver con un golpe de efecto que con una sensibilidad comunicante: la decisión de sembrar el relato de pequeñas pistas (el origen de las flores diarias, el significado de los fuegos artificiales ‘a la mitad’) para detonarlas más tarde quizás esté más próxima al truco de magia de salón que a una auténtica necesidad narrativa. O los peligros de que, después de haber asistido a una sugerente escritura visual tras la cámara, sean los personajes los que se detengan a enunciar sus sentimientos en voz alta y a explicarnos lo que hemos visto. O llevar hasta el extremo las situaciones que se construyen para dramatizar, como si fuese necesario, la tragedia que viven los personajes.

Tal vez el uso insistente y equívoco de la música pueda representar del todo el espíritu con el que se han acometido también otras disciplinas: si bien la presencia del Träumerei de las Kinderszenen de Schumann o El clave bien temperado de Bach remite al cliché de la música clásica en su expresión más perezosa, pueden justificarse por la condición de profesora de piano de la protagonista. El problema no es tanto el protagonismo de estas piezas populares como la confusa estrategia que pretende seguir la banda sonora: transformarse progresivamente en otra melodía, en una composición original que, lejos de aportar un peso narrativo, acaba edulcorando las secuencias de manera sistemática. ¿No estábamos hablando de un vaciado de la memoria, de la desaparición del habla, también del sonido? En lugar de desvanecerse progresivamente la música crece, la pieza clásica se transforma en un dulce con una armonía desligada del material del que partía, como si el film necesitara encontrar herramientas con las que conmover a toda costa sin importar su lógica interna. En ese sentido, el profundo control de Genki Kawamura sobre las herramientas que construyen el cine no ha impedido que el realizador huya de plantearse la naturaleza discutible de muchas de sus decisiones.

Jonay Armas

 

Pornomelancolía (Manuel Abramovich). San Sebastián 2022 – Sección Oficial

Si dejamos al margen la polémica generada en México por la denuncia de Lalo Santos, quien asegura haberse sentido incómodo y hasta manipulado durante el rodaje del film, lo que ha llegado a la pantalla es un retrato de este personaje que puede situarse a medio camino entre el docu-ficción y la ficción reconstruida, sin que los límites entre uno y otra puedan trazarse con nitidez. Sea como fuere, el retrato resultante es de una banalidad fílmica asombrosa, tanto –incluso– como para preguntarnos cómo es posible que esto haya llegado a la sección oficial de Donosti, o dicho de otra manera, parta preguntarnos si también habría sido seleccionado de no estar firmado por Manuel Abramovich. La vida y las angustias de Lalo Santos (estrella fugaz de pornos patéticos, exhibicionista en las redes sociales) chocan en la pantalla con un personaje inexpresivo (el propio Lalo interpretándose a sí mismo) y con una puesta en escena tan plana como una pared. Sin progresión, sin complejidad interior, sin densidad ni pliegues que esconder, sin otra cosa que un montón de planos rutinarios y sin capacidad expresiva (y en realidad bastante timorata a la hora de filmar el sexo, incapaz de sobrepasar los límites propios del soft porn más rancio y antiguo), Pornomelancolía es, con mucho, lo peor del festival que hasta ahora ha visto este firmante.

Carlos F. Heredero

El argentino Manuel Abramovich pega diferentes momentos de soledad de Lalo, un sex-influencer que postea fotos y vídeos porno falseando una realidad feliz mientras su vida está marcada por el vacío. Los primeros planos del protagonista se suceden casi unos a otros –intentando mostrar una situación de ansiedad y desamparo emocional– mientras estos se mezclan con numerosas escenas de porno gay. Y es que Lalo consigue un trabajo como actor en la trucada industria audiovisual del sexo. A partir de ahí, la película se pierde en una oscuridad de erecciones, tanto sugeridas como explícitas, y en otros planos de soledad pura y dura del personaje. Hay estilo visual (el suyo), hay cierta estética, pero no hay objetivo.

Lalo se hace fotos desnudo. Luego practica sexo interpretando a Emiliano Zapata (pareciera que la porno sobre Zapata podría empezar un discurso cinematográfico que llevara a Abramovich por otros curiosos derroteros temáticos, pero luego no es así). Por tanto, al final, simplificando: Emiliano Zapata y su gran bigote follan en un sofá, follan en la cama, follan de pie, follan como sujeto activo, follan a un compañero con las manos sobre un caballo, follan con innumerables sombreros de charro, follan como sujeto pasivo, follan, follan, follan. Reiterativo y vulgar. Abramovich, pese a construir escenas que en algunos casos podrían ser visualmente interesantes, termina no sabiendo elegir hacia dónde va la cinta y con ello perdiendo al espectador.

Lalo vive anestesiado y esto se ve, pero se puede decir que sus ojos filmados por Abramovich al final no dicen nada de nada.

Raquel Loredo

El cineasta Manuel Abramovich plantea, con Pornomelancolía, un relato construido en torno al cuerpo de su actor principal, Lalo Santos, pero en realidad no se trata de una película consagrada a filmar los cuerpos. En su primera secuencia el intérprete aparece llorando en mitad de la calle, derrumbado y rodeado de la indiferencia del resto, pero la película tampoco busca explorar los motivos que conforman la infelicidad del personaje. Por su insistencia con colocar en la pantalla las capturas del dispositivo móvil del protagonista y por el trasfondo político de la película pornográfica que se anima a filmar se diría que, por encima de todo, Pornomelancolía busca denunciar la banalidad a la que ha empujado una tecnificación que lo ha vaciado todo de significado. La figura de Emiliano Zapata queda reducida al icono con el que concebir una película para adultos y la cuenta de Twitter del protagonista no deja de festejar la aparente felicidad de una vida plena que es de todo menos real. Pero por desgracia el film no termina por ahondar en ninguna de esas cuestiones que parece apuntar, quedándose a medio camino de explorar todas ellas: la obsesión por el teléfono móvil se reduce a una interesante secuencia en la que el personaje contesta una gran hilera de mensajes con el mismo emoticono, el apunte de Zapata queda convertido en anécdota y ni siquiera el propio acercamiento al mundo de la pornografía tiene un peso discursivo, la cámara empieza por filmar a otras cámaras, como si decidiera no mostrar el acto sexual, luego se dirige a los actores que presencian la escena, tratando de confrontar sus miradas con el gesto pornográfico, pero finalmente se lanza a mostrar los cuerpos sin filmar nunca la penetración, lo que finalmente sitúa todas las decisiones formales en torno a esta cuestión en tierra de nadie.

Quizás en esa ausencia de imágenes significativas (el fusilamiento final de Zapata, en plano general fijo, podría ser la única decisión reseñable) y el no ir más allá de lo que apunta es lo que sitúa la película en un terreno en el que todo queda apuntado pero también esquivo, falto de garra. En cierto modo, Pornomelancolía es una hermosa extensión de su personaje: nunca llega a encontrarse a sí misma. Lo que parecía una interesante oportunidad de ahondar en el culto al cuerpo, en la deshumanización de las comunicaciones, en el imperio de las redes como equívoca fuente de emociones personales, ha terminado en no abandonar su condición de gesto primigenio, de esbozo a un simple paso de encontrar su auténtica razón de ser.

Jonay Armas

 

Secaderos (Rocío Mesa). San Sebastián 2022 – Nuevos Directores

Secaderos podría emparentarse con esa visión reformulada de lo cotidiano propia del cine de Chema García Ibarra y, al mismo tiempo, con el universo fantástico de Guillermo Del Toro. Mientras se suceden frente a la cámara las costumbres y tradiciones de un pueblo, una criatura irreal merodea por los alrededores del último secadero de la zona aún en pie. Naturalmente, solo los ojos de una niña son capaces de advertir al monstruo, y un tenue sonido insiste en su aura mágica y en su conexión con la naturaleza de la que emerge.

Se plantea así un relato que confronta tradición y modernidad al tiempo que lo hace también con paraíso e infierno: mientras para una niña pequeña abandonar la ciudad y aterrizar en el pueblo se convierte en toda una bendición, para una adolescente del pueblo la zona se ha convertido en una auténtica jaula, metáfora que acaba representada en una escena de manera literal y que es uno de esos detalles por donde quizás pueda rastrearse la condición novel de su autora, cuya energía y espontaneidad entregadas al proyecto invitan a seguir su pista.

Podría plantearse si la presencia del monstruo ha supuesto realmente la diferencia para separar ambos mundos: un violento zoom de acercamiento tiene lugar cada vez que aparece la criatura, como si la propia cámara quisiera aportar esa parte de realidad que su presencia fantástica nos niega, pero esa gramática no encuentra su rima cuando la cámara busca el preciosismo en lo cotidiano, lo que lejos de integrarse en el conjunto acaba provocando un cierto extrañamiento, una separación irreconciliable entre ambas películas.

Hay quizás más magia en el gesto de los niños jugando con las sombras frente a un árbol que en la puesta en escena del espíritu del bosque, pero tal vez el relato de Rocío Mesa entonces no podría tener sentido: la realidad es que quizás como autora esté más cercana al cine de Elena López Riera y Hayao Miyazaki, porque mientras las referencias que abrían este texto se sirven del mundo para construir su historia particular, estas otras intentan reflejar el interior, poner en escena un simple sentimiento que no es posible verbalizar, la melancolía del primer adiós y los peligros que nos acercan al último. Secaderos es al tiempo una carta de amor a todos los detalles identitarios que conforman nuestro origen y también una llamada de atención de la existencia de un más allá, la llamada a cuidar aquello que aún somos incapaces de ver. En la emoción de esa intuición no dicha sí que toma sentido el dispositivo ingenuo y hermoso construido por Mesa. Y además de una carta de amor, la película es también la promesa esperanzadora de que es posible hablar de nuestras tradiciones y contradicciones desde otro lugar, desde otras formas y otras perspectivas, pero con el mismo amor de siempre.

Jonay Armas

Un curioso, amigable, silencioso y sorprendentemente expresivo monstruo gigante hecho de hojas de tabaco encarna el misterio que un entorno rural de Granada tiene para los ojos de una niña de ciudad que lo visita solo durante el verano. Esta inquietante visión infantil, que se lleva los mejores instantes del film de Rocío Mesa, pasa desapercibida sin embargo para los adultos de la zona. Tampoco la otra protagonista de la historia, una adolescente llamada Nieves que se queja de nunca haber visto una nevada, puede ver en principio al apacible ser. La fábula rural, de contraste entre el realismo mágico del prisma infantil y la visión del mismo lugar como jaula de pájaros desde los ojos del personaje adolescente, habla de frustración vital, tradiciones, lucha femenina y etapas de la vida en medio de ese contexto temático de cambio de paisaje que sufren las zonas rurales invadidas por la burbuja inmobiliaria.

En un momento en el que siguen proliferando las películas en entornos rurales, Rocío Mesa aparece con una historia de, en su mayoría, delicados encuadres que está inspirada en la propia biografía emocional de su directora. Mesa consigue imágenes potentes, como la de la adolescente con una tela en la cabeza, cual Virgen María, chupando un polo de hielo tipo flash de color azul. Pero también es cierto que su proyecto no puede escapar a una cierta irregularidad provocada también por la, en ocasiones, posada interpretación de sus actores naturales. Dejando esto a un lado, la creatividad de Mesa consigue una película abierta a la sobreinterpretación, hecha de voluntad y que, pese a sus altibajos, habla del buen potencial de la cineasta.

Raquel Loredo

 

Il Boemo (Petr Václav). San Sebastián 2022 – Sección Oficial

Il Boemo parece buscar, más que un simple biopic en torno a la figura del compositor checoslovaco Josef Mysliveček, una inmersión en el siglo XVIII a la manera de un programa de realidad virtual, como si el objetivo no fuese tanto reivindicar la figura del músico, en una Viena que experimentaba una evolución musical vertiginosa y que se vio obligada a olvidarle pronto, sino que el film cobre sentido a través del simple gesto de dar vida en la pantalla a toda una época.

De alguna manera, e igual que ocurre con Modelo 77 (Alberto Rodríguez), también presente en el certamen, la película es fagocitada por su generoso despliegue de atrezo y vestuario, solo que mientras para aquella la cuestión de la ambientación parecía requisito indispensable con la que justificar la credibilidad de la puesta en escena, en el caso de Il Boemo esa representación es su razón de ser: reconstruir el pasado es su fin último y no un pretexto, de ahí que a Petr Vaclav no le interesen tanto los acontecimientos históricos de la época o del propio compositor, sino el fluir de una vida cotidiana propia de otro tiempo.

Las escenas se dilatan, el argumento da un paso atrás, no existe diferencia alguna entre lo accesorio y lo significativo, la música se interpreta de principio a fin en un ejercicio de profundo respeto por lo representado, a la manera del fundacional trabajo de puesta en escena de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub en Crónica de Anna Magdalena Bach (1968). ¡Ojalá estas imágenes tuviesen la profundidad y el espesor de aquellas! Aquí no hay planos fijos que intenten viajar en el tiempo a través de la propia música, y no de un desfile interminable de elementos tangibles.

La cámara parece colocarse en lugares arbitrarios que permitan una gramática funcional en torno a los logros del músico, mientras la ingenuidad se va apoderando de la dimensión literaria del relato: la inefable mención a Haydn, el indispensable encuentro con Mozart, aún un niño que admira la música del otro, el listado de amantes del artista, un flashforward inicial que tiene más relación con un malentendido sentido del espectáculo que con una auténtica utilidad narrativa o, en fin, una insistencia por acercarse a los rostros de las intérpretes mientras representan el canto que puede irritar a más de un aficionado a este tipo de música.

En ese sentido, y a pesar de que Il Boemo acaba intentando conciliar los acontecimientos con el fluir de la propia época, la película es más sugerente cuanto más se aleja de esa agenda argumental y se abandona al aroma de la época, cuanto más abandona su vocación de trabajo antropológico y se detiene en esa exploración de un mundo que ya no existe. En esa libertad que la película respira por momentos, donde el tempo no importa ni tampoco la relevancia de las figuras que atraviesan el plano, hay algo valioso.

Jonay Armas

A modo de pequeño biopic del músico checo Josef Mysliveček, instalado en la corte italiana de la segunda mitad del siglo XVIII, mentor de Mozart y compositor de algunas óperas que llegaron a representarse en el teatro San Carlos de Nápoles, esta ambiciosa coproducción entre Italia, Eslovaquia y la República Checa reconstruye la peripecia de esta figura real con especial atención a sus relaciones con una dama de la aristocracia y con otras amantes. El resultado es un film académico y demasiado largo (141 minutos), que se recrea en algunas de las interpretaciones operísticas de sus partituras y que filma, sin especial garra ni personalidad, las diferentes disyuntivas del músico frente a los poderes políticos y culturales de aquella sociedad. Con todo, el principal escollo con el que tropieza la película es el actor protagonista (el checo Vojtěch Dyk), supuestamente atractivo y guapo (para explicar su éxito con las mujeres), pero más bien insulso y, sobre todo, con recursos interpretativos harto escasos. Así las cosas, el metraje se hace cuesta arriba y acaba por condenar la propuesta, que se queda en una mera ilustración culturalista de relamida estética y más que discreto interés cinematográfico.

Carlos F. Heredero

 

Thunder (Carmen Jaquier). San Sebastián 2022 – Nuevos Directores

Thunder se inicia con unas inquietantes fotos en blanco y negro de mujeres de entornos rurales a principios del siglo XX. Bastante al comienzo de la cinta, Carmen Jaquier coloca unos evocadores primeros planos de su protagonista: una joven que, en el verano de 1900, debe regresar de un convento a la Suiza rural para ayudar a su familia tras la muerte de su hermana. Son esos cortos planos, en duración y distancia, los más interesantes de todo el film. Los mismos corresponden a la primera vez que la joven observa las miradas de algunos chicos del pueblo. Con ellos, posteriormente, siguiendo los pasos de su hermana muerta, iniciará unas relaciones físicas en grupo castigadas hasta el maltrato una vez descubiertas por su familia y por todo el pueblo.

En pocos segundos y sin palabras Jaquier consigue con los mencionados primeros planos poner en escena la culpa y el miedo de la casi adolescente. A partir de ahí el film sigue el proceso de evolución hacia la libertad del personaje, pero vaciándose de verdad alguna. La narración sobre el deseo femenino se vuelve absurda por tosca, posada y banal. Su brocha gorda (por su infernal uso de la música, sus a veces extrañamente coreografiados movimientos de actores, sus manidas y previsibles metáforas visuales…) no desaparece en una cinta de necesario mensaje feminista totalmente nublado, sin embargo, por una falta de poética a la hora de ponerle imagen al deseo. La ópera prima de Jaquier habla de una cineasta con un potente sentido estético del primerísimo primer plano que pierde su obra, de interesante potencial temático, por no traer pulsión sexual o emoción real a la pantalla.

Raquel Loredo

A través de una hermosa dirección de fotografía, en donde cualquier pequeño gesto pueda ser motivo de asombro, Carmen Jaquier ha querido presentar el despertar de su protagonista adolescente a la vida adulta. No es un entorno cualquiera: un pueblo suizo en los albores del siglo XX, dominado por las doctrinas de un sentimiento religioso más preocupado por el castigo que por darle sentido a las cosas. Jaquier despliega este entorno asfixiante para poder explorar temáticas como el pecado, la identidad sexual y los ritos de iniciación, al tiempo que descubre cómo el papel de la mujer en estos contextos extremos está tan en peligro como en el presente. Y esa es la gran belleza del relato. A pesar de encontrarse en un entorno rural más de un siglo atrás, la película siempre intenta hablar en presente, lo que transforma su espíritu onírico en una metáfora perversa de una sociedad contemporánea especialista en enmascarar las infamias con las que convive.

Jaquier propone estas ideas a través del preciosismo de las imágenes y de motivos visuales que intentan rimar con la idea de un despertar a la vida. La insistencia por esta fórmula sitúa la película en un terreno indeterminado, se estanca por momentos en su ensimismamiento, la banda sonora rellena los huecos que dejan escenas que se pierden a sí mismas a la deriva, se abandonan a un terreno poético que en ocasiones puede caer en un peligroso vacío. Emparentada por no pocos motivos con As In Heaven (Tea Lindeburg, 2021), presente también en el pasado Festival, Thunder pertenece a un cine consagrado a una belleza visual que, en muchos momentos, puede volverse tan fascinante como incomunicante.

Jonay Armas

 

Dos estaciones (Juan Pablo González). San Sebastián 2022 – Horizontes latinos

A pesar de que todo gira en torno a una hacienda a punto de desaparecer por los problemas económicos y medioambientales del presente, Dos estaciones no habla de economía, ni de la crisis de la agricultura o del calentamiento global, sino de las personas. El documentalista Juan Pablo González se ha lanzado a contar el relato de la heredera de una fábrica, María, a punto de ser engullida por el poder de las grandes corporaciones, una Teresa Sánchez cuya imponente creación del personaje da sentido a la película y en cuyas miradas puede escribirse su historia.

La vocación narrativa del proyecto no ha impedido que la mirada del autor, cercana a la visión del documental, se filtre con hermosos resultados en la manera de contar las cosas. Basta con descubrir la temprana escena del cumpleaños: el diálogo entre las dos intérpretes es interrumpido por el bullicio de los niños en fuera de campo, entusiasmados con sus juegos. La ficción casi tiene que pedir permiso para continuar, y cuando lo hace también se detiene a descubrir qué causa esos acontecimientos argumentales en las personas que lo viven. La película se convierte en un hermoso desfile de travellings que persiguen a María a través de la fábrica, en imágenes que la confrontan al desafío de mantenerla a flote, de salvar lo que aún queda en pie del negocio familiar. Casi no hay tiempo para las personas y la película denuncia esa incompatibilidad contemporánea de lo humano en el entorno laboral, ese sistema económico salvaje que lo ha devorado todo.

Y en esas tensiones, formales y humanas, visuales y políticas, se juega un hermoso ejercicio de estilo que ha fraguado la identidad inusual e inesperada de una película sugerente. La belleza de sus hallazgos no termina en la manera de filmar, sino que atraviesa también su estructura: la sombra de la tradición aparece a través del gesto de filmar los campos, mientras que un solo plano conecta a dos personajes en apariencia distantes a la manera del cine más contemporáneo. Como en la vida, en el cine de Juan Pablo González también hay cabida para el choque continuo entre ambos mundos, uno en desaparición, el otro también en crisis. María toca la bocina de su coche sin descanso, pero nada cambia allá fuera, ninguno de esos mundos la escucha. Ambos discurren en silencio mientras todos miran hacia otra parte.

Jonay Armas

 

Broker (Hirokazu Koreeda). San Sebastián 2022 – Perlas

Posiblemente no haya ejemplos más reveladores sobre cómo el ejercicio de filmar puede contagiarse de aquello que cuenta: Broker es una historia escrita desde un tierno caos y podría decirse que la manera de filmarla también lo es. En ella dos adultos, simpático arquetipo de los perdedores, buscan hacer negocio con un bebé abandonado. En el trayecto se unirá también la madre, arrepentida, y un niño callejero que termina por conformar la inusual familia de una road movie imposible. La trama avanza desde un desorden arbitrario, casi se diría que prueba a manejarse en un género cinematográfico diferente con cada nueva escena, hasta que por fin el camino empieza a generar sus transformaciones en los personajes y lo emocional se apodera de la función. En ese desorden contenido hay también fogonazos de brillantez, momentos inesperados en los que Koreeda busca probarse a sí mismo y encontrar nuevas fórmulas para poder construir, en el fondo, la misma película de siempre. Aparecen pequeños hallazgos visuales mientras los protagonistas confiesan sus emociones más profundas y esos momentos justifican la búsqueda, el continuo vaivén de temas y de estilos. Quizás sea, de sus obras recientes, la que más obsesiones del autor termina por desplegar al mismo tiempo, despreocupada en la forma pero comprometida a no abandonar jamás a sus criaturas. Ese frágil equilibrio acaba revelando una cierta frescura.

Jonay Armas

 

Mi país imaginario (Patricio Guzmán). San Sebastián 2022 – Horizontes Latinos

Mi país imaginario recorre el trayecto, incierto y caótico pero con la mirada puesta en un horizonte más justo, de las revueltas que han conducido a Chile a la reconstrucción de su futuro social y político. No es un documental al uso: los hechos están atravesados por la luminosa sensibilidad de Patricio Guzmán, un cineasta que ya ha mostrado su compromiso con las injusticias acontecidas en su país natal, pero lo sorprendente es descubrir desde qué profunda ternura contempla los acontecimientos más turbulentos de la actualidad chilena. La película no solo es testigo de las manifestaciones en torno al cambio, sino también del proceso posterior de la asamblea constituyente, quizás el tramo más fascinante del largometraje en tanto que refleja la confección de un nuevo país, con todos sus símbolos y esperanzas reflejados en cada pequeño paso. No es solamente un documento imprescindible por tratar sobre una de las revoluciones más importantes del presente, sino en especial por ser un bello reflejo de cómo acercarse desde el amor a un objeto del que no puede haber distancia posible entre lo filmado y el que filma.

Jonay Armas